Si estudiamos la historia interna de los estados italianos en los últimos años de la Edad Media, no podremos dejar de advertir el papel tan importante que desempeñaron varias santas mujeres de la época, a quienes los gobernantes y el pueblo en general solicitaban consejos e intercesiones y que llegaron a ser vistas, aun durante su vida terrena, como protectoras de la comunidad y mediadoras entre Dios y los hombres. Una de aquellas mujeres fue la beata Hosana.
Nació el 17 de enero de 1449, en Mantua; fue hija de Nicola Andreasi y de Luisa Gonzaga, cuyo apellido indica que estaba relacionada con la familia ducal reinante. Hosana fue la mayor de una prole numerosa, y durante largas temporadas tuvo que hacerse cargo de la casa y de velar, durante toda su vida, sobre varios de sus hermanos menores. A los cinco años de edad tuvo su primera experiencia religiosa: cierto día, mientras paseaba sobre la ribera del Po, a la altura de Carbonarola, escuchó una voz misteriosa que hablaba quedamente pero con toda claridad: «Niña, niña...: la vida y la muerte consisten en amar a Dios». Inmediatamente cayó en un arrobamiento, y su espíritu fue conducido por un ángel hasta el paraíso, donde vio a todas las creaturas que alababan a Dios a su manera. El ángel le explicó que los actos de adoración, los cuales habrán de ser nuestra actividad principal en la eternidad, deben ser también nuestra preocupación esencial y nuestra dicha en esta vida. Era una revelación extraordinaria para una niña tan pequeña, pero Hosana respondió con la entrega total de su ser a Dios.
Desde aquella temprana edad comenzó a dedicar muchas horas a la plegaria y la penitencia. A menudo caía en éxtasis, para angustia de sus padres, quienes, al principio, atribuían los trances a la epilepsia. La niña pidió que le enseñasen a leer, a fin de conocer su religión, pero su padre se negó a permitirle que estudiara, con el pretexto de que las ciencias no estaban hechas para las mujeres. A pesar de la estricta prohibición, la chiquilla aprendió muy pronto a leer y a escribir, caso éste que algunos de sus biógrafos atribuyen a la intervención directa de Nuestra Señora, pero que se explica sin necesidad de milagros, por el hecho de que Hosana era una criatura inteligente, muy capaz de aprender por sí misma mientras asistía a las lecciones que los maestros impartían a sus hermanos. A la edad de catorce años, pidió permiso para ingresar a la tercera orden de Santo Domingo, pero de nuevo se enfrentó a la tenaz oposición de su padre que deseaba casarla con algún buen partido. Poco tiempo después, sin embargo, la autorizó para tomar el hábito de los dominicos, como una muestra de acción de gracias por haber sanado de una grave enfermedad. La autorización paterna comprendía una breve temporada en el convento, pero al cumplirse el plazo, Hosana anunció que se había comprometido a permanecer ahí para toda la vida y, a fin de cuentas, el señor Andreasi, tuvo que dominar su enojo y resignarse a dejar a su hija en el convento.
Por extraño que parezca, Hosana no hizo su profesión como terciaria y vivió treinta y siete años en la comunidad como novicia, dichosa de ocupar el último lugar en las reuniones y las ceremonias de los terciarios. Se desconocen las razones que tuvo para demorar tanto tiempo su profesión; es probable que, en su fuero interno, se sintiese incapaz de realizar las tareas y las salidas al mundo que realizaban sus hermanas. Era bastante joven todavía cuando murieron sus padres, y ella vivió enclaustrada en su casa, dedicada a cuidar a sus hermanos y sus familiares, sin solicitar jamás nada para sí misma, como si fuese la última de las sirvientas. Los momentos que hubiera podido dedicar al descanso los empleaba en ejercicios de penitencia y devoción. A la edad de dieciocho años, Hosana recibió otro señalado favor del cielo: en una visión, presenció cómo Nuestra Señora la desposaba con su Hijo Divino y el propio Jesús le colocaba un anillo en el dedo. Hosana sintió siempre la presión de aquel anillo que era invisible para los demás.
Por aquel entonces, parece haber sido víctima de una especie de persecución. En sus cartas, se mostraba reticente y dispuesta a culparse a sí misma por todas sus desventuras; pero al parecer, sus hermanas terciarias le habían juzgado mal y la acusaban de falsedad y de haber inventado las extraordinarias manifestaciones espirituales que, no obstante sus esfuerzos por ocultarlas, se adivinaban fácilmente. Sus contrarios llegaron hasta el extremo de denunciarla ante el duque de Mantua y de amenazarla con la expulsión de la orden. Largo tiempo duró la animosidad contra ella. Entre los años de 1476 y 1481, tuvo una serie de experiencias que le permitieron participar en los sufrimientos de la Pasión de Cristo: primero la coronación con espinas, después la herida en el costado y, por fin, las heridas en las manos y en los pies. Las llagas no aparecieron en sus carnes, pero la hacían sufrir dolores muy intensos.
La gran estimación que profesaba el duque Federico de Mantua por la beata, se puso de manifiesto a fines de 1478. En vísperas de partir a la campaña militar en Toscana, el duque la mandó llamar para pedirle no sólo que velase por el bienestar de la duquesa y sus seis hijos, sino que ocupara su puesto de jefe de familia y gobernante durante su ausencia. Al principio, Hosana se resistió, alegando su inexperiencia y su juventud, puesto que aún no cumplía los treinta años; pero ante la insistencia del duque, terminó por ceder con aquella sencillez y absoluta confianza en la ayuda de Dios que la caracterizaron toda su vida. A pesar de que su morada era la casa de los Andreasi, pasaba la mayor parte del tiempo en el palacio ducal, donde atendía con tanta habilidad y cordura los diversos asuntos que, aun después del regreso de Federico, éste la consultaba de continuo sobre cuestiones de gobierno. Por cierto que, cuando al duque le pareció que se prolongaba demasiado un viaje que Hosana tuvo que hacer a Milán por mandato de los superiores de su orden, la mandó llamar con toda premura. Tanto él como la duquesa y sus hijos consideraban a Hosana como a la amiga más íntima y, cuando el heredero Francisco II sucedió a su padre en el trono de Mantua, él y su esposa, Isabel d'Este, conservaron la tradición. En cartas que se conservan, se advierte la confianza que tenía Hosana en el afecto de los duques para conseguir que socorriesen a todos los necesitados: a veces, pedía que hiciesen justicia a alguna víctima del infortunio; otras, solicitaba merced para un acusado o un prisionero. Por fin, en el año de 1501, hizo su profesión completa como terciaria y, durante los cuatro años que aún vivió, sobre todo en los períodos en que estuvo enferma, parecía haber perdido todo contacto con este mundo. Murió a la edad de cincuenta y seis años, el 20 de junio de 1505. Los duques de Mantua, que estaban a su lado cuando expiró, le costearon un espléndido funeral y eximieron de pagar impuestos a todos los miembros de la familia Andreasi durante veinte años.
No estará de más, aunque sólo sea como un tributo a la memoria de Edmund Gardner, calificado como «el bienamado y santo investigador», por el profesor R. W. Chambers, reproducir aquí algunos párrafos del ensayo que escribió y que imprimió en privado sobre Hosana de Mantua, bajo el título de «Una Mística del Renacimiento». Al referirse la visión que tuvo la beata en su niñez, el profesor Gardner nos revela que ella misma confesó «el gran temor que la embargaba al pensar que ella no amaba a Dios de una manera tan absoluta y perfecta como era necesario amarlo» y cómo aspiraba a llegar a aquel estado de perfección y oraba para conseguirlo. Aquella su plegaria, así como otros escritos y cartas, nos fueron conservados por un monje amigo de Hosana, cuyas relaciones con ella nos recuerdan las del fraile dominico Pedro de Dacia con la estigmatizada Cristina de Stommech, dos siglos antes. El profesor Gardner se refiere a aquel curioso período del desarrollo espiritual de la beata en el siguiente párrafo: «En la vida mística de Hosana, el elemento peculiar es la parte que desempeñó en ella el sentimiento de una amistad intensa y puramente espiritual hacia un hombre diez años menor, Girolamo da Monte Oliveto. El nos revela que era un muchacho de quince años y se dirigía a escuchar una conferencia, en Mantua, cuando entró a la iglesia y la vio arrobada en la contemplación. Desde entonces, Girolamo llevó aquella imagen grabada en su corazón y quedó a tal punto conmovido que, con el correr del tiempo, tomó el hábito religioso, se hizo sacerdote y, luego de muchos ruegos y circunloquios, convenció a Hosana para que le aceptara como hijo espiritual. Los "coloquios espirituales" que Girolamo publicó después de la muerte de la beata, constituyen un registro de las conversaciones que sostenían, "de corazón a corazón y sólo Dios entre nosotros", como él dice. "¡Qué gran bondad la de Dios!", exclama a continuación. "Nuestros corazones estaban unidos con una sola voluntad, en Su presencia. Tan grande era el amor innato entre nosotros, que no puedo hablar de él, y recordarlo sin llorar. La doncella amaba a su hijo en Cristo como a su alma. ¡Oh, gran caridad de Dios! Seguramente que él hizo nacer aquel amor en nuestros corazones, antes de que hubiese una conversación espiritual entre nosotros y aun antes de conocernos".
En algunas visiones que tuvo Hosana, contempló a su alma junto a la de Girolamo, en presencia de Dios; y sus cartas, dirigidas al amigo cuando éste tenía que ausentarse de Mantua, tienen la forma de la epístola amorosa espiritualizada. "He recibido una tierna y amable carta tuya: no soy capaz de expresar con las palabras la dicha que me produjo..." "Mi alma se regocija con cada uno de tus consuelos, como si tú y yo fuésemos un solo espíritu y un solo corazón, como lo somos en verdad, por medio del vínculo y el efecto de la caridad del dulce Jesús". El caso se repite en las ocasiones en que Hosana recibe la noticia de que su "caro amante in Cristo", como lo llama, había regresado a Mantua, por lo que ella da rienda suelta a su júbilo: "Sin duda que no podrás imaginarte cómo, al saber que estabas de vuelta, sentí que perdía el aliento a causa de la inmensa alegría. ¡Padre y único hijo mío, concebido en la gran fuente de la Divina Bondad, si hubieses visto mudar de color a tu indigna madre! ¿Dónde se podría encontrar un amor más sincero? Yo te respondo que sólo se encuentra en el santo costado de nuestro Salvador. Y este amor espiritual ha crecido con tanta lozanía, que estoy segura de que, con la ayuda divina, ni el ángel ni el arcángel, ni el demonio ni cualquier otra creatura podrá romperlo, sino que, por el contrario y con la gracia de Dios, llegará a la perfección en nuestra bendita patria eterna".»
Las relaciones de Hosana con el mundo exterior, con aquella sociedad de su época, corrompida en gran parte y empapada en el semi-paganismo del Renacimiento, estuvieron, según piensa el profesor Gardner, profundamente alentadas por la influencia de Savonarola. Es verdad que, en ninguna de sus cartas o escritos de la época menciona el nombre del gran reformador; pero «estoy convencido», dice Gardner, «de que ello se debe a una deliberada supresión por parte de sus biógrafos».
Se registró el hecho de que, en sus vigilias nocturnas, leía continuamente El Triunfo de la Cruz, la obra más importante de Savonarola. También pertenecen al espíritu del fraile reformador las visiones que tenía Hosana sobre los horrores que el cielo le tenía reservados a Italia, así como sus oraciones para que el rayo de la cólera divina no cayese sobre el país. «Una y otra vez», dice el profesor Gardner, «hizo vaticinios sobre el fantasma calamitoso que amenazaba a Italia, por los pecados de los italianos, y que dejaría caer sobre la tierra mil desventuras, a menos que el pueblo hiciese penitencia; especialmente en los años iniciales del siglo dieciséis, la beata observaba con angustiosa preocupación el gobierno del Papa, al tanto del daño que acarrearía a la Iglesia la corrupción que crecía en su seno. Girolamo nos dice que «vivía en constante temor por la Iglesia», y es evidente que, por prudencia, no se extiende más sobre el asunto. Por otra parte, al mismo tiempo que Hosana creía a pie juntillas en la inminente condenación de numerosísimos pecadores, también veía almas que se salvaban y, frecuentemente, a las mismas personas que trataba.
Hay una excepción: la del Sumo Pontífice Alejandro IV. Tras una de sus revelaciones, le dijo a Girolamo que había orado tres veces por la salvación del Papa. En las dos primeras ocasiones, Dios parecía bien dispuesto a mostrar misericordia; la tercera vez no obtuvo respuesta. «Pero mi alma perseveraba en la demanda y entonces apareció Nuestra Señora, la santa Madre de Dios, y comenzó a suplicar ante Su hijo y así consolaba mi alma angustiada por la salvación del Papa y la renovación de la Santa Iglesia. Después llegaron todos los Apóstoles, que se formaron en semicírculo ante el Señor y rogaron para que mostrara su misericordia hacia él. ¡Lástima, pecadora de mí! Dios se mantenía inmóvil, con el aspecto y el porte de la cólera; y no dio respuesta alguna a los que suplicaban: ni a la Madonna, ni a los Apóstoles, ni a mi alma».
Para finalizar, el profesor Gardner insiste en que Hosana no era una de esas místicas que vuelven enteramente la espalda al mundo para absorberse en su propio desarrollo espiritual y en sus progresos hacia la perfección. «Nunca fue feliz -nos dice Girolamo-; ni aun en aquellos días en que se dedicaba a las obras de misericordia temporales de visitar a los enfermos, dar socorro a los pobres, consolar a los afligidos. Siempre la vimos en el acto de proteger a los débiles y oprimidos por el rigor de la ley y en el de utilizar su influencia para remediar las injusticias. Lo mismo nobles que plebeyos, ricos o pobres, acudían a su casa en busca de consuelo y de consejo y, en el libro de Girolamo nos encontramos a menudo con graciosos pasajes de lo que ocurría cuando sus coloquios espirituales quedaban interrumpidos por la llegada intempestiva de ciertos personajes importantes del barrio aristocrático». Su espíritu generoso, no le impedía preocuparse por los intereses de sus hermanos, en donde quiera que se hallase; hay una breve carta encantadora que Hosana escribió en ocasión del cantamisa de un sobrino suyo, para informar al marqués de Mantua que después de la ceremonia recibiría a los frailes, e invitándole a formar parte del grupo.
La biografía de la beata Hosana, escrita en latín por su confesor, Francesco Silvestri, se publicó algunos meses después de su muerte. El monje Dom Girolamo, al que hicimos referencia, publicó sus coloquios y sus cartas en 1507, en un volumen. Pero el material informativo sobre su historia, se encuentra en el libro de G. Bagolini y L. Fefretti, «La beata Ossana Andreasi di Mantova» (1905). En esa obra, los autores incluyen los materiales a que nos referimos antes y agrega una considerable cantidad de cartas originales de Hosana.