Pedro María Ramírez Ramos nació el 23 de octubre de 1899 en el municipio de La Plata (Huila), Colombia. Sus padres eran Ramón Ramírez e Isabel Ramos. Estudió la escuela primaria en su pueblo, e ingresó para la secundaria en el Seminario Menor San Luis Gonzaga de Elías (Huila).
Terminado este período de estudio juvenil ingresó al seminario de María Inmaculada en Garzón el 4 de octubre de 1915, donde recibió las órdenes menores en 1917. Por dudas vocacionales se retiró del seminario en 1920, pero ocho años más tarde regresó al seminario, esta vez en Ibagué (Tolima). En 1931 es ordenado sacerdote. Fue párroco de Chaparral, en 1931, luego de Cunday, en 1934, de Fresno, en 1943, y finalmente hacia 1948 en Armero, donde dio su testimonio cruento por Cristo.
He aquí el artículo del periodista Mariano Ospina Andrade, para el Periódico Shalom, acerca del martirio del beato:
El 9 de abril de 1948, cuando en Armero se supo la noticia de la muerte de Jorge Eliecer Gaitán, acaecida en Bogotá, de inmediato las turbas revolucionarias atacaron la casa cural y la iglesia. El padre Pedro María Ramírez Ramos, se encontraba en la capilla del Colegio, junto a las religiosas y algunas personas más de la feligresía, rezando el Santo Rosario. Ya casi terminaban las oraciones, cuando se escucharon en la parte externa unos estruendos, frente a la casa cural. Era un grupo de revoltosos que lanzaban piedras, contra puertas y ventanas y por el otro costado, atacaban el templo parroquial. El padre, entró al despacho, clasificó los papeles, algunos sin mayor importancia los quemó y con otros, organizó un paquete, que posteriormente le entregó a la Superiora del Colegio, a quien le dijo: “Si yo desaparezco, Vuestra Reverencia pondrá personalmente este paquete en manos del Señor Obispo.” En la tarde la turba había ingresado a la casa cural, porque con hachas y machetes lograron destruir puertas y ventanas, y acababan con cuadros y enseres de la casa “como si esas cosas tuvieran la culpa de lo acontecido en Bogotá”.
Hubo un pequeño receso en el ataque, pero volvió a recrudecer después de las 5 de la tarde. La mayoría de los atacantes estaban borrachos y envalentonados, lanzando imprecaciones, insultos y blasfemias, con palabras soeces contra el sacerdote, se tomaron la casa cural y rompieron la puerta que comunicaba con el Colegio. Al encontrarse con las religiosas, les exigen que entreguen las armas que allí ocultan. Con ese pretexto, invaden hasta las alcobas y no encuentran nada. El padre se encuentra en la Capilla, haciendo oración frente al Santísimo. Uno de los revoltosos llega frente a la puerta cerrada y pregunta: ¿Quién hay dentro? Responde la Superiora: “El Santísimo y el señor Cura que está en oración.” Mandan abrir la puerta. La Madre entreabre la puerta, pero exigiendo la promesa de no hacer nada al Padre y de respetar el Santísimo. Al ver al Padre, que permanecía inmóvil y calmado junto al altar, uno de los más desalmados calza su revólver y pretende hacer blanco en el sacerdote. La Superiora le pone un Crucifijo al pecho, suplicándole: “Por Dios, hijo mío, tú estás ebrio y no sabes lo que haces, no cometas ese crimen, por amor a Cristo, no lo hagas.” El bandido se desconcierta y dice: “Más bien no entro”. Otro de los asaltantes dice a quien pretendía matar al padre: “Yo soy tan liberal como usted, pero sé respetar” y entró. El Padre al verlo entrar le dijo muy sereno: “Ahí, respete, le señaló el Sagrario, arréglese conmigo”. El intruso le dijo que solo quería buscar las armas. El Padre le mostró la Capilla y no había nada de lo que buscaba. Al salir, llegaba el Alcalde. El Padre y las Religiosas, le pidieron que hiciera algo para defenderlos y él les contestó que no podía hacer nada, porque esa gente estaba loca.
La mayor preocupación del Padre Pedro María Ramírez, era que profanaran el templo y los objetos sagrados. Llegó al templo y pidió a varias personas que ayudaran a llevar objetos para la casa de las Hermanas para que las guardaran. Un hombre que con un machete dibujaba una cruz en el aire le dijo: “Por esta cruz, que en estos días lo mato”. La casa cural quedó llena de escombros, pero el padre mantenía la serenidad. Comentó con las Hermanas: “Estoy preparado para morir, hasta recién confesado, porque lo hice estos días en El Líbano, no temo la muerte, todo lo tengo arreglado.” Aquella noche debió de haber dormido muy poco, en medio de ruinas.
Al amanecer del sábado 10 de abril, celebró la Misa muy temprano en la Capilla de las Hermanas. Pareciera que presintiera que esa era su última Eucaristía. Desayunó a las 7:30 algo muy rápido y liviano. Le preocupaba si había heridos y en qué estado estaban. Le contaron que en la cárcel había un herido y él se fue a atenderlo, pero este no quiso confesarse. De regreso se encontró con el Alcalde, quien le rogó que no fuera hasta la casa cural, ni al templo, pero el padre le contestó: “Yo no dejo solo a Jesús Sacramentado y a las Madres” En las calles la gente gritaba a su paso: ¡Metan al cura a la cárcel! ¡Abajo los curas!
Cuando llegó al Colegio, planeó con el sacristán una vía de escape, para que en caso de emergencia las monjitas salieran por ahí. La Superiora le dijo: “Padre, vuestra Reverencia debe ser el primero en huir”. Respondió de inmediato: “De ninguna manera, yo no huyo, cuantas veces entro ahí en la capilla y consulto a mi Amito, Él me dice que permanezca aquí. Usted Madre, sí debe tomar las medidas necesarias.”. En el patio escuchó una noticia por el parlante de la plaza. Entró pidió roquete y estola, que las hermanas se reunieran todas y comenzó a repartirles las hostias consagradas y él mismo tomaba. Dejó solamente una y advirtió que en caso de peligro de profanación, cualquiera podía consumirla. En la tarde pidió papel y lápiz y escribió su testamento: “De mi parte deseo morir por Cristo y su fe. Al Excelentísimo Señor Obispo mi inmensa gratitud, porque sin merecerlo me hizo Ministro del Altísimo, Sacerdote de Dios y cura párroco hoy del pueblo de Armero, por quien quiero derramar mi sangre. Especiales menciones para mi orientador el santo padre Dávila. A mis familiares, que voy a la cabeza para que sigan el ejemplo de morir por Cristo, con especial cariño los miraré desde el cielo. Profundamente agradecido con las Madres Eucarísticas, desde el cielo velaré por ellas, sobre todo por la Madre Miguelina. En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. Armero, 10 de abril de 1948. Pedro María Ramírez Ramos, Pbro.”
A las cuatro y algunos minutos de ese día, se escuchó una explosión en la iglesia. Las gentes ingresan desordenadamente en tremenda algarabía. El Padre entra rápido y consume la única hostia que había quedado en la mañana. Las Religiosas saltan por un tejado a la casa vecina, el Padre les ayuda. Luego se arrodilla, extiende los brazos en cruz y ora con profundo recogimiento. En el tejado aparece Camilo Leal Bocanegra, apodado Manoñeque. El padre comprende que si baja, corren peligro las monjas y el le grita: “No bajes hermano, yo subo.” Manoñeque conduce al padre hasta la plaza. El padre se detiene, se quita el roquete y la estola y los entrega a una señora para que esos ornamentos no sean profanados. Al llegar a la plaza Manoñeque grita: “Aquí les traigo al Cura Sebastián” Un bandido se lanza con un revolver en la mano, pero este le dice: “No, así no”. La multitud lanza sobre él puñetazos, palos y golpes con los planos de los machetes. Se escucha un grito: “No mas planazos, denle por el filo.” Sin esperar una segunda orden uno de los asesinos descarga su machete sobre la cabeza del Mártir. Cae éste al suelo, pero con supremo esfuerzo se arrodilla y limpiándose con la mano la sangre que le cubre el rostro. Las últimas palabras que pronunciaron sus labios acostumbrados a perdonar y a bendecir, fueron: “¡Padre, perdónalos! ¡Todo por Cristo!"
Información y artículo en el sitio de la diócesis de Garzón: www.diocesisgarzon.com