El nuevo beato se movía en el espíritu del capítulo XVI de la Regla no bulada que indica a los hermanos que sienten la particular misión de estar “inter sarracenos” cuál ha de ser la actitud con que dar el bello testimonio de Evangelio: “No promuevan disputas ni altercados, mas sométanse a toda criatura por amor a Dios y confiesen que son cristianos”. Ni palabras ni discursos, y menos aún predicaciones, sino presencia ofrecida con total discreción y, sobre todo, con corazón pacífico y fraterno.
Francisco Zirano muere, como Cristo, encomendándose totalmente a las manos de Dios (“A tus manos, Señor, encomiendo mi alma”, fueron sus últimas palabras), guardando en el corazón aquella caridad que le impide -aun en el crisol de la prueba- cualquier animosidad hacia quien desgarra su cuerpo. Lo mismo que quedó firme ante el apremio a renegar de su fe: “Soy cristiano y religioso de mi padre san Francisco y como tal quiero morir. Y suplico a Dios que os ilumine para que lleguéis a conocerlo”. Se repite la expresión, mansa e intrépida al mismo tiempo, del “christianus sum” presente en casi todas las actas de los mártires; expresión con la que los mártires de los primeros siglos respondían a los procuradores romanos que los halagaban, invitándoles a renegar de la fe. Tan clara y vibrante la referencia a “mi padre san Francisco”, habla de su radicada y amorosa integración en la Orden. Sin que falte, en fin, el deseo hecho casi oración de que los perseguidores se arrepientan y perciban y acojan en sus vidas la luz de la fe a través del encuentro con Cristo.
La convicción de que su muerte era la de un verdadero mártir quedó inmediatamente manifestada por los esclavos cristianos, que recogieron sus huesos y su piel como reliquias; enseguida recibió culto público popular.