San Francisco Javier sembró el cristianismo en Japón, adonde llegó en 1549. Él mismo convirtió y bautizó a considerable número de paganos. Posteriormente provincias enteras recibieron la fe. Se dice que en 1587 había en Japón más de doscientos mil cristianos. En 1588, el altivo Ministro Hideyoshi, habiéndose arrogado los honores de una deidad, ordenó que todos los misioneros deberian abandonar sus dominios en un término de seis meses. Algunos obedecieron, pero muchos permanecieron ocultos. En 1596, Hideyoshi, uno de los hombres más orgullosos y llenos de vicios, se enfureció por la jactancia del capitán de un barco español que dijo que el propósito de los misioneros era facilitar la conquista de Japón a los portugueses o españoles, y al año siguiente tres jesuitas y seis franciscanos fueron crucificados en una colina cerca de Nagasaki. Los franciscanos eran san Pedro Bautista, comisario de los frailes en Japón, san Martín De Aguirre, san Francisco Blanco, san Francisco de San Miguel (un hermano lego), todos ellos españoles; además san Felipe de Jesús, nacido en la ciudad de México, que aún no estaba ordenado, y san Gonzalo García. La nacionalidad del último nombrado, también hermano lego, es tema de discusión, ya que nació en Bassein, cerca de Bombay, se cree que de padres portugueses; pero otros declaran que sus padres eran hindúes conversos que tomaron nombres portugueses. De los jesuitas, uno era san Pablo Miki, un japonés de noble alcurnia y eminente predicador; los otros dos, san Juan Goto y Santiago Kisai, habían sido admitidos a la orden como hermanos coadjutores, poco antes de su martirio. Los diecisiete mártires restantes eran también japoneses; varios de ellos eran catequistas e intérpretes, y todos eran terciarios franciscanos. Incluían a un soldado, san Cayo Francisco; a un médico, san Francisco De Miako; a un natural de Corea, san Leon Karasuma, y a tres muchachos de unos trece años que ayudaban la misa a los frailes, santos Luis Ibarki, Antonio Deynan y Tomás Kasaki, cuyo padre también fue martirizado.
Después de haberles cortado parte de la oreja izquierda, con las mejillas manchadas de sangre, veinticuatro de los mártires fueron llevados a través de varias poblaciones para aterrorizar a los demás. Al llegar al sitio de la ejecución cerca de Nagasaki, se les permitió confesarse con los dos jesuitas. Después los sujetaron a las cruces con cuerdas y cadenas en los brazos y piernas; con una argolla de hierro alrededor de sus gargantas, fueron levantados en alto, y se dejó caer el pie de cada cruz dentro de un agujero excavado en el suelo. Las cruces se pusieron en una fila, a un metro poco más o menos de distancia entre sí. Junto a cada mártir había un verdugo presto a atravesarle el costado con una lanza, de acuerdo con el método de crucifixión japonés. Tan pronto como todas las cruces estuvieron plantadas, los verdugos elevaron sus lanzas a una señal dada, y mataron a los mártires casi en el mismo instante. Sus paisanos cristianos conservaron como un tesoro su sangre y sus vestidos, a los cuales se les atribuyen muchos milagros. Estos veintiséis testigos de Cristo fueron canonizados en 1862. El heroísmo de los niños nos llena siempre de admiración, pero en este caso hay un elemento más digno de ella. Conviene recordar, que era costumbre practicada en el Japón que cuando el que hacía cabeza en la familia era acusado, el castigo recaía sobre todos los miembros de ella. Un historiador moderno de Japón, el capitán Brinkley, dice que el "castigo de este género se contaba como una de las armas más efectivas del administrador".
Tomado, aunque con algunas variantes, del Butler-Guinea, 1964. El cuadro reproducido en primer lugar, el «Martirio de Pablo Miki, Juan Goto y Santiago Kisai», está atribuido (aunque su autoría cierta se desconoce) a Mosén Pedro García Ferer, pintor aragonés de formación valenciana, y tiene el valor de ser contemporáneo de los hechos, ya que fue pintado entre el 1600 y el 1650, actualmente se encuentra en la colección permanente del Museo de Bellas Artes de Valencia.