Durante mucho tiempo, las «actas» de estos mártires fueron consideradas como auténticas. El P. Delehaye afirma que se trata de una combinación de ciertos hechos históricos con numerosos detalles imaginarios. Según dicho autor, los tres mártires fueron arrestados en Pompeyópolis, en Cilicia, durante la persecución de Diocleciano y Maximiano. Fueron llevados a la presencia del gobernador de la provincia, Numeriano Máximo, quien los envió a Tarso, la capital. El gobernador anunció a Taraco que iba a interrogarle primero a causa de su ancianidad y le preguntó su nombre:
Taraco: Soy cristiano.
Máximo: Deja en paz esa locura blasfema y dime tu nombre.
Taraco: Soy cristiano.
Máximo: Golpeadle en la boca para que no vuelva a contestar en esa forma.
Taraco: Te estoy diciendo mi verdadero nombre. Pero si lo que quieres es saber el que me dieron mis padres, me llamo Taraco y mi nombre, en el ejército, era Víctor.
Máximo: ¿De qué país eres y cuál es tu oficio?
Taraco: Soy romano y nací en Claudiópolis de la Isauria. Fui soldado, pero abandoné esa profesión a causa de mi religión.
Máximo: Veo que tu impiedad te obligó a deponer las armas. Pero, ¿cómo obtuviste que te diesen de baja en el ejército?
Taraco: Se lo pedí a mi capitán, Publio, quien me lo concedió.
Máximo: Piensa en tus canas. Te prometo premiarte, si obedeces a las órdenes de nuestros señores. Sacrifica a los dioses, como lo hacen los mismos emperadores, que son amos del mundo.
Taraco: El diablo los engaña para que lo hagan.
Máximo: Rompedle la mandíbula por haber dicho que el diablo engaña a los emperadores.
Taraco: Repito lo dicho. Los emperadores son hombres susceptibles de engaño.
Máximo: Sacrifica a los dioses y déjate de sutilezas.
Taraco: No me es lícito traicionar la ley de Dios.
El diálogo se prolongó, y Taraco permaneció inconmovible. Entonces el centurión le dijo: «Te aconsejo que ofrezcas sacrificios y salves tu vida». Taraco replicó que bien podía ahorrarse tales consejos. Máximo dio la orden de que le condujesen a la prisión, encadenado, y llamó al siguiente acusado.
Máximo: ¿Cómo te llamas?
Probo: Mi nombre principal y más venerable es Cristiano. Pero el nombre con que me conoce el mundo es Probo.
Máximo: ¿De qué país y familia eres?
Probo: Mi padre nació en Tracia. Yo soy plebeyo. Nací en Side, de Panfilia y confieso que soy cristiano.
Máximo: Tal confesión no favorece tu causa. Sacrifica a los dioses, y te prometo considerarte como amigo.
Probo: No aspiro a tu amistad. En una época fui rico, pero renuncié a todo para servir al Dios vivo.
Máximo: Desnudadle y azotadle con nervios de buey.
En tanto que se ejecutaba la orden, el centurión Demetrio le dijo: Evítate esta tortura. Mira los arroyos de sangre que brotan de tu cuerpo.
Probo: Haz lo que quieras de mi cuerpo. Tus tormentos son deliciosos.
Máximo: ¿No hay manera de curar tu locura, hombre insensato?
Probo: Soy menos insensato que tú, puesto que no adoro a los demonios.
Máximo: Derribadle de espaldas y golpeadle el vientre.
Probo: ¡Señor, ayuda a tu siervo!
Máximo: Preguntadle después de cada golpe, dónde está su Señor.
Probo: El Señor está conmigo y seguirá ayudándome; tus tormentos me hacen tan poca mella, que no te obedeceré.
Máximo: ¡Imbécil, mira en qué estado estás; el suelo se halla cubierto de sangre!
Probo: Cuanto más sufre mi cuerpo, más fortalece Dios mi alma.
Máximo le envió entonces a la prisión y mandó llamar al tercer cristiano, quien dijo llamarse Andrónico y ser un patricio de Efeso. También él se negó a ofrecer sacrificios. Máximo le envió a reunirse con sus compañeros y así terminó el primer interrogatorio. El segundo se llevó a cabo en Mopsuestia. Las «actas» repiten las preguntas de Máximo y las respuestas de los mártires, así como los tormentos a los que fueron sometidos. Andrónico hizo notar a su juez que las heridas que había sufrido en el interrogatorio anterior estaban perfectamente curadas. Máximo gritó entonces a los guardias: «¡Imbéciles!, ¿acaso no os prohibí estrictamente que dejáseis entrar a alguien a vendarles las heridas? Ya veo cómo habéis cumplido mis órdenes.» El carcelero Pegaso replicó: «Juro por tu grandeza que nadie ha vendado sus heridas ni ha entrado a visitarle. Le he tenido encadenado en el rincón más apartado de la prisión. Si miento, puedes cortarme la cabeza.»
Máximo: Entonces, ¿cómo explicas que las cicatrices hayan desaparecido?
Pegaso: No sé.
Andrónico: ¡Necio! Nuestro Salvador es un médico poderoso que cura a todos los que le adoran y esperan en Él. Para ello no necesita de medicinas. Le basta con su palabra. Aunque vive en el cielo, está presente en todas partes, por más que tú no le conozcas.
Máximo: Las tonterías que dices no te van a salvar. Sacrifica o perderás la vida.
Andrónico: No retiro una sola de mis palabras. No creas que vas a asustarme como a un niño.
El tercer interrogatorio tuvo lugar en Anazarbus. Taraco fue el primero en comparecer y respondió con su valentía habitual. Cuando Máximo mandó tenderle en el potro, Taraco le dijo: «Podría yo alegar el rescripto que prohibe que los jueces condenen al potro a los militares, pero renuncio voluntariamente a ese privilegio.» Máximo condenó también a Probo a la tortura y ordenó a los guardias que le hiciesen comer, por fuerza, algunos de los alimentos que se habían ofrecido a los ídolos.
Máximo: ¿Ya lo ves? Después de tanto sufrir por no ofrecer sacrificios, has acabado por comer los manjares ofrecidos a los dioses.
Probo: No veo por qué consideras como una hazaña el haberme hecho comer esos manjares contra mi voluntad.
Máximo: Como quiera que sea, ya los probaste. Prométeme ahora gustarlos por tu voluntad y te pondré inmediatamente en libertad.
Probo: Aunque me obligaras a comer todos los manjares ofrecidos a los ídolos, no ganarías gran cosa, porque Dios ve que los como contra mi voluntad.
Finalmente, los tres mártires fueron condenados a ser arrojados a las fieras. Máximo mandó llamar a Terenciano, el encargado de los juegos del circo, y le ordenó que organizase una función para el día siguiente. Desde muy temprano, la multitud llegó al teatro, que distaba más de un kilómetro de Anazarbus. El autor de las actas narra muy por menudo los acontecimientos y afirma que él los presenció, con otros dos cristianos, desde una colina próxima. En cuanto los mártires penetraron en la arena, la multitud guardó silencio, compadecida de los cristianos, y muchos empezaron a murmurar contra la crueldad del gobernador. Algunos se dispusieron a partir, pero el gobernador, furioso, dio orden de cerrar las puertas. Un león, un oso y otras fieras salvajes fueron sacadas a la arena, pero se limitaron a lamer las heridas de los mártires, sin hacerles daño alguno. Máximo, ciego por la cólera, mandó que los gladiadores decapitasen a los tres testigos de Cristo. Una vez cumplida la sentencia, Máximo mandó que sus cadáveres quedasen bajo la guardia de seis centinelas para que los cristianos no los robasen. La noche era muy oscura, y una violenta tempestad dispersó a los guardias. Los cristianos, guiados por una milagrosa estrella, distinguieron los cadáveres de los mártires, los cargaron en las espaldas y les dieron sepultura, en una cueva de las colinas cercanas. El autor de las actas cuenta que los cristianos de Anazarbus enviaron su relato a la iglesia de Iconium para que Io hiciesen llegar a los fieles de Pisidia y Panfilia a fin de alentarlos.
Ruinart y Acta Sanctorum, oct., vol. V, presentan los textos griego y latino de las actas. Existen además otras recensiones, entre ellas una versión siria publicada por Bedjan. También se conserva un panegírico de Severo de Antíoco (Patrologia Orientalis, vol. XX, pp. 277-295. Harnack, Die Chronologie der altchritslich Litteratur, vol. II, 1904, pp. 479-480), hablando sobre las actas, aduce algunas razones que le mueven a no considerarlas como copia de un documento oficial; no obstante, su opinión acerca de ellas es menos severa que la de Delebaye en Les légendes hagiographiques (1927), p. 114.