La vida de esta beata es una prueba de que la santidad depende muy poco de las circunstancias externas. Prácticamente no existe ningún estado de vida que el espíritu interior no pueda santificar. En la beata María de Pisa encontramos el ejemplo de una sierva de Dios que se casó dos veces y tuvo muchos hijos, vivió varios años en el mundo como viuda y luego ingresó en un convento relajado; lo reformó, y por último, fundó una comunidad de observancia religiosa excepcional, en la que murió a edad muy avanzada, en olor de santidad. La familia Mancini era una de las más distinguidas de Pisa, en una época muy agitada por las facciones políticas que prevalecían en las ciudades de Italia. Se cuenta que Catalina (María fue el nombre que tomó en religión) tuvo a los cinco años una experiencia mística extraordinaria: en un éxtasis o visión, presenció la tortura en el potro de Pedro Gambacorta, que había sido acusado de conspirar y condenado a la horca por sus enemigos. La leyenda añade que Catalina oró con tal fervor al presenciar el suplicio, que la cuerda de la horca se rompió y los jueces conmutaron la pena de muerte. Después de esto, la Virgen se apareció a Catalina y le ordenó que dijese todos los días siete Padrenuestros y siete Avemarias, porque la bondad de Dios iba a sostenerla en los peligros. Catalina se casó a los doce años y tuvo dos hijos. Su primer esposo murió cuando la beata tenía dieciséis años. Cediendo a la presión de su familia, Catalina se casó por segunda vez. El nuevo matrimonio duró ocho años y de él nacieron cinco hijos. Catalina cuidó a su esposo durante su última enfermedad, que duró un año. Todos los hijos de la beata parecen haber muerto jóvenes.
La familia de Catalina intentó casarla por tercera vez, pero ella se opuso resueltamente y se entregó en alma y cuerpo a las obras de piedad y caridad. Convirtió su casa en hospital. Se cuenta que acostumbraba beber el vino con el que lavaba las llagas de los enfermos y que, en cierta ocasión experimentó tal dulzura al beber ese vino, haciendo fuerza a su naturaleza, que llegó a convencerse en su fuero interno de que el misterioso enfermo al que había atendido no era otro que el Salvador. En aquella época de su vida, Catalina estaba bajo la dirección de los dominicos, en cuya tercera orden había ingresado. Probablemente dichos religiosos le pusieron en contacto con santa Catalina de Siena, y todavía se conserva una carta que esta santa escribió a «Monna Catarina e Monna Orsola ed altre donne di Pisa». En algunas ocasiones la beata tenía éxtasis en la calle. Sorprendida, una vez, por uno de tales éxtasis inesperados, fue coceada por una muía. Más tarde ingresó Catalina en el relajado convento dominicano de Santa Croce, con el objeto de restablecer en él la estricta observancia. Se cuenta que la beata consiguió reformarlo, pero que todavía aspiraba a una vida de mayor perfección. Así pues, junto con la beata Clara Gambacorta, partió de Santa Croce a fundar otra comunidad en un convento, construido con esa mira por el padre de Clara, el mismo Pedro Gambacorta por quien Sor María había orado. Dios bendijo la nueva fundación, que se convirtió en un modelo de vida religiosa, famoso en toda Italia. Allí murió la beata María Mancini, el 22 de diciembre de 1431. Su culto fue aprobado en 1855.
Ver M. C. de Ganay, Les Bienheureuses Dominicaines (1913), pp. 237-250; y Procter, Dominican Saints, pp. 342-345.