Justina de Arezo, cuyo nombre de mundo parece haber sido Francucci Bezzoli, tenía sólo 30 años cuando entró al convento benedictino de San Marcos, en Arezzo. Cuando las monjas ocuparon el convento de Todos los Santos, ella las acompañó y continuó viviendo ahí por muchos años, siempre avanzando por la senda de la santidad. Luego dejó el convento, con el permiso de sus superiores, para retirarse a una celda, cerca de Civitella, donde se unió a una ermitaña llamada Lucía. Esta celda era tan angosta y tan baja, que no podían estar de pie en ella. Cuando Lucía cayó enferma, Justina la atendió día y noche por más de un año, sin dejar de cumplir con sus devociones y austeridades. Después de la muerte de Lucía, Justina permaneció sola en la celda, a pesar de los lobos que acechaban cerca y correteaban aullando sobre el techo, hasta que una afección de los ojos la dejó totalmente ciega.
Entonces la hicieron volver al convento de Arezzo, donde ella y varias otras hermanas vivieron en gran austeridad; desde la media noche hasta el medio día servían a Dios en oración constante. Por las oraciones de la beata Justina, se curaron enfermedades y sufrimientos de todas clases, y se lograron milagros aún más maravillosos después de su muerte, que ocurrió en 1319. Su culto fue aprobado en 1890.
Todo lo que sabemos de la beata Justina, se encuentra en una pequeña biografía impresa en el Acta Sanctorum, marzo, vol. II.