En los escritos de santa Teresa de Ávila se pueden encontrar varias alusiones a una joven hermana lega, llamada Ana de San Bartolomé, compañera suya predilecta y a quien describió como «una muy buena sierva de Dios». Ana era la hija de Fernando García y Catalina Manzanas, matrimonio de campesinos de la localidad de Almendral, situada a unos seis kilómetros de Ávila. La muchacha fue pastora hasta los veinte años, cuando consiguió que la admitiesen en el convento de carmelitas de San José de Ávila; fue entonces cuando conoció a Santa Teresa, y ésta se interesó por Ana a tal punto, que durante los últimos siete años de su vida la llevó consigo a todas partes y declaró que, para sus trabajos de fundaciones y reformas, no había mejor compañera que Ana. En diversas ocasiones insistió la santa para que la joven tomara el velo negro de las profesas, pero ella rehusó siempre, porque prefería ser hermana lega. La propia Ana nos ha dejado una crónica muy gráfica de la jornada que hizo, en compañía de la «Doctora de Ávila», de Medina hasta Alba de Tormes, así como una narración sobre los últimos momentos de la santa, en la que registró, con tono patético, su honda alegría al ver la gratitud de su santa madre agonizante, por los cuidados que le prodigaba. «La madre le tenía un gran amor a la limpieza y al orden, nos cuenta la hermana lega. El día de su muerte, ya no podía hablar. Yo le mudé las sábanas y fundas de su cama, así como la toca y las mangas del hábito. Entonces, la madre se examinó en silencio y pareció muy satisfecha al verse tan limpia, después me buscó con los ojos, me miró sonriente y me demostró su agradecimiento por señas». Fue en los brazos de Ana de San Bartolomé donde santa Teresa exhaló su último aliento.
La hermana lega continuó su tranquila existencia en el convento de Ávila durante otros seis años, y luego se produjo un acontecimiento que ocasionó un cambio radical en su vida. Varios importantes personajes de Francia, especialmente Mme. Acarie y Pierre de Bérulle, habían decidido, luego de muchos intentos, establecer en su país a las Carmelitas Descalzas y, con ese objeto, solicitaron la ayuda de las monjas españolas para hacer su fundación. Ana de Jesús, la sucesora de santa Teresa, partió hacia Francia a la cabeza de un grupo de cinco monjas, entre las que figuraba la beata Ana de San Bartolomé. Al llegar a París y mientras la princesa de Longueville y otras damas de la corte daban la bienvenida a las hermanas, Ana se escabulló hacia la cocina, con el pretexto de preparar la comida para la comunidad. Sin embargo, la superiora había decidido que la compañera inseparable de santa Teresa estaba destinada a obras más altas y, sin más trámites, sin tomar en cuenta la evidente poca voluntad de la muchacha, la sacó de la cocina y la hizo hermana de coro. Ana firmó su acta de profesión con una simple cruz, pero, según afirman autoridades en la materia, ya para entonces sabía escribir, puesto que actuó como secretaria de santa Teresa durante largo tiempo; otros sostienen, en cambio, que, en el momento de hacer su profesión aprendió milagrosamente a escribir; lo cierto es que, al tener que enfrentarse con nuevas y más complicadas responsabilidades, pareció repentinamente dotada, no sólo con el arte de la escritura, sino con otras muchas ciencias necesarias para realizar con éxito su cometido.
El establecimiento de las carmelitas en Francia tropezó con tantas dificultades que cinco de las seis monjas españolas se trasladaron a Holanda en busca de un ambiente más propicio. Ana se quedó en Francia y fue nombrada superiora en la casa de Pontoise y luego en la de Tours. Al principio, la perspectiva de gobernar a una comunidad, la hundió en un amargo desconsuelo: hecha un mar de lágrimas, oró ante el Santo Cristo; en su ferviente plegaria, insistía en su incapacidad y en su indignidad para desempeñar el cargo y repetía, una y otra vez, que ella no era más que un poco de paja. Ahí mismo, al pie de la cruz, recibió una contestación que la dejó llena de consuelo y fortaleza: «Con la paja yo enciendo mis hogueras», respondió el Señor. A los pocos días se anunció que ya se habían abierto casas de carmelitas en los Países Bajos. La Beata Ana fue enviada a Mons, donde parmaneció un año. En 1612, hizo su propia fundación en Amberes, y ahí acudieron pronto y en gran número las herederas de las más nobles familias holandesas,* ansiosas todas de emprender la marcha por el camino de la perfección, conducidas por una religiosa que, aun en vida, era considerada como una santa, dotada con los dones de profetizar y hacer milagros. En dos ocasiones en que Amberes quedó sitiada por las fuerzas del príncipe de Orange y a punto de ser capturada, la madre Ana estuvo en oración toda la noche y la ciudad quedó a salvo. A raíz de esto, la monja carmelita fue declarada, por aclamación popular, defensora y protectora de Amberes. Su muerte, ocurrida en 1626, dio motivo a una extraordinaria demostración de duelo, en la que más de veinte mil personas desfilaron ante su cadáver, expuesto durante tres días, para tocarlo con rosarios y otros objetos de devoción. Muchos años más tarde, la ciudad seguía venerando su memoria con procesiones anuales en las que los miembros del Concejo Municipal, con velas en las manos, encabezaban la marcha hasta el convento. Ana de San Bartolomé fue beatificada en 1917.
La carta apostólica que anuncia el decreto de beatificación, fue impresa en el Acta Apostolicae Sedis, vol. IX (1917), pp. 257-261; en ella se encuentra la acostumbrada biografía resumida. La beata Ana escribió una autobiografía por mandato de sus superiores; el escrito se remonta a los primeros años de su estancia en Amberes y, el manuscrito original se conserva en el convento de carmelitas de aquella ciudad. Una incompleta traducción francesa del mismo se publicó en 1646. Véase también la obra de Fr. Bruno, La Belle Acarie (1942). C. Henríquez publicó una biografía en español en 1632; en tiempos más modernos, Florencio del Niño Jesús escribió otra que apareció en 1917.