El fundador y primer director de las misiones capuchinas de Oriente, en el siglo XVII, fue el P. José de París (Joseph Leclerc du Tremblay), llamado «Su Eminencia Gris», por la influencia que ejerció sobre Richelieu y Luis XIII. A principios de 1629, cinco capuchinos desembarcaron en Alexandretta; uno de ellos era el P. Agatángelo de Vendóme.
Habia nacido en Vendóme, en 1598. A los veintiún años ingresó en el convento de los capuchinos de Le Mans. En 1625, recibió la ordenación sacerdotal y se entregó celosamente a la predicación en su región natal, hasta que recibió la orden de partir a Siria. En Aleppo ejerció los ministerios sacerdotales entre los comerciantes franceses e italianos, en tanto que aprendía el árabe. Pronto llegó a dominar esa lengua lo suficiente para predicar en ella. Solía visitar frecuentemente a los musulmanes y a los cristianos disidentes y así consiguió ganarse la benevolencia de personajes tan importantes como el Imán de la principal mezquita y el jefe de los derviches. A pesar de la prohibición de la Congregación de Propaganda Fide de predicar públicamente el Evangelio a los mahometanos, el P. Agatángelo explicaba a los turcos las verdades de la fe. Lo único que pretendía era crear un clima de tolerancia e interés por el cristianismo, ya que era un misionero demasiado inteligente para tratar de obtener, por el momento, resultados más positivos.
En 1630 se fundó en El Cairo una misión capuchina. Como no prosperase, el P. Agatángelo fue enviado allá en 1633 para encargarse de la dirección. En El Cairo se reunieron con él otros tres misioneros venidos de Marsella. Uno de ellos era el P. Casiano de Nantes, francés de nacimiento, pero de familia portuguesa. Pronto se convirtió éste en el brazo derecho del P. Agatángelo y le secundó ardientemente en la tarea de conseguir que la Iglesia copta (es decir, la Iglesia de Egipto) volviese a la unión con la Santa Sede. El P. Agatángelo entró personalmente en contacto con los obispos coptos y el patriarca Mateo le dio plena libertad de entrar en todos los templos de los disidentes. Con permiso especial de Roma, el P. Agatángelo solía celebrar la misa, predicar y catequizar en dichos templos; así consiguió reconciliar con la Iglesia a cierto número de coptos. Los capuchinos determinaron ganarse también a los monjes coptos, pues entre ellos se elegía a los obispos. Así pues, en 1636, el P. Agatángelo, acompañado por el P. Benito de Dijon, emprendió un largo viaje al monasterio de Dair Antonios, en la baja Tebaida.
Los monjes los recibieron bien, y los misioneros permanecieron ahí cuatro meses, durante los cuales el P. Agatángelo tuvo con los monjes largas discusiones doctrinales y les dio pláticas espirituales. Uno de los dos libros de que se servía para dichas pláticas era el tratado «De la Santa Voluntad de Dios» del P. Benito de Canfield (Guillermo Fitch), quien fue el primer misionero capuchino en Inglaterra en tiempos de persecución. Dos de los monjes se reconciliaron con la Iglesia y el P. Agatángelo les pidió que permanecieran en el monasterio, con la esperanza de que pudiesen hacer algo por la conversión de sus hermanos. Era éste su modo de proceder ordinario, dado que no había en Egipto iglesias católicas del rito copto para que los reconciliados con Roma pudiesen asistir a los divinos misterios. Los sacerdotes católicos tenían permiso de celebrar la misa en los templos de los disidentes y los fiele estaban autorizados a asistir a ellos para que así no se quedasen sin sacramentos y, al mismo tiempo, servían de levadura entre sus hermanos disidentes. Pero la Congregación de la Propagación de la Fe publicó un decreto por el que declaraba ilícita esa práctica. El P. Agatángelo consultó el asunto con el custodio de Tierra Santa, quien le respondió: «Creo que si los eminentes prelados romanos hubiesen sabido las condiciones que reinan en estos países, no habrían publicado ese decreto. Todos los frailes de aquí piensan como yo». Ante el acuerdo general de los misioneros de Palestina y Egipto sobre el punto, el P. Agatángelo escribió una larga carta al cardenal prefecto, en la que exponía las razones teológicas, canónicas y prácticas que había para retirar el decreto. El asunto pasó a la competencia del Santo Oficio. Ignoramos lo que respondió esa institución, pero probablemente dio la razón a los misioneros, ya que los sucesores del P. Agatángelo en El Cairo sostuvieron la misma política, sin que se le molestase por ello.
Desgraciadamente, como en tantos otros casos, el mayor obstáculo pan la reconciliación entre la Iglesia copta y Roma, lo constituyeron los católicos latinos. Algunos años antes, el patriarca copto había entrado en prometedoras negociaciones con los cónsules de Francia y Venecia. Los misioneros habían intentado valerse del renombre y del poder de Su Majestad Cristianísima en la obra de evangelización; pero quienes habían emprendido las negociaciones habían muerto ya, y el cónsul francés de la época del P. Agatángelo era un hombre de vida tan escandalosa, que a su casa se le dio el nombre de «sinagoga de Satanás». Por otra parte, los europeos llevaban en El Cairo una vida tan poco recomendable que, según escribía el P. Agatángelo a sus superiores, ese escándalo público convertía a la Iglesia «en objeto de abominación para lo coptos, los griegos y los otros cristianos, de suerte que será muy difícil que superen su aversión por los latinos». En 1637, fue nombrado un nuevo cónsul francés, mejor que el anterior, pero no por ello cambió la situación. En ese mismo año, el patriarca copto reunió un sínodo para discutir la cuestión de la reconciliacion con Roma, y uno de sus consejeros se opuso a ello alegando expresamente la conducta escandalosa de los católicos en El Cairo: «La Iglesia Romana en nuestro país es un lupanar», exclamó. El P. Agatángelo, que se hallaba presente, no pudo negarlo y se limitó simplemente a advertir que por terribles que fuesen los pecados de los católicos, no alteraban la verdad y santidad profunda de la Iglesia. Después del sínodo, escribió una carta al cardenal prefecto. En ella le explicaba que, desde hacía tres años, había solicitado en vano la autorización de excomulgar públicamente a los católicos de vida más escandalosa y que había hecho cuanto estaba de su mano por la unión: «He clamado, he acusado, he amenazado ... Y mi celo, no sé si razonable o indiscreto, me obliga a exigir que quienes poseen la autoridad hagan uso de ella. Pero son como perros cobardes que no se atreven a morder. Haga Vuestra Eminencia lo que su celo por la gloria de Dios le dicte ... Por el amor de Cristo crucificado y de su bendita Madre, haga algo por remediar este enorme escándalo. Por mi parte, no me considero responsable de él ante Cristo, quien ha de juzgarnos a todos ...» Unos cuantos días después, el P. Agatángelo partió a Abisinia con el P. Casiano.
En 1637, se había proyectado la fundación de una misión capuchina en Etiopía, y el P. Agatángelo y el P. Casiano habían estado en espera de la orden de partir a ella. El P. Casiano estaba destinado desde hacía varios años a Etiopía. Con miras a ello, había aprendido en El Cairo el amharic, que era el principal idioma de Etiopía. Ambos misioneros sabían perfectamente el peligro al que se exponían, debido a los recientes sucesos políticos y religiosos en Abisinia y fraguaron un plan para evitarlo: lo que no sabían era que cierto médico luterano alemán, Pedro Heyling, muy hostil a los católicos, estaba de cidido a perderlos. Así pues, cuando los misioneros llegaron a Dibarua, en las cercanías de Suakin, a principios del verano de 1638, fueron arrestados y conducidos a pie a Gondar.
Al día siguiente de su llegada, comparecieron, encadenados, enlodados y con el hábito desgarrado, ante el rey Basílides y toda la corte. El beato Casiano respondió así a las preguntas del monarca: «Somos religiosos católicos, originarios de Francia. Hemos venido a invitaros a la reconciliación con la Iglesia católica. El patriarca Marcos ha recibido una carta del patriarca de Alejandría y nos conoce bien. Quisiéramos hablar con él». Marcos, el nuevo primado de la Iglesia de Etiopía, había sido amigo del P. Agatángelo en El Cairo. Pero el Dr. Heyling se había encargado ya de cambiarle las ideas, y el primado se negó a recibir a los misioneros. «Es verdad que yo conocí a Agatángelo en Egipto -dijo-, pero es un demonio, un hombre muy peligroso. Después de haber tratado de convertir a los egipcios a su religión, viene ahora a hacer lo propio con nuestro pueblo. No quiero verle y os aconsejo que condenéis a ambos a la horca». Un mahometano fue a discutir el asunto con el primado, pero éste no hizo más que repetir, con mayor violencia, su declaración previa. Basílides se inclinaba a desterrar a los misioneros, pero Heyling, Marcos y la madre del rey, hicieron que la chusma exigiese la pena de muerte. Los misioneros fueron condenados, en vista de que se negaron a abjurar de la fe católica y a abrazar la doctrina monofisita.
Al llegar a los árboles en que los iban a colgar, hubo cierta dilación. El P. Casiano increpó a los verdugos: «¿Qué esperáis? Estamos prontos a morir». Los verdugos respondieron: «Hay que esperar a que lleguen las cuerdas». «¿Acaso no estamos atados con cuerdas?», replicó el misionero. Así pues, los mártires fueron ahorcados con sus propios cíngulos. Antes de que exhalasen el último suspiro, el primado se presentó en el sitio y gritó a la multitud: «Apedread a los enemigos de la fe de Alejandría, si no, quedaréis excomulgados». Inmediatamente la chusma comenzó a apedrear a los mártires. El beato Agatángelo tenía cuarenta años; el beato Casiano, treinta. Se cuenta que los cadáveres brillaron con una luz misteriosa durante tres noches consecutivas. Basílides, aterrorizado, ordenó que se les diese sepultura. Pero unos católicos escondieron los cuerpos y, hasta la fecha ignoramos dónde los depositaron. En 1905, Pío X beatificó a Agatángelo de Vendóme, uno de los más notables misioneros del siglo XVII, y a su fiel compañero, Casiano de Nantes.
Véase Ladislas de Vanne, Deux martyrs capucins (1905); y Antonio de Ponterera, Visa e martirio dei B B. Agatangelo e Cassiano (1904). En el Santoral Franciscano, bajo una larga «vida y martirio», se reproduce un fragmento de la carta del Beato Agatángelo al Cardenal Prefecto de la CongregaciónDe Propaganda Fidei, a la que hace alusió el texto del Butler.