La princesa Isabel era hija de Luis VIII de Francia y Blanca de Castilla, y por lo tanto hermana de san Luis. A su rango y fortuna se añadían una gran belleza y una inteligencia excepcional. La pompa y el lujo atraían tan poco a Isabel, que confesó a una monja que, si algunas veces se vestía ricamente, era sólo por complacer a su madre, pero que ello no le producía el menor deleite. Siendo todavía niña, entró varias veces en éxtasis mientras oraba. Además de los ayunos ordinarios, solía dejar de comer tres veces por semana. Su madre le prometió que daría limosnas a los pobres, si interrumpía el ayuno, pero la princesa le rogó que no pusiera tal condición. Isabel era muy inteligente y tenía verdadera sed de aprender; decidió incluir el latín entre sus estudios para poder leer los oficios de la Iglesia y los escritos de los Santos Padres. Los ayunos y el esfuerzo nervioso de la vida que llevaba le produjeron una grave enfermedad; se hicieron oraciones públicas por su salud y su madre fue a consultar en Nanterre a una mujer con fama de santa, a quien se atribuía el don de profecía. La mujer anunció que la princesa recobraría la salud, pero que no había que contarla ya entre los vivos, porque en adelante estaría muerta para el mundo. La verdad de esta predicción se hizo patente cuando se presentaron los pretendientes que aspiraban a la mano de la princesa. Isabel desechó al conde Hugo de Austria y a Conrado, rey de Jerusalén, a pesar de que el papa Inocencio IV le había escrito, urgiéndole para que aceptara al conde por el bien de la cristiandad. La respuesta de Isabel al Sumo Pontífice fue tan humilde y prudente, que éste no pudo por menos de aplaudir su decisión de servir a Dios en virginidad perpetua.
Todos los días, Isabel acostumbraba recibir, antes de comer, a un buen número de pobres, a los que ella misma atendía. Después de esto, iba a visitar a los enfermos. Para participar en la Cruzada, pagaba los gastos de diez hombres de a caballo en Tierra Santa. Sufrió de varias enfermedades largas y dolorosas; pero el fracaso de la Cruzada y la captura de su hermano san Luis, fueron pruebas todavía mayores para ella. Después de la muerte de su madre, decidió fundar un convento de religiosas franciscanas, con la aprobación de san Luis, quien le prometió su ayuda material. El siguiente paso consistió en ordenar que se redactaran unas reglas, basadas en las de Santa Clara; los más famosos franciscanos de la época, entre los cuales se contaba a san Buenaventura, participaron en ese trabajo. Tales fueron los comienzos del famoso convento franciscano de Longchamps, en el actual Bosque de Boulogne, en París. El convento se llamó «Monasterio de la Humildad de la Santísima Virgen María».
La beata Isabel nunca habitó dentro de la clausura; sus departamentos se hallaban en una ala del edificio, separados de las celdas de las religiosas. La princesa no vestia el hábito; esto se debía, en parte, a que su salud no le permitía seguir exactamente la regla y a su temor de ser elegida abadesa. Además, conservando sus riquezas, pudo ayudar al mantenimiento del monasterio y continuar haciendo limosnas a los pobres. La beata no abandonaba sus ayunos y disciplinas, y observaba casi constante silencio. Antes de acercarse a comulgar, acostumbraba pedir perdón de rodillas a los pocos sirvientes que conservaba consigo. Así vivió diez años. Poco antes de su muerte pasó varias noches en contemplación sin tomar ningún descanso. Su confesor y sor Inés, quien más tarde escribió su vida, la vieron transportada en éxtasis. Su culto fue aprobado en 1521.
En Acta Sanctorum se habla de la beata el 31 de agosto (agosto, vol. IV); pero los franciscanos celebran su fiesta el 8 de junio, con las beatas Inés de Harcourt y Bautista Varani. Nuestra principal fuente es la biografía escrita por Inés de Harcourt, abadesa de Longchamps, bajo cuya dirección pasó la beata sus últimos días. Ver también Léon, Aureole Séraprique, vol. III, pp. 91-96; y el breve estudio de A. Garreau, Bse. Isabelle de Franee (1943).