Benito, hijo de Livio Odescalchi y de Paula Castelli, nobles y ricos ciudadanos de Como, Italia, nació el 19 de mayo de 1611. Después de haber hecho sus estudios en el colegio de los jesuitas de su ciudad natal, vivió algún tiempo con sus primos, que eran banqueros en Génova. En 1636, fue a Roma, en donde estudió derecho en la Sapiencia y después pasó a Nápoles para recibir su doctorado. Fue miembro de las cofradías marianas y allí aprendió a amar la pureza y la práctica de la caridad. Benito Odescalchi llevó siempre una vida profundamente cristiana; pero no fue sino hasta 1640 cuando decidió entrar en religión.
Urbano VIII lo nombró, muy pronto, protonotario apostólico, y fue admitido en el Colegio apostólico para hacerse cargo de la administración de los Estados Pontificios. Fue abogado fiscal en Fermo y, en 1644, gobernador de Macerata. Aunque sus funciones se dificultaron durante algunos años debido a las penurias que la escasez causaba entre el pueblo, logró ganarse la simpatía y la confianza de sus administrados. Es verdad que no se contentaba con dar órdenes, sino que velaba para que se pusieran en práctica, realizaba una labor muy considerable y se valía de sus bienes personales para combatir la miseria. Dejó el Colegio apostólico el 16 de marzo de 1645, cuando fue creado cardenal-diácono titular de la iglesia de los Santos Cosme y Damián, que después cambió el nombre por el de San Onofre. Para conformarse a las reglas canónicas, recibió las órdenes menores, el subdiaconado y el diaconado. Fue nombrado legado de Ferrara.
En 1650 pasó al obispado de Novara. Recibió la ordenación sacerdotal el 20 de noviembre de 1650 y la consagración episcopal el 19 de enero de 1651. Después de retirarse durante algún tiempo en su ciudad natal, tomó posesión efectiva de su sede, en febrero de 1652. En 1656, regresó a Roma, en donde vivió hasta que fue elegido Soberano Pontífice. Inocencio X (1644-1655), lo elevó al cardenalato. El cardenal Odescalchi tomó parte en tres cónclaves para la elección de los Papas Alejandro VII (1655- 1667), Clemente IX (1667-1669) y Clemente X (1670-1676). Durante el cónclave que siguió a la muerte de Clemente X (22 de julio 1676), los cardenales, fuertemente influenciados por los poderosos príncipes, dudaban entre Altieri, sobrino de Clemente X, el hispanófilo Neidhart y Odescalchi. Cuando Luis XIV aceptó la candidatura de este último, fue elegido Papa, el 21 de septiembre de 1676, después de un cónclave de dos meses.
Si algunos creyeron que iban a elegir a un papa de compromiso, se desengañaron de ello antes del último escrutinio. Pues, durante la noche precedente, el cardenal Odescalchi declaró a sus compañeros que él no aceptaría el cargo que le proponían, a menos que todos firmasen inmediatamente el programa de reformas que él había preparado. Frecuentemente, los papas habían prohibido los acuerdos durante los cónclaves, por temor a dar con ello excesivo poder a los electores; si Inocencio X violó la letra de la ley, observó el espíritu, porque, lejos de prestarse a tolerar los abusos, reivindicó para sí el derecho de suprimirlos. Su programa no se quedó en un simple testimonio de su buena voluntad, ya que Inocencio XI se dedicó a ponerlo en práctica durante todo su pontificado.
Para todos aquellos que lo conocieron y aun para sus opositores, Inocencio XI fue un Papa muy piadoso, virtuoso, austero, amante de la pobreza, enemigo del lujo, tal vez demasiado serio. Su mala salud, que se quebrantó cada vez más, lo obligó a guardar cama desde 1682, reforzándose así las líneas de su carácter. Sabía tomar consejo, lo que sus adversarios achacaban a un carácter influenciable. Pero cuando Inocencio XI tomaba una decisión para bien de la Iglesia, no había riada que lo hiciera retroceder. Se le reprochó no haber sido un gran teólogo, lo cual se comprende suficientemente si se considera que, antes de llegar a papa, había sido más un administrador que un pensador. Pero aun en este punto no hay que exagerar las cosas. Si los actos más sobresalientes del pontificado de Inocencio XI fueron provocados por el anhelo de administrar la Iglesia, de defenderla y de reformarla, su actuación en contra de teorías sospechosas, menos brillante y, por lo tanto, menos sobresaliente, fue también de importancia profunda y duradera. Inocencio XI fue abierto enemigo del nepotismo, práctica muy en boga, pero que tenía el inconveniente de dar grandes responsabilidades a los incapaces. Declaró que no tenía familia, ni casa. Quiso publicar una bula para prohibir el nepotismo y, si renunció a ello por oposición de los cardenales y los gobernantes de entonces, obtuvo más al poner un buen ejemplo, puesto que así dio el tiro de gracia a ese antiguo abuso.
Su larga experiencia en el Colegio apostólico le sugirió medidas oportunas para restablecer la economía de la Iglesia. Empezó por reducir los gastos de la Corte Pontificia, mediante la supresión de las suntuosidades, la reducción de los cargos y los empleos y el pago de las deudas. Revisó el sistema de impuestos y lo aplicó severamente. El Papa tuvo cuidado de que no se perjudicara a los pobres y que se exigiera estrictamente a los ricos. Para asegurar un nivel de vida suficiente para todos, se interesó en el mejoramiento de las tierras, en la vigilancia de los precios, en la reglamentación de los empleos y en el combate contra los usureros. Esta política dio sus frutos: logró formar un capital, que le fue muy útil para socorrer a los pobres en tiempos de penuria y para hacer la guerra contra los turcos.
Su atención se enfocó todavía más hacia la moralidad de la enseñanza religiosa. Impuso a las mujeres la modestia en sus vestidos, reglamentó el funcionamiento de los teatros, combatió el juego y consiguió que las autoridades prohibiesen las festividades del carnaval durante un año de mucha escasez. Tuvo gran cuidado en la elección de los beneficiarios y les recordaba sus deberes de residencia. Declaró que prefería tener menos sacerdotes, pero que fueran mejores. Procuró que enseñaran el Evangelio de una manera clara y práctica, que visitaran a los enfermos, que catequizaran a los niños. A los religiosos de Roma les impuso la obligación de que permanecieran en sus conventos. Se ocupó de la reforma de los dominicos de Toscana y Lombardía, y de las cistercienses de Polonia. Aprobó dos nuevas congregaciones y, en 1686, la regla de la Tercera Orden Franciscana. En sus propios Estados el Papa podía acallar fácilmente las oposiciones, pero no era lo mismo cuando se trataba de aplicar las reglas canónicas contra la voluntad de príncipes autoritarios y poderosos.
Por una declaración del 10 de febrero de 1673, confirmada por otra del 2 de abril de 1675, Luis XIV extendió los privilegios temporales que concedían al rey la potestad de nombrar los obispos para las sedes vacantes en las diócesis del mediodía que habían sido exceptuadas hasta entonces. Además, se adjudicó la regalía espiritual, es decir, el derecho de nombrar a las abadesas de los monasterios y a los titulares de los beneficios sin cargo de almas, cuando estaban vacantes las sedes episcopales. Las decisiones del rey tenían efectos retroactivos, de manera que los obispos con sede tenían que solicitar la autorización de la regalía para sus diócesis. El conjunto del clero francés se sometía, por convicción o por timidez. Solamente dos obispos se negaron a solicitar la autorización : Pavillon d'Alet y Caulet de Pamiers. Lejos de buscar un acuerdo con ellos, el rey empezó a nombrar a los beneficiarios, como si las diócesis estuvieran vacantes. Pavillon y Caulet excomulgaron a los intrusos y apelaron al Papa. En febrero de 1677, Inocencio XI les envió una aprobación que causó no poca conmoción en Francia. Los consejeros eclesiásticos del rey, como el arzobispo de París, Harlay y el confesor del rey, el padre La Chaise, jesuita, estaban convencidos de que el Papa acabaría por ceder, si reconocía que el rey obraba de buena fe y que empleaba su poder en bien de la Iglesia. Pero Inocencio XI razonaba de manera diferente. En enero de 1678, instituyó una comisión especial para estudiar el asunto de las regalías y, el 12 de mayo de 1678, en un breve de tono moderado culpaba a Luis XIV. Cuando el arzobispo de Toulouse, metropolitano del obispo Caulet, rindió un juicio favorable al rey, Inocencio XI cambió la sentencia en un breve del 21 de septiembre de 1678. Al mismo tiempo, escribió a Luis XIV, no para confundirlo, sino para recordarle, como a hijo muy querido, que de nada servía al hombre ganar todo el mundo, si era con detrimento de su alma. Esta carta no causó efecto: Luis XIV embargó los bienes temporales de Caulet. El Papa no se apresuró a reaccionar, pero en diciembre de 1679, un nuevo breve amenazó al rey con sanciones si no llegaba a un acuerdo.
En agosto de 1680, dos sucesos vinieron a agravar la lucha: Luis XIV nombró superior de los cistercienses de Charonne, a un agustino, sin preocuparse poco ni mucho de las opiniones de los monjes y también nombró a una persona de su devoción, como vicario capitular de la diócesis de Pamiers, cuando quedó vacante la sede por la muerte del obispo Caulet, a pesar de que el capítulo de Pamiers, usando su derecho, había elegido ya a su candidato. Inocencio XI declaró culpable al rey, a lo que el parlamento francés respondió con la expulsión de los religiosos y con la condena a muerte del vicario capitular elegido en Pamiers, sentencia que no fue ejecutada. Todo ello no bastó al rey, sino que, para convencerse de que tenía plenamente la razón, convocó a una asamblea del clero, con miembros nombrados por él. Bossuet, tratando de obedecer al rey, sin desconocer los derechos del papa, acabó por redactar los famosos Quatre Articles que fueron votados el 19 de marzo de 1682. El primero afirmaba la independencia del rey en lo temporal, el segundo y el cuarto reivindicaban la superioridad del concilio sobre el Papa, el tercero incluía el mantenimiento de las costumbres de la Iglesia galicana. Todo ello era muy vago y susceptible de interpretaciones diversas; las costumbres galicanas no tenía el mismo sentido para los obispos que regateaban su obediencia al papa o para los parlamentarios que usurpaban el derecho de los obispos, a pesar de sus protestas. La asamblea aprobó las regalías temporales y aconsejaba al rey que renunciara a su regalía espiritual.
Inocencio XI respondió a estas decisiones con el breve del 11 de abril de 1682, en el que rechazó las regalías, sin atacar directamente los cuatro artículos, porque el papa hubiera preferido a un golpe de autoridad directo contra ellos, una refutación teológica, llevada a cabo por los españoles. Tal refutación no se hizo. El papa reaccionó eficazmente sobre otro terreno. Luis XIV pretendía recompensar la docilidad de los eclesiásticos de segundo orden, dándoles obispados. Inocencio XI consideró indignos a todos aquellos que habían suscrito los cuatro artículos y se negó a concederles la investidura canónica; en 1688, treinta y cinco obispos se encontraban sin titular. Sin embargo, las relaciones entre Francia y la Santa Sede subsistían. Inocencio XI no dejaba de enviar felicitaciones o condolencias según los sucesos que ocurrían en la familia real. Pasando sobre el asunto de las regalías, Inocencio XI tenía la esperanza de hacer entrar a Luis XIV en una gran coalición de naciones cristianas contra los turcos. El imperio otomano dominaba a Europa central. Siempre se podía temer una nueva invasión, que acabaría con los Estados de los Augsburgo e irrumpiría sobre Italia. Inocencio tenía el proyecto grandioso de formar una Liga Santa en la que entraran, con los Estados católicos de Occidente y el oriental de Polonia, los príncipes georgianos, el zar de Moscú y los persas. Faltaba el dinero. Inocencio XI podía proporcionarlo gracias a las reservas que había hecho desde los principios de su pontificado. Más graves aún eran los conflictos entre los príncipes cristianos. La rivalidad de Luis XIV y los Augsburgo tenía repercusiones en toda Europa. En Polonia, la Dieta no era favorable a una alianza con el emperador. Inocencio XI se esforzó por modificar esta política y su perseverancia fue recompensada por el acuerdo entre Leopoldo I y Juan Sobieski, concluido muy a tiempo. Una fuerte armada turca había llegado a poner sitio a la ciudad de Viena, que debió su salvación a Juan Sobieski, el 12 de septiembre de 1683. En reconocimiento, Inocencio XI instituyó la fiesta del Santo Nombre de María. Aquella victoria marcó el principio de la declinación del poder otomano en Europa. Inocencio XI quiso explotar el suceso recalcando la idea de la Liga Santa. Tuvo éxito en convencer a la República de Venecia, pero no a Luis XIV.
El rey de Francia se convertía paulatinamente en protector de la religión católica, sin pensar evidentemente en ponerse al servicio del papa, ni en pedirle consejo, ni aun en esbozar el menor gesto de reconciliación. Prefería atacar por su cuenta a los herejes. El 14 de octubre de 1685, revocó el edicto de Nantes, y los protestantes franceses quedaron de nuevo privados de libertad. Inocencio XI acogió la noticia sin gran entusiasmo. No podía, por supuesto, desaprobar una medida que, en la mentalidad de aquellos tiempos, parecía normal. Ordenó pues, que se cantara un Te Deum de acción de gracias, pero manifestó sus dudas ante las conversiones obtenidas por la fuerza. Lejos de creerse obligado a rendir algún reconocimiento al rey, hizo cardenal al obispo de Grénoble, Mons. Le Camus, que había caído en desgracia de Luis XIV por haber desaprobado la persecución violenta contra los hugonotes. Llegado a ser rey de Inglaterra a la muerte de su hermano Carlos II (6 de febrero, 1685), Jacobo II, convertido al catolicismo, recibió al mismo tiempo los consejos contradictorios de Inocencio XI y de Luis XIV. Este último era partidario de la fuerza, en tanto que el Papa, por su intermediario Jerónimo de Adda, recomendaba la prudencia y la tolerancia. Jacobo II escuchó a Luis XIV. Tres años más tarde, los lores ingleses llamaron a Guillermo de Orange, yerno de Jacobo II, quien se apoderó del trono en enero de 1689. Inocencio XI tuvo que presenciar, con gran dolor suyo, esta ofensiva protestante que había de pesar grandemente durante más de un siglo sobre los católicos de las Islas Británicas.
Tan mal vistos como los protestantes por Luis XIV y por su confesor, el padre La Chaise S.J., los jansenistas gozaron sin embargo, de relativa paz durante el pontificado de Inocencio XI, debido a la lucha entre el papa y el rey. Los jansenistas se valían del prestigio de los obispos Pavillon y Caulel, reputados jansenistas pero aliados del papa en el asunto de las regalías. Por otra parte, recibieron cierta desaprobación cuando, el 2 de marzo de 1679, Inocencio XI condenó 65 proposiciones laxistas, de las cuales ellos habían sido los propulsores. Pero si por el encadenamiento de las circunstancias Inocencio XI mostró una cierta inclinación favorable hacia los jansenistas, estuvo tan lejos de aceptar su doctrina que, bajo su pontificado, la Congregación Conciliar autorizó la comunión frecuente y aun diaria. Tal vez más que los jansenistas, los quietistas pudieron beneficiarse con el favor de Inocencio XI. Como cardenal, había aprobado la Guide spiritualle de Miguel Molinos. Como Papa, pensó en hacer cardenal al autor. Los quietistas le eran simpáticos por su amor a Dios y su celo por la dirección de las almas. Desconfiaba de sus enemigos que, por miedo al exceso del misticismo, llegaron hasta combatir toda mística. Años más tarde, en torno de Molinos y de sus discípulos se empezaron a alborotar los ánimos. En 1685, Molinos fue hecho prisionero y comenzó su proceso. Luis XIV se inclinaba por la condenación, en tanto que el papa hizo cardenales a tres amigos de éste, sospechosos de herejía. El Santo Oficio reunió pruebas abrumadoras contra Molinos, quien guardó, en la práctica, la prudencia que había desplegado en sus escritos. El 28 de agosto de 1687, el Santo Oficio condenó 68 proposiciones de Molinos y fue condenado a prisión perpetua. La represión se extendió a sus amigos y a ciertos libros de piedad, de los cuales unos, aunque muy antiguos, tenían ya tendencias quietistas.
Luis XIV combatía a los herejes con encarnizamiento, Inocencio XI parecía favorecerlos. La política del rey no resolvió ningún problema, sólo endureció las posiciones y preparó las revoluciones futuras. Otros sucesos mucho menos graves por sus consecuencias, contribuyeron a mantener la tensión entre el papa y el rey. El cuartel de los embajadores en Roma gozaba de franquicias tales, que la policía pontificia no podía penetrar en él. Esto aseguraba a los malhechores y a todos aquellos que tenían cuentas pendientes con la justicia, un asilo perfectamente seguro. Desde el principio de su pontificado, Inocencio XI se ocupó de esta cuestión en su programa de reformas impuestas a la ciudad de Roma. En 1679, Venecia y, después, España aceptaron una revisión en la situación de sus embajadas, pero como era de esperarse, Luis XIV no quiso renunciar a ninguno de los privilegios exhorbitantes de que gozaban sus embajadores, sin pensar que él ciertamente no hubiera tolerado semejante estado de cosas en favor de los embajadores acreditados de la Santa Sede. Por una Bula del 30 de mayo de 1687, Inocencio XI suprimió el derecho de asilo. Lejos de buscar a un embajador conciliador, Luis XIV nombró al marqués de Lavardin quien, después de una entrada escandalosa en Roma, el 16 de noviembre de 1687, multiplicó a cada paso las provocaciones. El papa consideró como excomulgado al embajador, al rey y a sus ministros. En estas condiciones, Luis XIV podía estar seguro de que no iba a encontrar en Roma la ayuda para realizar sus combinaciones políticas. Luis XIV esperaba que a la muerte del viejo arzobispo de Colonia, en junio de 1688, el Papa se prestaría a un acuerdo y favorecería al candidato del rey. Inocencio XI ignoró voluntariamente esta intriga y acordó una dispensa de edad al candidato del emperador. Decepcionado, Luis XIV hizo ocupar Aviñón y pidió la convocación de un concilio general. Acusaba a Inocencio XI, no sólo de ambición temporal, sino que también le reprochaba sostener las herejías jansenista y quietista. El nuncio Ranuzzi fue hecho prisionero en Saint-Omer, y Lavardin fue retirado de Roma.
La situación aparecía como inextrincable, puesto que ni el Papa ni el rey querían ceder. No es exageración decir que el clero francés pudo haber caído en la herejía. Seguro de que su derecho y su deber eran la defensa de la libertad. La paz entre Francia y la Santa Sede fue obra de los sucesores. También ellos tuvieron que sostener luchas por la libertad de la Iglesia, pero supieron aprovechar el buen ejemplo de firmeza que les dejó el gran Papa del siglo XVII. Inocencio XI fue sepultado en San Pedro en un monumento grandioso, obra de Monnot. Gozó de una reputación de santidad tal, que su causa fue introducida el 23 de junio de 1714, todavía en vida de Luis XIV. Su causa progresó lentamente hasta el pontificado de Benedicto XIV (1740-1758) cuando se detuvo. Se reinició para terminar con la beatificación por el Papa Pío XII, el 7 de octubre de 1956.
La enorme bibliografía de Inocencio XI no debe disimular la ausencia de una verdadera historia de su pontificado, fundada en los archivos que existen, pero que todavía no han sido racionalmente utilizados ni menos completamente examinados. El material de los procesos de beatificación del siglo XVIII está en la Biblioteca Nacional de París: Folio de Manuscritos impresos 989-990. Los cuales han sido reimpresos en Analecta juris pontificii, pp. 35-37, 1132-1134. Decreto de beatificación: Acta Apostolicae Sedis, vol. XLVII, 1956, pp. 754-759. Radio-mensaje de Pío XII, que puede ser considerado como la mejor síntesis de la vida de Inocencio XI: ibid., pp. 762-778, versión francesa de la Documentation catholique, vol. III, 1956, cc. 1349-1364.