En la ciudad española de Zaragoza, la que antes de los tiempos de Cristo era la famosa y rica villa romana de Caesaraugusta, de donde deriva su nombre actual, existe el monumento más sólido, antiguo y magnífico que tiene España como prueba de una piadosa tradición y de una antiquísima y profunda devoción por la Santísima Virgen María: el Santuario del Pilar. Esa gran basílica mariana con sus once cúpulas y sus cuatro campanarios es conocida y famosa, no sólo en España, sino en el mundo entero, puesto que, según la tradición, en tiempos inmemoriales se apareció allí la Madre de Dios y, desde entonces, a través de los siglos, ha mostrado su protección especial con repetidas gracias, milagros y portentos, hasta ganarse la indefectible piedad de los españoles, que le tributan culto con devoción, constancia y magnificencia.
La leyenda, tal como ha surgido de unos documentos del siglo XIII que se conservan como un tesoro en la catedral de Zaragoza, se remonta a la época inmediatamente posterior a la Ascensión de Jesucristo, cuando los apóstoles, fortalecidos con el Espíritu Santo, se disponían a emprender la predicación del Evangelio. Se dice que, por entonces, el Apóstol Santiago el Mayor tuvo la inspiración de ir a predicar a España. Al tiempo de salir de Jerusalén, obtuvo la licencia y la bendición de la Santísima Virgen y se trasladó a aquella porción del mundo sumergida en la idolatría. Los documentos dicen textualmente que Santiago, «pasando por Asturias, llegó a la ciudad de Oviedo, en donde convirtió a varios a la fe. Continuó el viaje con sus nuevos discípulos a través de Galicia y de Castilla, hasta llegar a Aragón, el territorio que se llamaba Celtiberia, donde está situada la ciudad de Zaragoza, en las riberas del Ebro. Allí predicó Santiago muchos días y, entre los muchos convertidos eligió como acompañantes a ocho hombres, con los cuales trataba de día del reino de Dios y, por la noche, recorría las riberas para tomar algún descanso.» Junto al Ebro se encontraba Santiago cierta noche con sus discípulos cuando «oyó voces de ángeles que cantaban 'Ave, María, gratia plena' y vio aparecer a la Virgen Madre de Cristo, de pie sobre un pilar de mármol». La Santísima Virgen, que aún vivía en carne mortal, habló con el Apóstol para pedirle que se le construyese ahí una iglesia, con el altar en torno al pilar donde estaba de pie y que «permanecerá en este sitio hasta el fin de los tiempos para que la virtud de Díos obre portentos y maravillas por mi intercesión con aquéllos que en sus necesidades imploren mi patrocinio». Desapareció la Virgen y quedó ahí el pilar. El Apóstol Santiago y los ocho testigos del prodigio comenzaron inmediatamente a edificar una iglesia en aquel sitio y, con el concurso de los conversos, la obra se puso en marcha con rapidez. Pero antes de que estuviese terminada la iglesia, Santiago ordenó presbítero a uno de sus discípulos para servicio de la misma, la consagró y le dio el título de Santa María del Pilar, antes de regresar a Judea.
Hasta aquí las palabras del referido códice que conserva la catedral de Zaragoza y que dio origen a la acendrada devoción por la Virgen del Pilar, que se extendió por toda España y sobrepasó las fronteras. Naturalmente, la autenticidad de estos documentos ha sido puesta en duda por los investigadores de la historia, quienes han levantado grandes dificultades en contra de la tradición. La primera y la más grave es el silencio persistente en las crónicas antiguas y medievales sobre esta aparición de la Virgen, ya que el primer documento que nos habla de ella, pertenece a los finales del siglo XIII. Sin embargo, otros historiadores e investigadores defienden esta tradición y aducen el argumento de que hay una serie de monumentos o testimonios que demuestran la existencia de una iglesia dedicada a la Virgen de Zaragoza. El más antiguo de estos testimonios es el famoso sarcófago de santa Engracia, que se conserva en Zaragoza desde el siglo IV, cuando la santa fue martirizada y que representa en un bajo relieve, según parece, el descenso de la Virgen de los cielos para aparecerse al Apóstol Santiago. Asimismo, hacia el año 835, un monje de San Germán de París, llamado Almoino, redactó unos escritos en los que habla de la iglesia de la Virgen María de Zaragoza, «donde había servido en su tiempo (mediados del siglo III) el gran mártir san Vicente».
Tradición genuina o leyenda piadosa, la devoción del pueblo por la Virgen del Pilar se halla tan arraigada y desde épocas tan remotas entre los españoles, que las autoridades eclesiásticas de Roma, no obstante sus reiteradas negativas a conceder el oficio del Pilar, tuvieron que ceder a las repetidas instancias de los soberanos y los súbditos de España para autorizar el oficio definitivo en el que se consigna la aparición de la Virgen del Pilar como «una antigua y piadosa creencia». El Papa Clemente XII (pont. 1730-1740) señaló la fecha del 12 de octubre para la festividad particular de la Virgen del Pilar, pero ya desde siglos antes, en todas las iglesias de España y entre todos los pueblos sujetos al rey católico, se celebraba la ventura de haber tenido a la Madre de Dios en su región, cuando todavía vivía en carne mortal. Aunque la formalización de la fecha es posterior a la llegada de España a América, la relación del 12 de octubre con el Pilar está documentada ya en tiempos del papa Gelasio II, de 1121. Es fama que el día 12 de octubre de 1492, precisamente cuando las tres carabelas de Cristóbal Colón avistaban las desconocidas tierras de América, al otro lado del Atlántico, los monjes de San Jerónimo cantaban alabanzas a la Madre de Dios en su santuario de Zaragoza, por lo cual la Virgen del Pilar fue proclamada por Pío XII patrona de la Hispanidad, por lo que en España se celebra este día el «Día de la Hispanidad».
Este artículo proviene, con escasas correcciones, del Butler-Guinea, México, 1964. No obstante, no es un artículo propio del Butler inglés, sino redactado por el P. W. Guinea, quien señala como fuentes la «Historia Universal de César Cantú», vol. IV, pp. 495-498, la «Enciclopedia de la Religión Católica», vol. VII, pp. 879-883 y del «Año Cristiano» del P. J. Croisset, vol. IV, pp. 82 y 83.