Vicente Soler y Munárriz nació el 4 de abril de 1867 en Malón, Zaragoza. En su juventud ingresa en la Orden de los Agustinos Recoletos, donde profesa el 15 de mayo de 1883 con el nombre de fray Vicente de San Luis Gonzaga. Es enviado a las Islas Filipinas, donde concluye sus estudios y se ordena sacerdote en Manila el 15 de mayo de 1890 y a continuación hace un fecundo apostolado. Apresado como español por los insurgentes contra España, estuvo preso hasta el año 1900, en que quedó libre pudiendo reanudar su apostolado.
En 1906 vuelve a España donde tiene diversos cargos, entre ellos el de asistente de la provincia de Santo Tomás de Villanueva, trabajando intensamente en la predicación de la palabra de Dios y en la formación de los jóvenes religiosos. Prestigiado dentro de la Orden por sus magníficas cualidades y virtudes, fue elegido prior general en 1926, pero apenas habían pasado unos meses presentó la dimisión, movido por una sincera humildad que le hacía sentirse indigno e incapaz de tan alto cargo, y se retiró a Motril donde continuó su apostolado y donde daba un espléndido ejemplo de vida religiosa, teniéndolo los fieles por santo. Dio vida a los talleres de Santa Rita, fundó el Círculo Católico y abrió una escuela nocturna.
Cuando el 25 de julio de 1936 las turbas se apoderaron de Motril y quemaron las iglesias y conventos, el P. Vicente buscó refugio en casa de unos amigos, pero el día 29 fue descubierto, arrestado y llevado a la cárcel. Aquí hizo vida de intensa piedad, entregado por completo a la voluntad de Dios y a la espera del martirio, ejercitando su ministerio sacerdotal a favor de los otros presos. La noche del 14 de agosto lo sacaron con otros dieciocho compañeros de prisión y los llevaron a las tapias del cementerio donde a la una de la madrugada los fusilaron. El P. Vicente estaba el décimo de la fila y fue dando la absolución a sus compañeros conforme iban siendo fusilados. Los demás fueron fusilados de espaldas pero a él se le obligó a volverse de frente a sus verdugos. Fue beatificado el 7 de marzo de 1999 por el papa Juan Pablo II.