Santa Tarsicia fue, según los genealogistas, hija de Ambert y Blitilde. Él era un rico señor de Aquitania, emparentado con la que luego fue la dinastía real francesa, y la madre, a su vez, hija de Clotario I. Los hermanos de Tarcicia fueron Arnoal, bisabuelo de Carlomagno, San Ferreol, obispo de Uzés y Moderico, obispo de Larzac.
La leyenda local de la santa cuenta que desde muy joven se consagró Tarsicia al servicio de Dios. Para adquirir libertad, renuncia a las ventajas de una casa opulenta, y por una inspiración del Espíritu Santo, abandona su tierra. Despues de varias peregrinaciones llega a Rouergue, y se asienta en la parroquia de Rodelle, en el bosque, en soledad, aislada de todo contacto con el mundo. Se dice que el Señor la alimentaba cada día milagrosamente: una cabra venía a horas fijas a darle leche.
La santa pasó muchos años en soledad, hasta que un día se abrió el cielo, brilló una gran luz y se encontró el cuerpo de Tarsicia sin vida, que exhalaba un exquisito olor. Esto ocurrió hacia el año 600. Fue transportada a Rodez por el obispo y su clero, y el concurso de gran parte del pueblo. Las reliquias fueron objeto de veneración, especialmente en el monasterio de Saint-Sernin, en Rodez, hasta la Revolución Francesa. Las religiosas, casi todas de familias nobles, se enorgullecían de tener consigo tan venerables cuanto nobles reliquias. Para evitar la profanación, las reliquias fueron guardadas, y más tarde vueltas a exponer en un rico relicario en la catedral de Rodez.
Debemos suponer -como en el caso de otros ermitaños- que su gruta era frecuentada por vecinos del lugar que iban, ya a pedir consejo, oraciones o curaciones, lo que explicaría la fama de santidad reconocida de manera inmediata a su muerte. No lejos de la gruta donde la santa vivió se encuentra una fuente que se afirma milagrosamente eficaz en los problemas de los ojos, gracias a la bendición recibida Tarsicia.
En Acta Sanctorum, enero, I, pág. 1068 se encuentra la (supuesta) genealogía real de santa Tarsicia, y el relato tradicional, en el que basamos el nuestro, en Petits Bollandistes, de Guerin, I, pág. 375