Pocas hagiografías hay que llamen tanto la atención como la historia de la beata Eustoquio. Es preciso poner en claro desde el principio, que su culto parece que nunca ha recibido la aprobación formal de la Santa Sede [ver al final. n.ETF], aunque su vida se ha escrito repetidas veces y se le honra en Padua litúrgicamente hasta nuestros días. Su mismo nacimiento nos trae a la memoria el lamentable período en el cual reinaban escándalos terribles tanto en el claustro como en el mundo exterior. Fue hija de una monja que había sido seducida por un libertino. Se cuenta que nació dentro del convento en el cual, andando el tiempo, murió. Por orden del obispo, esa comunidad, que consentía tales irregularidades, fue dispersada y sustituida por hermanas de una fundación más observante. La pequeña Lucrecia (este fue su nombre de pila) mostró en su niñez señales de ser dominada por cierto tipo de posesión extraña. Se creía que estaba poseída del demonio. Fue enviada a la escuela de San Prosdocimo, el convento donde había nacido, y donde su conducta fue edificante por todos conceptos. Cuando fue un poco mayor, pidió ser admitida allí como novicia. La mayoría de los miembros de la nueva comunidad se oponían a su admisión, porque la historia de su nacimiento era bien conocida. Sin embargo, con la aprobación del obispo, más adelante se le dio el hábito y tomó el nombre de Eustoquio (como la discípula de san Jerónimo). Apenas había comenzado su noviciado, cuando se manifestaron los síntomas más extraños. Normalmente era el ser más apacible, obediente y bondadoso, lleno de fervor y observante de todas las reglas, pero a intervalos frecuentes su carácter parecía sufrir una completa transformación. Se volvía terca, grosera y sujeta a violentas explosiones de irascibilidad. Posiblemente se debiera a uno de esos casos de doble personalidad, que ahora conocemos por los modernos estudios psicológicos, pero entonces se atribuía a posesión diabólica.
En todo caso, la manera como trataban a la desgraciada joven no era muy sensata. Cierta vez tuvo una horrible escena cuando la atacaron las más horribles convulsiones; la novicia gritaba agudamente y hasta amenazó con un cuchillo, cuando intentaron contenerla. Se la trató como se trataba ordinariamente a los locos en ese tiempo, y por varios días se la tuvo amarrada a un pilar. Durante estos paroxismos, que recurrían de tiempo en tiempo, parece que algunas veces ella misma se hacía daño gravemente, lo cual se decía era causado por el demonio que la poseía. Aunque luego siguió un período de calma, todavía se miraba a Eustoquio con hostilidad y sospecha, y cuando la abadesa cayó enferma de una dolencia que los doctores no podían explicarse, se creyó que Eustoquio la había envenenado con prácticas diabólicas o de magia, en venganza por haberla tenido amarrada. La noticia de lo que estaba sucediendo se esparció por la población. Se reunió la multitud alrededor del convento, gritando que se la entregaran para quemarla por bruja. El obispo decidió que debía quedar presa en una de las celdas, sin darle nada más que pan y agua, tomando este alimento un día sí y otro no. Parece que este procedimiento duró por tres meses. Afortunadamente la abadesa se restableció, pero a pesar de los esfuerzos de su confesor, que declaró que Eustoquio era completamente inocente, el resentimiento de la comunidad contra ella era tan fuerte, que era tratada como una proscrita. Nadie le hablaba ni tenía que ver nada con ella. Se hicieron esfuerzos para persuadirla a que abandonara el convento por su propia voluntad, porque todavía no había hecho ningún voto. Se le prometió ayuda amistosa y una dote si aceptaba un marido, pero Eustoquio, cuando estaba en sus cinco sentidos, creía que Dios la había llamado para servirlo como religiosa y se negó a consentir.
Por mucho tiempo, los paroxismos volvieron a presentarse a intervalos. Cuando tenía estos ataques, Eustoquio, causando horror a las hermanas, subía a una viga en lo alto del techo, donde un paso en falso hubiera significado su instantánea perdición. En algunas ocasiones, dicen que era levantada en el aire y después dejada caer como una piedra; se la encontraba en su celda despojada de todas sus prendas de vestir, con señales de violencia en el cuello y en sus miembros; tomaba un cuchillo y se hacía cortaduras, lo cual le hacía perder grandes cantidades de sangre; pero tan pronto como estos espasmos pasaban, se volvía la misma criatura dulce y obediente y que no guardaba ningún resentimiento, dispuesta a sacrificarse en cualquier obra de caridad por los que la trataban tan duramente. Con el tiempo, después de cuatro años, se le permitió hacer sus votos, y gradualmente se ganó la buena voluntad y de hecho, la reverencia de sus compañeras monjas. Pasó sus últimos días en cama, con muchos sufrimientos físicos, y murió a la edad de veintiséis años, el 13 de febrero de 1469.
Al preparar su cuerpo para sepultarlo se encontró el nombre de Jesús cauterizado, aparentemente, sobre su pecho. Se dice que se siguieron muchos milagros y que del lugar de su sepultura salía una fragancia celestial. Tres años y medio más tarde, por orden del mismo obispo que había tenido parte en su cruel prisión, su cuerpo fue trasladado a un sitio de descanso más honroso. Aunque la habían enterrado sin ataúd, se encontró su cuerpo perfectamente incorrupto, como si lo acabaran de depositar en la tumba.
Pese a su apariencia fantástica, esta historia parece basarse en una buena evidencia contemporánea. Pedro Barozzi, que en 1487 llegó a ser obispo de Pádua donde dieciocho años antes Eustoquio había terminado sus días, compiló y publicó un breve ensayo. Posteriormente, se imprimieron biografías más completas por G. M. Giberti (1672) y por G. Salió (1734); pero la más digna de confianza, sin duda, es la del bien conocido historiador jesuita Giulio Cordara, que primero apareció en 1765. Cordara explica que basó su historia en la relación de un manuscrito, redactado por el sacerdote Jerónimo Salicario, quien era confesor de la comunidad durante todo el tiempo de la residencia de Eustoquio como monja y que había seguido personalmente el proceso. Esta relación todavía se conservaba en San Prosdocimo y se la confió al P. Cordara con motivo de su biografía.
Puede encontrarse una relación más detallada de la que aquí presentamos, en The Month, de febrero, 1926, titulada Una Cenicienta del Claustro, por el P. Thurston. Nota sobre la aprobación del culto: Según señala Antonio Borrelli en Santi e beati, el culto fue aprobado para Padua por el papa Clemente XIII en 1760, y se hizo extensiva la aprobación en 1767 para todos los estados de la República de Venecia. Es verdad que algunas veces esas "aprobaciones" no han sido del todo formales, y puede ser que tengan razón tanto el Butler como Borrelli; pero lo cierto es que en la actualidad está inscripta en el Martirologio Romano, por lo que no hay duda que goza de cierto grado de admisibilidad.