Un día se abatió sobre él una terrible prueba. Tomó la decisión de presentarse a San Francisco, no para comentarle su estado de ánimo, sino solamente para ver si la acogida que le reservaba era fraterna y gozosa o no: «Si Fray Francisco me muestra buena cara y me muestra familiaridad como de costumbre, creeré que Dios todavía tiene misericordia de mí; si lo contrario, será signo de que he sido abandonado de Dios». San Francisco, que en ese momento estaba enfermo en el palacio del obispo, iluminado por Dios sobre lo que estaba para suceder, envió a dos de sus compañeros, Fray León y Fray Maseo, al encuentro de Fray Rizziero, y en nombre de San Francisco oyó estas palabras: «Tú eres el más querido de los hermanos para fray Francisco»... Apenas oyó estas palabras, fue como si brillase una nueva luz en un cielo tempestuoso. San Francisco cuando lo tuvo cerca, aunque gravemente enfermo, lo abrazó tiernamente y le dijo: «Hijito mío carísimo, Fray Rizziero, entre todos los hermanos que hay en el mundo te amo de una manera singular». Le hizo la señal de la cruz en la frente y lo besó, diciéndole: «Hijito carísimo, esta tentación ha sido permitida por Dios para gran mérito y premio para ti». Rizziero se sintió libre, como quien se quita de sus espaldas un gran peso.
Los últimos años de su vida los pasó en Muccia, en el eremitorio situado en las faldas de los Apeninos, junto a la pequeña iglesia de Santiago Apóstol. Murió el 7 de febrero de 1236 y fue sepultado en esa misma iglesita. Aprobó su culto Gregorio XVI el 14 de diciembre de 1838.