De entre las santas belgas que florecieron entre los siglos VIII y XII en las márgenes del Mosa, gozaron de gran veneración dos abadesas, hermanas de sangre, que vivieron en el siglo VIII, y fueron las fundadoras del monasterio de Eiken o Alden-Eiken; sus nombres eran Harlindis y Renula o Reinildis. Por algún motivo, quizás por simple omisión o porque estudios posteriores hayan determinado que se trataba sólo de una duplicación del mismo santo, el Martirologio Romano actual no menciona a la primera de ellas sino sólo a la segunda, siendo que los signos de santidad y la tradición del culto local habla parejamente de una y de otra. En todo caso en el presente artículo nos referiremos al mismo tiempo a las dos hermanas, ya que la fuente de donde tomamos los datos, la «Vita» reproducida en Acta Sanctorum, las presenta indisolublemente juntas.
En cuanto a la fecha de la celebración, en su territorio de acostumbra celebrar a las dos hermanas juntas el 22 de marzo, aniversario de dos traslaciones solemnes de las reliquias (recuérdese que antes del siglo XVI, el traslado de las reliquias solía equivaler a una canonización), no obstante, en algunos martirologios aparecen en sus respectivas fechas de muerte: 12 de octubre Harlindis y 6 (más frecuentemente) u 8 de febrero Reinildis (el nuevo Martirologio Romano ha optado por el 6 de febrero).
El 22 de marzo del 860, menos de un siglo después de sus respectivas muertes, se construyó la nueva iglesia del monasterio, y las reliquias fueron solemnemente depositadas en el templo. La siguiente traslación tuvo lugar en 1171, cuando el Colegio de Canónigos de Eiken se trasladó a Masacum, y llevaron consigo a sus santas patronas. La primera de las dos fechas es importante, porque normalmente cuando se realizaba la «traslatio» se escribía un opúsculo con la «Vita» del santo (análogo a como se lee hoy un resumen de la vida antes de la ceremonia de canonización). Muchos de esos opúsculos se han conservado, y son una parte sustancial de lo que conocemos como Acta Sanctorum (actas de los santos), recopiladas a partir del siglo XVII. El valor histórico y literario de ese tipo de escritos es muy desigual; lamentablemente hay que decir que la mayor parte de ellos son escritos adocenados, puramente de ocasión, donde simplemente un autor copia a otro (o a sí mismo), aplicando a distintos santos los mismos hechos... sin embargo en muchos casos nos encontramos con agradables sorpresas. Es el caso, precisamente de la «Vita» de nuestras dos santas. En realidad la que se conserva es obra de tres autores distintos a lo largo de tres siglos, desde la época de la primera traslatio hasta aproximadamente el 1220. Naturalmente, la memoria concreta de los hechos (incluso en una cultura primordialmente oral) se había perdido, por lo que no podemos pedir gran precisión, sin embargo los escritores se han esforzado por ser moderados en las alabanzas a sus biografiadas, de modo que lo admirable de sus vidas surge de los hechos mismos, no del mero entusiasmo del narrador.
Nos cuentan que las santas eran de cuna noble, hijas de Adhalardo y Grinuara, padres piadosos. Preocupados por el futuro de sus dos hijas decidieron de común acuerdo darles una sólida formación, y no sólo fortuna, por lo que se esforzaron para que las niñas aprendieran a leer. Llegada una edad conveniente las enviaron (como fue práctica durante siglos) a vivir en un monasterio, no como religiosas, sino como alumnas internas, y así es que toman contacto con uno de los más famosos de la época, el de Valenciennes. Aprenden allí las destrezas propias de un monasterio femenino: el canto, el bordado, pero también la escritura y la pintura, en las que parece que destacó especialmente Reinildis.
Terminado el tiempo de formación, volvieron al hogar paterno, sin embargo el tiempo pasaba y no encontraban candidatos a la altura de ellas para darlas en matrimonio. Estaban ya desvelados (y el autor dice que ese desvelo era literal, es decir, que dormían cuando el sueño los vencía, orando para que Dios les abriese un camino para sus hijas). Y, nos dice el narrador, Dios se dignó visitar la tristeza y angustia de los padres: Adalhardo recordó que era dueño de unos terrenos incultivados junto al río Mosa, y que los árboles del lugar no daban frutos: entendió que era una señal para que ese terreno fuera utilizado con otro propósito; el terreno era espacioso, y contaba con un manantial de agua que podía, con la adecuada canalización, convertirse en muy fecundo. «Lleno de alegria, dio gracias a Dios en su corazón, teniendo para sí que el Señor mismo preparó el terreno para que el pudiera cumplir con los deseos de su corazón...» Se pusieron entonces manos a la obra: construir un monasterio, al que confluyeron trabajadores enseguida, y mujeres dispuestas a ingresar como hermanas. Bendecida la obra por Dios, se acabó a gran velocidad. En cuanto el monasterio de Eike -que así lo llamaron- comenzó a prosperar, Dios llamó a sí a los padres de las vírgenes, cuyos cuerpos fueron enterrados en el propio monasterio.
Las dos hermanas llevaron allí una vida de penitencia, mortificación, trabajo y alabanza a Dios. Dirigían el monasterio, pero no sólo por ser fundación familiar y tradición paterna, sino porque Dios mismo manifestó esa voluntad, al consagrarlas como abadesas los propios santos Willibrordo y Bonifacio, asiduos visitantes del lugar. El monasterio prosperó, por lo que no sólo afluían discípulas para consagrarse, e hijas de nobles para ser educadas hasta el matrimonio, sino que también iban prosperando en donaciones. LLegó a ser un importante centro de cultura local, donde se confeccionaban ornamentos litúrgicos, se fabricaban cirios, y se copiaban textos en el scriptorium.
El autor de la vita, con la misma honestidad narrativa que desplegó en los primeros capítulos, aborda ahora, en el tercero, la cuestión de los milagros: «no pretendo ser juez en esto, sino sólo transmitir lo que viene por tradición», efectivamente: las dos santas se caracterizaban por ser muy milagreras, ya en vida, y así, por ejemplo, una vez en que confluyeron en lugar los santos Willibrordo y Bonifacio, las hermanas se encontraron con que no quedaba suficiente vino, y al igual que en el Evangelio, Dios se compadeció de los hombres y por la oración de las santas abundó tanto el vino, que nunca más faltó en el monasterio.
Pero les llegó, como a toda carne, el tiempo de devolver el espíritu a Dios. La primera fue Harlindis: preparadas por una vida de santidad, dio consejos y exhortaciones a sus discípulas, y atacada por unas fiebres, murió el 12 de octubre de un año que no podemos precisar. Reinildis, en cambio, continuó dirigiendo el monasterio hasta una edad muy avanzada, y un 6 de febrero, según dicen algunas tradiciones, o un 8 de febrero, según el biógrafo, de un año que posiblemente fue el 780, entregó el alma a Dios.
Pero aun después de muertas Dios quiso manifestar su poder por medio de ellas, y así, el primer milagro que se verificó en su tumba fue el de una mujer de nombre Hiltwig que había quedado ciega, pero oró fervorosamente en la tumba de las santas y recobró la vista. Esto fue sólo el comienzo, ya que la cuestión se supo, y la tumba se convirtió en meta de peregrinación y lugar donde se multiplicaron los milagros. La devoción a las santas fue creciendo, alimentada por la fama de los milagros. Las reliquias fueron expuestas anualmente a la devoción d elso fieles durante siglos, siendo 1566 el último año en que se cumplió ese rito, ya que fueron quemadas por los calvinistas. Recién con ello disminuyó, aunque no desapareció, la devoción a las santas.
Ver Acta Sanctorum, marzo, III, (22 de marzo), pág 386-392.