Hay muchos aspectos para meditar en la conversión de san Pablo: desde cosas tan asépticas como los datos históricos que poseemos sobre el hecho, hasta la maravilla que representa que precisamente un verdugo de la fe se convierta en uno de los máximos exponentes del apostolado y como en prototipo de lo que debe ser un apóstol. Me conformo con ceñirme, en el contexto del santoral, a dos aspectos: esto de que celebramos una conversión, y en qué medida la conversión como tal -y no sólo la de san Pablo- forma parte de nuestra fe como uno de sus rasgos originales.
Porque si bien miramos, es común que los santos nos cuenten su «conversión», es decir, la reversión radical hacia Dios de todos los valores de la vida que llevaban hasta ese momento; por ejemplo, cuando pensamos en la palabra «conversión», a todos -casi con seguridad- se nos representa la célebre de san Agustín; sin embargo, sólo de san Pablo celebramos litúrgicamente la conversión. De ningún otro. Pienso que no es desmedido señalar que la conversión de san Pablo representó para toda la Iglesia una especie de refundación: esa Iglesia que se fundó en la Cena, que se fundó en la entrega del discípulo a la Madre, que se fundó en la palabra de envío del Resucitado, que se fundó en la venida del Espíritu Santo, renueva también su fundación en esta especie de última «vuelta de tuerca» que es capaz de extraer del mensaje de Jesús todo lo que quedaba en su fondo, difícil de aceptar y difícil de formular: nadie hay ante Dios que esté perdido de antemano, incluyendo como corolario natural que la fe deberá dirigirse también a los gentiles, a los que nunca ni oyeron hablar de Dios, a quienes ni siquiera están esperando una Alianza con Dios ni ninguna manifestación suya, a los que ni siquiera tienen «sed de Dios».
La conversión de san Pablo tiene algo de común con todas las conversiones, incluyendo la de cada uno de nosotros: se trata de una «metá-noia» (que es la palabra que usa el NT para hablar de conversión), de un «cambio [metá] de mentalidad [noia]»; nuevos criterios, nueva mirada, nueva perspectiva. Lo mismo que veíamos hasta ayer de una manera, lo vemos hoy con un significado diverso. De esa conversión no es ajeno ningún creyente, forma parte del «proceso de la fe»;
-es posible que alguien haya sido bautizado, le haya dado la espalda a Dios y vuelva: conversión;
-es posible que alguien haya sido bautizado y haya seguido practicando la fe sin desviarse de sus criterios, hasta que un buen día se da de narices contra sí mismo y su buen comportamiento y descubre que toda la fe había sido cosa de Dios más que sí mismo y su buen comportamiento: conversión;
-puede ser que alguien nunca haya querido saber nada de la fe cristiana, pero tiene en el estómago ese «vacío de absoluto», eso que el salmo 42 llama «sed de Dios», y un buen día siente -por los medios que sean: una predicación, una música, una liturgia- que es Cristo quien apaga esa sed, y nadie más: conversión;
-puede que ni siquiera tenga sed de Dios, tan sólo «la vieja llaga de la herida en el ser» -en palabras de Moravia-, y de repente descubre el poder sobre esa llaga que tiene la otra llaga, la de Cristo: conversión.
Es posible pensar abstractamente el cristianismo como una fe, sin implicar la conversión, pero no es posible vivir el cristianismo en concreto sin toparse con la conversión, e incluso con la necesidad «periódica» de convertirse, tal como lo celebramos cada año en el ciclo litúrgico. En cierto sentido la conversión de san Pablo tuvo que ver con eso: fue encontrado por Cristo y eso cambió su mentalidad, dio un vuelco de 180º. Le pasó a él, me pasó a mí, le pasó al lector de este escrito, y si no pasó aun, ya va a pasar.
Pero a la vez tiene algo de especial y único, algo que no ha vuelto a repetirse en la historia de la Iglesia: en la conversión de san Pablo toda la Iglesia se convierte a la novedad de una misión que hasta ese momento no había aparecido, y que incluso tardará décadas antes de que oficialmente la Iglesia acepte que la misión de san Pablo a los gentiles compromete a todos, no sólo a san Pablo y los suyos; que esa misión a los gentiles y entre los gentiles está en el fondo de la esencia de la Iglesia. La conversión de san Pablo obligará a toda la Iglesia a convertirse y tomar conciencia de que la fe cristiana no es un apéndice de la fe judía, aunque esa verdad tardará décadas en comenzar a dar sus frutos.
Nos hace bien celebrar cada año la conversión de san Pablo; somos seres en el tiempo y del tiempo, por eso para nosotros, los seres humanos, las grandes verdades no son nunca una cosa dicha de una vez y para siempre: requieren ser dichas y redichas, meditadas y remeditadas, comprendidas y recomprendidas. Es constante a lo largo de la historia la tendencia de los creyentes a convertir a la Iglesia no en un lugar de salvación sino en depósito de salvados, a aislarnos del mundo, a cercar y amurallar. Tal vez eso forme parte de la dinámica más profunda de nuestra fe: por eso mismo cada año la celebracíon litúrgica de la conversión de san Pablo nos recuerda que la misión de la Iglesia no estará terminada hasta que «todos los hombres» -sin excepción- «se salven y lleguen al conocimiento de la verdad».
Cuadros:
-Conversión de san Pablo, Fra Angelico, iluminación sobre pergamino, 1430, Museo de San Marcos, Florencia.
-Conversión de san Pablo, Lorenzo Veneziano, panel de madera, 1370, Museo Estatal, Berlín.