Julián Nakaura Jingoró, sacerdote jesuita, había sido uno de los niños enviados a Roma en 1582, de parte de los «daimyós» cristianos. Es una figura japonesa, símbolo del intercambio cultural entre Oriente y Occidente. Se dedicó a la evangelización en medio de grandes peligros, como misionero oculto, durante muchos años. Le llevaron a la colina Nishizaka, con las manos atadas a la espalda y en compañía de un grupo de misioneros jesuitas y dominicos. Murió en el tormento de la fosa (18-21 de octubre de 1633), confesando su fe, diciendo: «Este gran dolor, por amor de Dios». Puesto que el gobierno japonés quería publicidad para estas ejecuciones, para infundir miedo, son muchos los testigos de su martirio.
Extractado del artículo de L'Osservatore Romano del 28 de noviembre de 2008, por Mons. Juan Esquerda Bifet, que se cita en la noticia del grupo.