En Nagasaki, en la «Colina de los mártires», el día 2 de octubre de 1622, año tan pródigo en martirios, dieron la vida por la fe los cuatro miembros de una misma familia: los padres y dos hijos. La esposa, Lucía, y los dos niños, Andrés y Francisco, fueron decapitados ante los ojos del padre, y seguidamente éste, Luis, fue quemado vivo, todos ellos martirizados por su ardiente fe en Jesucristo. Luis era un cristiano ejemplar y fervoroso, dueño de una barca, que no dudó en ponerla al servicio de una causa evangélica: la de alejar al beato Luis Flores, religioso dominico, de la cárcel de la que acababa de escapar. Llegó Luis con su barca, el P. Flores escapó de la prisión, como estaba preparado, y subió a la barca de Luis, quien a toda prisa la dirigió mar adentro. Pero su acción fue descubierta y muy pronto los guardias, en otras barcas, le dieron alcance y lo rodearon.
El misionero fue devuelto a la prisión, y Luis arrestado y sometido a tortura para que delatara a los instigadores de su acción. Padeció terribles torturas que lo dejaron maltrecho, pero no delató a nadie. Lo amenazaron entonces con matar a su familia y ésta, en efecto, fue arrestada. Le dijeron que la matarían en su presencia si no hablaba. Luis mantuvo su silencio y fue condenado a presenciar la muerte de sus seres queridos, y luego fue quemado vivo. Lucía, la esposa, mostró gran serenidad cuando fue arrestada. Quisieron los jueces a todo trance que apostatara, pero ella se negó con gran entereza, no viniéndose abajo ante la amenaza de que matarían a sus hijos. Andrés, el hijo mayor, tenía ocho años, y se le quiso hacer apostatar del cristianismo, pero el chico se negó a hacerlo. Francisco tenía cuatro años y fue asesinado por ser un niño cristiano. Los cuatro fueron beatificados el 7 de julio de 1867 por el papa Pío IX.