Hacia el año de 1432, Guy, conde de Montefeltro, y su segunda esposa, Catalina Colonna, tuvieron una hija en su casa de Urbino. En la pila bautismal recibió el nombre de Sueva. Sus padres murieron cuando era apenas una niña, y fue enviada a Roma para vivir en la casa de su tío, el príncipe Colonna. Al cumplir los dieciséis años, se casó con Alejandro Sforza, señor de Pésaro, viudo y con dos hijos. Durante algunos años, Sueva vivió feliz al lado de su esposo, hasta que Alejandro tuvo que partir a tomar las armas para ayudar a su hermano, el duque de Milán, y dejó su hacienda al cuidado de su esposa. La ausencia del señor de la casa fue muy prolongada y, a su regreso, Alejandro inició una intriga amorosa con una mujer llamada Pacífica, esposa del médico de la localidad. Sueva recurrió a todos los medios a su alcance para reconquistar el afecto de su esposo, pero con tan poco éxito, que éste sumó a sus infidelidades los desprecios, los insultos y aun las golpizas crueles. Las cosas llegaron a un extremo de tirantez insoportable; hubo un momento en que Alejandro trató, descaradamente, de asesinar a su mujer y, a partir de entonces, la infortunada Sueva abandonó sus esfuerzos para conseguir una reconciliación y se entregó por entero al retiro y la oración. La actitud de Sueva sólo sirvió para exasperar más a Alejandro, quien acabó por sacarla a rastras de la casa, dejarla afuera y decirle, al tiempo que cerraba la puerta, que buscase refugio en algún convento.
Así lo hizo Sueva, que fue recibida como huésped por las Clarisas Pobres en el convento de Corpus Christi, donde llevó la misma vida que las monjas; con el correr del tiempo, tomó el hábito y el nombre de Serafina. Precisamente aquello era lo que deseaba Alejandro que, al sentirse libre, se dejó llevar por sus pasiones y rodó de mal en peor; con gran desvergüenza, se mostraba en toda Pésaro con Pacífica como si fuese su legítima esposa y aun tuvo la insolencia de enviarla a visitar el convento de las clarisas, adornada con las joyas de Sueva. Entretanto, la hermana Serafina se conducía como una monja ejemplar, aunque no se olvidaba de sus obligaciones para con su marido; nunca dejó de orar por él, ni de ofrecer sus penitencias por la conversión de Alejandro. Sus peticiones fueron otorgadas, porque en 1473, cuando murió Alejandro, tuvo tiempo de arrepentirse, confesarse y renegar de sus pasadas culpas.
Esa es, en esencia, la historia de la beata Serafina, tal como se cuenta por lo general. Desgraciadamente las investigaciones han dado pruebas de que, al dejar el mundo para recluirse en el convento, no era una víctima inocente como aparentaba. Su esposo la acusó de infidelidad y, aun cuando esos cargos fuesen falsos, hay pruebas de que ella estuvo complicada en una conspiración para matar a Alejandro. Lo cierto es que ella estaba bastante envuelta en las intrigas y liviandades del «alto mundo» del quattrocento; sin embargo, Sueva entró al convento en 1457, cuando tenía veinticinco años de edad, y tuvo más de veinte años para arrepentirse y reparar sus culpas, cualesquiera que hayan sido, en la práctica de una de las más austeras reglas religiosas. Seguramente que así fue, puesto que se veneró a la beata desde su muerte y su culto local fue aprobado por el papa Benedicto XIV, en 1754.
Una biografía anónima fue impresa con un prólogo en el Acta Sanctorum, sept. vol. IV. En el año 1903, P. Feliciangeli publicó su estudio titulado: Sulla monacazione di Sueva Montefeltro Sforza, donde da a conocer algunos documentos distintos que arrojan nueva luz sobre el personaje. Estas pruebas eran desconocidas para los primeros biógrafos. Fray Van Ortroy discute el problema en Analecta Bollandiana, vol. XXIV (1905), pp. 311-313.