Numerosos mártires del primer siglo morían pidiendo por quienes los mataban. Y así ha hecho en el siglo XX él, héroe de dieciocho años. Había nacido en la actual República Democrática del Congo, que en su época estaba bajo la soberanía del rey Leopoldo II de Bélgica a título personal: una suerte de propiedad suya, que se convirtió luego en colonia, con el nombre de Congo Belga. El año de nacimiento de Isidoro no es seguro, pero sí lo es el de bautismo: este joven de la tribu Boangi, instruido en la fe por los misioneros, se convirtió en cristiano en 1906, aproximadamente a los dieciocho años.
Hace camino en el trabajo, se convierte en auxiliar doméstico, y lo contrata como tal el agente de una sociedad propietaria de grandes plantaciones de caucho: un belga, como su sociedad, como casi todos los otros empresarios del Congo; al igual que los dos misioneros que han convertido a Isidoro: trapenses de la abadía de Westmalle, cercano a Anversa. Pero a este propietario las conversiones no le van: los negros deben trabajar, quien reza pierde tiempo. Hay otros, como ocurre en las grandes sociedades, contrarios al cristianismo por razones ideológicas, pero también porque ven en el vínculo de fe entre los congoleses y los misioneros un peligro para los plenos poderes de la sociedad sobre la mano de obra negra.
Isidoro no resite, desea volver a casa, pero le está prohibido. Le ordenan incluso tirar el escapulario de la Virgen del Carmen que lleva al cuello, señal de su fe. Él rechaza la orden, y así comienzan dos sucesivas flagelaciones que le provocan heridas incurables. Así maltrecho, lo llevan a otra aldea, para que no lo vea el inspector, que igual lo encuentra «con la espalda surcada de llagas purulentas y fétidas, cubiertas de suciedad, asaltadas por las moscas.» Decide llevarlo consigo y curarlo, pero Isidoro siente venir la muerte y dice a un amigo: «si ves a mi madre, si vas al juez, si encuentras un sacerdote, dile que me estoy muriendo». Llegan los misioneros y él cuenta los hechos: lo exhortan a perdonar a su torturador, y él responde: «cuando esté en el cielo, rezaré mucho por él.»
Flagelación mortal y agonía larguísima: seis meses. Una atroz descomposición de la carne viva. Isidoro Bakanja se ha hecho poner nuevamente al cuello el escapulario y aprieta en una mano la corona del Rosario: que todos los vean morir profesando la fe. Que todos los sepan, negros y blancos. SS. Juan Pablo II lo proclamó beato en 1996.
Traducido para ETF de un artículo de Domenico Agasso en Enciclopedia dei Santi, que tomamos de Santi e beati.