Andrés Hibernón, nació en Alcantarilla, cerca de Murcia, España, de familia oriunda de Cartagena, de mala situación económica. Pasó la niñez en Alcantarilla y Valencia, en casa de sus tíos. Fueron características suyas en la adolescencia una viva piedad, el espíritu de trabajo, animado por la esperanza de mejorar la situación de pobreza de sus padres y proveer a la dote de su hermana. Habiendo ahorrado una suma determinada se fue para su casa, pero en el camino le robaron todo. Él, que ya venía madurando el propósito de dedicarse a Dios, vio en este acontecimiento una llamada divina, y entró como hermano religioso entre los Hermanos Menores en Cartagena, en 1556. Después de siete años pidió licencia para pasar a la reforma de san Pedro de Alcántara, donde la disciplina era más austera.
Una pobreza llevada al extremo, los trabajos más duros, la petición de limosnas, las continuas penitencias dieron a su vida un aura de santidad que suscitó la admiración de su cohermano san Pascual Bailón, de san Juan de Rivera, Arzobispo de Valencia, de muchos ilustres contemporáneos y sobre todo del pueblo que lo observaba, lo admiraba y lo seguía. Fue de gran ayuda para sus cohermanos sacerdotes en la asistencia a los moribundos y en la conversión de los mahometanos.
En el convento encontró la soledad, la pobreza, la penitencia, todo lo que puede conducir a un alma a la más alta perfección. Los trabajos más humildes y difíciles eran los suyos. La recolección de limosna de casa en casa era para él el más grande apostolado. Para todos tenía una buena palabra, una sonrisa, un consejo.
Los pobres encontraron en él un hermano y un amigo siempre listo a consolarlos, a ayudarles, a orientarlos hacia personas que pudieran darles un trabajo. Con su ardiente palabra y con la fuerza de sus virtudes condujo hacia Dios a pecadores, condujo a la fe a mahometanos. Recitaba oraciones, ganaba indulgencias, participaba en misas en sufragio de las almas del purgatorio. Cuando hablaba del Pesebre de Jesús, de la Pasión, muerte y resurrección de Cristo y de la dulcísima Madre celestial María, su rostro se iluminaba y cuantos lo oían sentían gran gozo espiritual. Alimentaba una filial devoción a Nuestra Señora, cada día recitaba la Corona de las siete alegrías y el oficio parvo de la Virgen, y visitaba sus santuarios. Dios glorificó la santidad de Andrés con el don de los milagros, bilocación, profecía, multiplicación de los víveres, curación de los enfermos.
Con cuatro años de anticipación, predijo el día y hora de su muerte. Recibió con devoción los últimos sacramentos. Después de haber recitado con voz apagada la corona de la Virgen, se durmió dulcemente en el Señor, en el convento de Gandía, el 18 de abril de 1602, a los 68 años de edad. Por su intercesión se realizaron numerosos milagros. Fue beatificado por SS. Pío VI el 22 de mayo de 1791.