Se ha dicho que la reforma benedictina de Cluny fue «la fuerza de mayor alcance internacional del siglo XI». Pero la influencia de la reforma cluniacense no se debió únicamente a la acción de los monjes, sino también a la de los papas. Entre ellos se destaca san Gregorio VII, quien se educó en el monasterio cluniacense de Santa María del Aventino y fue amigo personal de san Odilón y san Hugo. También la influencia del pontificado de Urbano II fue decisiva. Llamado Odo o Elides de Lagery, nació en Chátillon-sur-Marne, en 1042. Estudió en la escuela de Reims, bajo la dirección de san Bruno, el fundador de los cartujos. Tal vez fue él quien le inspiró el amor de la vida religiosa, ya que, tras de haber sido canónigo y archidiácono de Reims, Odo tomó el hábito en el monasterio de Cluny. Más tarde, escribió a su abad, san Hugo: «Os amo particularmente a vos y a los vuestros, porque vosotros me enseñasteis los rudimentos de la vida monástica, y en vuestro monasterio renací yo por la gracia del Espíritu Santo». Odo llegó a ser abad de Cluny. En 1078, fue nombrado cardenal obispo de Ostia y consejero de san Gregorio VII. El sucesor dr Hildebrando, Víctor III, nombró en su lecho de muerte por sucesor suyo al cardenal obispo de Ostia. Aunque tal nombramiento carecía de valor canónico, no dejó de ejercer cierta influencia sobre los cardenales, quienes, el 12 de marzo de 1088, le eligieron papa por aclamación. Odo tomó el nombre de Urbano II y manifestó su intención de proseguir la obra de Gregorio VII. Por entonces, escribió al beato Lanfranco, arzobispo de Canterbury, pidiéndole su apoyo y llamándole «el más noble y fiel de los distinguidos hijos de la Santa Iglesia Romana».
El nuevo papa necesitaba del apoyo de todos. En efecto, los tiempos no eran fáciles. San Pedro Damián escribió un epigrama latino para felicitar a Urbano II y decía, no por mera fórmula: «Pedro está preparando sus redes para echarlas a las aguas profundas». Como Roma estaba en manos del antipapa Guiberto («Clemente III»), Urbano no pudo entrar a la ciudad sino hasta el mes de noviembre y hubo de tomar por la fuerza el palacio de San Pedro. Poco después, el emperador Enrique IV invadió Italia; Urbano II tuvo que salir de Roma y los habitantes de la ciudad dieron nuevamente la bienvenida al antipapa. Urbano se retiró al sur de Italia, donde se esforzó por mejorar la disciplina eclesiástica y por restablecer la paz de la Iglesia. Pero muchos de los partidarios del Pontífice preferían ganar la batalla por las armas, lo cual dificultaba las negociaciones con el emperador, a quien apoyaban los obispos de Alemania. Finalmente, Urbano volvió a Roma en 1093. Como Ios partidarios de Guiberto ocupaban todavía el castillo de Sant'Angelo y Urbano II no quería luchar contra el pueblo romano, se fue a vivir en el palacio fortificado de los Frangipani. Ahí se vio reducido a la mayor pobreza. El abad francés, Godofredo de Vendôme, le socorrió generosamente.
En 1095, se reunió un sínodo en Piacenza, en el que los padres discutieron la validez del matrimonio de dos monarcas. Urbano II promulgó los decretos gregorianos sobre el celibato de los clérigos, la investidura de los laicos, la simonía y abordó, por primera vez, el tema de la Cruzada, a instancias del emperador de Oriente, Alejo I Comneno, quien le había pedido ayuda contra los selyukidas. En el Concilio de Clermont-Ferrand se discutió a fondo la cuestión de la Cruzada, y la idea despertó un entusiasmo inmenso. El proyecto del emperador Alejo Comneno consistía en «pedir ayuda a los bárbaros de Occidente para arrojar a los bárbaros de Oriente». Por otra parte, el proyecto sonreía a más de un prelado occidental, que veía en la cruzada la manera de emplear útilmente las energías y ambiciones de los señores feudales. Aun el pueblo se sentía atraído por la idea de abrir camino a los peregrinos a través de Asia Menor y de rescatar Jerusalén y las iglesias de Asia de manos de los sarracenos.
Así quedó decidido que se formaría un ejército; se concedió una indulgencia plenaria a cuantos se enrolasen en la cruzada por motivos exclusivamente religiosos y sus bienes se declararon inviolables, se impuso la «Tregua de Dios» (la suspensión temporal de hostilidades en las interminables guerras privadas entre los distintos señores) y se aconsejó a los clérigos y a los jóvenes casados que no partiesen a la Cruzada. El elocuente llamado que hizo Urbano II al espíritu religioso y al valor de los francos, despertó un entusiasmo delirante. La multitud respondió con el grito unánime de «¡Dios lo quiere!», y muchos se decidieron a partir en ese mismo momento. Urbano II predicó la cruzada por toda Francia durante nueve meses. Guillermo de Malmesbury describe así los hechos: «El galés abandonó la cacería, el escocés sus pulgas, el danés sus compañeros de parranda y el noruego su pescado podrido. Los campos, las casas y aun las ciudades quedaron desiertos». En la primavera de 1097, se reunieron en Constantinopla los cuatro ejércitos cristianos y en julio de 1099, quince días antes de la muerte de Urbano II, tomaron Jerusalén. Así empezaron las cruzadas. Si se hubiesen emprendido y llevado al cabo con el espíritu del santo Pontífice que las predicó por primera vez, habrían constituido un valor permanente para la causa de la Iglesia y de la cristiandad. Pero, tal como se llevaron a cabo, el bien que hicieron fue efímero, y los efectos de algunos de los males que causaron, se dejan sentir todavía en nuestros días. Aun antes de que partiese el primer ejército, algunas bandadas de entusiastas indisciplinados habían ya manchado la reputación de la cruzada con el pillaje y el asesinato en el valle del Danubio y en Constantinopla, y los turcos habían acabado con ellos sin dificultad. Por otra parte, la conquista de Jerusalén estuvo acompañada por una horrible matanza de judíos y musulmanes.
Antes de volver a Italia, Urbano II redujo al orden a algunos obispos franceses. Además, el rey de Francia, que vivía en adulterio, le prometió que se enmendaría, pero no cumplió su palabra. En mayo de 1097, Enrique IV retornó finalmente a Alemania. Algo más de un año después, el partido del antipapa entregó el castillo de Sant'Angelo, de suerte que Urbano II pudo finalmente establecerse en paz en la Ciudad Eterna. El antipapa se trasladó a Ravena. Para resolver los problemas de la Iglesia y el Estado en el sur, Urbano II nombró al conde Rogelio de Sicilia y a su heredero, legados pontificios en Sicilia. No conocemos exactamente los términos del nombramiento; en todo caso, los sucesores de Rogelio se consideraron, en lo sucesivo, como amos de Sicilia hasta que el Tratado de Letrán de 1929 suprimió sus «derechos» y privilegios. El último acto de importancia del turbulento y fructuoso pontificado de Urbano II fue la realización del Concilio de Bari, que tenía por objeto restablecer la paz entre Roma y Constantinopla. Pero en ese momento, el emperador Alejo Comneno se hallaba demasiado ocupado. Así pues, aunque algunos obispos bizantinos asistieron al Concilio, éste se limitó a resolver los problemas de los prelados italo-griegos del sur de Italia, zanjando la cuestión de la procedencia del Espíritu Santo. El éxito se debió, en gran harte, a la elocuencia de san Anselmo de Canterbury, quien había ido a Italia a informar a Urbano II de los abusos del rey Guillermo el Rojo. El Pontífice le encargó de exponer y defender la doctrina católica en el Concilio de Bari. No se puede hablar de Urbano II, sin hacer alusión a sus relaciones con san Bruno, su antiguo maestro, aunque no poseemos muchos datos sobre ellas. Cuando Odo ascendió al trono pontificio, Bruno llevaba ya dos años en la soledad de la Gran Cartuja. Dos años después, Urbano II le llamó «al servicio de la Sede Apostólica». Se puede suponer, sin riesgo de equivocarse, que Urbano II apreciaba mucho el consejo de san Bruno, pues le retuvo en Italia. San Bruno vivió algún tiempo con el Papa; más tarde, obtuvo permiso de retirarse a una ermita de Calabria, en los dominios del conde Rogelio. Aunque no se mostraba en público, permanecía a la disposición del Papa. Ello constituye un extraordinario ejemplo de obediencia y de la función de los contemplativos en la vida de la Iglesia. Sin duda que san Bruno aconsejó a Urbano II en el delicado asunto de las relaciones de san Roberto con la abadía de Molesmes y con la fundación del Cister. Según un documento pontificio, los monjes del Cister «hacen profesión de observar estrictamente la regla de San Benito», por consiguiente, no conviene obligarlos a volver a una forma de vida que desprecian. También está fuera de duda que la influencia de san Bruno y la formación que el propio Urbano II había recibido en un monasterio, contribuyeron a que el pontífice favoreciera a los monjes y concediera privilegios a los monasterios de todo el mundo.
Urbano reunió un último concilio en Roma después de la Pascua de 1099. Dicho concilio condenó una vez más al antipapa Guiberto. Urbano Il predicó en él la cruzada con tal elocuencia, que el propio hermano de Guiberto se unió a ella. El Papa murió tres meses después. El culto que el pueblo empezó a tributarle desde el día de su muerte fue oficialmente confirmado en 1881. La figura de Urbano II está relacionada con sucesos muy importantes de la historia, en los que desgraciadamente se mezclaron demasiado los príncipes temporales. Lo que sabemos de la vida privada de Urbano II cuadra perfectamente con la actitud valiente pero mesurada que tomó en el ejercicio del pontificado. El santo pontífice fue muy amante de los pobres y muy devoto de Nuestra Señora.
La vida de Urbano II está mezclada con todos los sucesos importantes de la época, de suerte que resulta imposible citar todas las fuentes. En el Liber Pontificalis (Duchesne, vol. II, 293-295), hay una reseña bastante completa del pontificado de Urbano II, escrita por Pedro Guillermo. Naturalmente las crónicas de la época hablan mucho de este Pontífice. En la obra de Mann, The Lives of the Popes in the Middle Ages, vol. VII, pp. 245-346, hay un estudio muy detallado del pontificado de Urbano II. Urbano II prestó grandes servicios a la Iglesia y contribuyó a la solución de los problemas políticos de su época, como lo demuestran Hauck, Kirchengeschichte Deutschlands, vol. III, pp. 858-881, y la Cambridge Medieval History, vol. IV, pp. 87-95. Decreto de confirmación de culto en ASS 14 (1881) pág 217.