Don Mario Ciceri nació el 8 de septiembre de 1900 en Veduggio, un pequeño pueblo de la provincia de Milán, el cuarto de los seis hijos de Luigi Ciceri y Colomba Vimercati. Dentro de su familia, que incluía también a los trece hijos de su tío paterno, fue educado por su madre, muy activa y muy piadosa, en el amor, la entrega al prójimo, el trabajo, el espíritu de sencillez y la oración.
En mayo de 1908 Mario recibió el sacramento de la Confirmación y en mayo de 1910 la Primera Comunión. A la edad de ocho años manifestó al párroco su deseo de ser sacerdote; la familia, a pesar de las limitaciones financieras, estuvo de acuerdo de buena gana. Animado por la firme voluntad de seguir su vocación, con su compromiso mereció diversas becas y facilidades que le permitieron continuar la escuela y luego permanecer en el seminario. Realizó estudios en el Colegio Gervasoni de Valnegra (Bérgamo) y en 1912 tomó el hábito clerical e ingresó en el seminario menor de S. Pietro in Seveso.
Durante los años de formación y estudio tuvo una conducta ejemplar: serio, comprometido, disponible, activo, dejó un recuerdo penetrante y afectuoso en sus superiores y en sus compañeros. Al inicio del segundo bachillerato, en octubre de 1918, se traslada al Colegio Rotondi de Gorla Minore, donde ocupó el cargo de Prefecto de los colegiados; luego asistió a los años de teología en el Seminario Mayor, ubicado en ese momento en Milán, no lejos del Duomo. Fue ordenado sacerdote el 14 de junio de 1924 en la Catedral de Milán.
El mismo año fue nombrado coadjutor de la parroquia de S. Antonino Martire en Brentana di Sulbiate, donde desempeñó durante muchos años un generoso y fecundo servicio pastoral.
Su espiritualidad estaba enraizada en una fe sencilla y robusta, que se nutría constantemente en las fuentes de la Eucaristía y la oración. Muy devoto de la Virgen María, Don Mario rezaba diariamente el Rosario y promovía la construcción de la gruta de Nuestra Señora de Lourdes en el oratorio de Brentana: a ella encomendaba los casos enfermos y desesperados de la parroquia y enseñaba a los jóvenes a confiar en la intercesión de la Madre celestial.
Cuidó mucho la oratoria y trabajó profundamente con los jóvenes. Revivió la oratoria festiva y entre semana, reordenando y enriqueciendo sus estructuras; instituyó la Misa del alumno, que celebraba todas las mañanas antes del comienzo de las clases; reunió cuatro compañías teatrales y cursos de música y canto que siguió personalmente como compositor discreto y buen organista. Cuidaba de sus jóvenes sobre todo desde el punto de vista espiritual, organizando para ellos encuentros y ejercicios para orientarlos hacia una opción madura y consciente de vida cristiana. Nunca dejó piedra sin remover para acercarse a los jóvenes que se desviaban de la fe, sin obligar, sin embargo, a nadie a acercarse a la Iglesia sin convicción o sin voluntad. Durante la guerra mantuvo contacto con sus jóvenes que luchaban en el frente, tanto con cartas como con el pequeño periódico «Voce amica», que él mismo fundó. Los jóvenes constituían el campo privilegiado de su acción; trabajó para formar conciencias rectas y fuertes y favoreció el nacimiento de numerosas vocaciones al sacerdocio.
Don Ciceri se distinguió por su caridad hacia el prójimo: los enfermos ocuparon un lugar privilegiado en su apostolado; los visitaba a menudo llevándoles no sólo el consuelo de la fe, sino también ayuda económica y, si era necesario, pasaba noches enteras junto a su lecho. Amaba a los pobres, por quienes estaba dispuesto a despojarse de sí mismo y de su casa, pero siempre en absoluta reserva y silencio. Los presos eran también objeto de su preocupación fraterna. Bajo su grave riesgo, rescató a soldados, rezagados y víctimas de la guerra que, a través de él, pudieron encontrar refugio en escondites seguros.
El 9 de febrero de 1945, cuando volvía en bicicleta a su parroquia desde Verderio, donde había ido a confesarse, fue atropellado por un carro cuyo conductor no se detuvo a auxiliarlo. Fue encontrado horas después en estado muy grave; hospitalizado en el hospital de Vimercate, soportó en paz dos meses de sufrimiento y tratamiento que resultaron vanos.
El beato murió el 4 de abril de 1945, ofreciendo su vida por el fin de la guerra, por el regreso de los soldados y por la conversión de los pecadores. El funeral tuvo lugar el 7 de abril en la parroquia de Brentana con la participación de una multitud muy numerosa también de los pueblos vecinos: eran personas que experimentaban diariamente su celo pastoral, su caridad discreta, su espíritu de sacrificio; eran sobre todo los jóvenes de la parroquia y del oratorio, de los que había sido maestro y amigo. Actualmente se conservan y veneran en la iglesia parroquial sus restos mortales.
Traducción de la hagiografía leída en la ceremonia de la beatificación. Hay material literario (en italiano) -incluyendo escaneos de Voce Amica- en el web dedicado a su figura por la Asociación Don Mario Ciceri.