Conon era de Galilea y se había retirado a Panfilia, en Maguido, en donde cultivaba un pequeño jardín. Después del martirio de los santos Papías, Diodoro y Claudiano, durante la persecución de Decio, el prefecto Publio fue a la región, se detuvo en las puertas de la ciudad e hizo saber a los habitantes que deberían reunirse a su alrededor. Todo el mundo respondió al llamado; sin embargo un tal Naódoro, con algunos ancianos de la ciudad pidió ayuda para buscar a los que pudiesen haberse escondido. Se organizó un equipo, al que se unió un tal Orígenes y no tardó en llegar al sitio donde Conon cultivaba su jardín. Después de haberle saludado, Orígenes le dijo:
-El prefecto os llama.
-¿Qué quiere de mí el prefecto? -dijo Conon-, soy un extranjero y, sobre todo, un cristiano. Que busque el prefecto a quienes tengan su misma calidad y rango, en vez de un pobre hombre como yo, que trabaja con pena la tierra.
Inmediatamente mandó Naódoro que ataran a Conon a su caballo y se lo llevó a rastras, sin que el santo hombre opusiera resistencia. Por el camino, Naódoro dijo a Orígenes: «Nuestra cacería no fue en vano, puesto que llevamos una buena pieza. Este tendrá que justificarse más que ningún otro cristiano». Al llegar ante el prefecto, Naódoro le mostró al cautivo y dijo con marcado tono de ironía: «Por la vigilancia de los dioses, según la orden del todopoderoso Emperador y, gracias a vuestra buena fortuna, acabamos de descubrir a este hombre, el bienamado de los dioses, el más sumiso a las leyes y a los mandatos del gran Rey». Entonces Conon, se irguió para gritar con todas sus fuerzas: «¡No es cierto! ¡Yo no obedezco sino al gran Rey que es Cristo!»
Entonces intervino Orígenes para dar explicaciones al asombrado prefecto: «Excelencia, le dijo; después de haber recorrido toda la ciudad no encontramos más que a este pobre anciano en un jardín». El prefecto se dirigió a Conon y le preguntó quién era, de dónde venía y cuál era su familia. A todo esto, Conon respondió sencillamente:
-Soy de Nazaret de Galilea. Mi familia es la de Cristo, a quien desde mi infancia reconozco como a supremo Dios.
-Si conoces a Cristo como un Dios -dijo el prefecto-, reconoce también a nuestros dioses y ríndeles homenaje.
Conon dejó escapar un suspiro, levantó al cielo la vista y exclamó:
-¡impío! ¿Cómo puedes blasfemar así del Dios Supremo?, te aseguro que no podrás persuadirme a que haga lo que dices.
Entonces el tirano mandó que le encajaran clavos en la planta de los pies y, en esas condiciones, obligó al anciano a que corriera delante de su carro. El santo atleta de Cristo obedeció y comenzó a correr al tiempo que entonaba el salmo 39: «Esperé en Yahvé confiadamente y se inclinó hacia mí y oyó mi grito», para que no escapara de su boca queja alguna, sino solo alabanzas, al sufrir por su Señor. No dejó de cantar hasta que le faltaron las fuerzas y cayó al suelo agonizante. Todavía tuvo alientos para exclamar: «¡Señor, recibe mi espíritu!», antes de expirar.
No se encuentra vestigio alguno del culto a san Conon en Panfilia, pero parece haber sido muy popular, como lo atestiguan diversos conventos con su advocación. O. von Gebhardt, Acta martyrum selecta, Berlín 1912. —Delehaye, Les origines du culte des martyrs, p. 194.