Con frecuencia se ha dicho de los santos taumaturgos que el mayor de sus milagros fue su propia vida. El Dr. P. D. Sessa, al escribir sobre María Josefa Rossello, hace notar que no se distinguió por las visiones y voces celestiales y otras maravillas, pero que tres de las primeras religiosas de su congregación vivieron más de cien años, y que en vida de la santa, la pequeña semilla de la primera fundación produjo sesenta y ocho conventos. Josefa nació en 1811, en Albisola Marina, delicioso pueblecito costeño de Liguria. Fue la cuarta de los nueve hijos de Bartolomé Rossello y María Dedone. Bartolomé era alfarero. La niña recibió en el bautismo el nombre de Benita (Benedetta), que auguraba su futura santidad. Benita era vivaz e inteligente. El Dr. Sessa la llama «piccola condottiera» («la jefecita»). Pero la palabra «condottiere» ha significado también en la historia «soldado aventurero», y el espíritu aventurero formaba también parte del carácter de Benita. Un incidente de su niñez constituye un excelente ejemplo de lo que acabamos de decir: los habitantes de Albisola organizaron una peregrinación al santuario de Nuestra Señora de la Merced de Sayona; a causa de la distancia, todos los niños se quedaron en el pueblo. En tanto que los adultos estaban ausentes, Benita organizó otra peregrinación entre sus compañeros y compañeras de juego. Enarbolando una bandera hecha con un delantal, la niña guió la procesión al santuario de Nuestra Señora de la Merced que había en el pueblo. Oyendo a los niños cantar himnos, el sacristán creyó que se trataba de los peregrinos que volvían de Sayona y mandó echar las campanas a vuelo. En esa forma, la cruzada de los niños terminó triunfalmente. Según parece, Benita tenía entonces unos nueve años.
Siempre fue muy sensible a la belleza de las cosas creadas, particularmente a la hermosura del mar. En ciertos momentos del día, la belleza del mundo la hacía prorrumpir en exclamaciones de gozo. Naturalmente, tenía particular devoción a San. Francisco de Asís. A los dieciséis años, fue recibida en la tercera orden de San Francisco y tomó por director espiritual al capuchino Angel de Sayona. Durante algún tiempo, Benita pensó en hacerse anacoreta; pero su director la disuadió de ello. A los diecinueve años, la joven entró a servir en casa de la familia Monleone, en Sayona. A ese propósito solía repetir: «Las manos están hechas para el trabajo y el corazón para Dios». Durante siete años Benita asistió al señor Monleone, que estaba baldado. Todo el dinero que ganaba lo enviaba a su casa, pues su familia se hallaba en condiciones económicas difíciles. Benita habría podido permanecer toda la vida en casa de los Monleone; pero, después de la muerte del inválido, la joven se sintió llamada a abandonar el mundo.
Mons. Agustín de Mari era entonces obispo de Sayona. Angustiado por los peligros que acechaban a las jóvenes en la ciudad, deseaba fundar una obra para ocuparse de ellas. Benita había sido ya rechazada de un convento por falta de dote. Así pues, cuando se enteró del proyecto del obispo, se presentó a ofrecerle sus servicios. Mons. de Mari quedó muy bien impresionado por la actitud y modales de la joven y aceptó su ofrecimiento. El 10 de agosto de 1837, Benita, sus primas Angela y Dominga Pescio, y Paulina Barla, establecieron su residencia en una ruinosa casa de Sayona, llamada «La Commenda». Las nuevas religiosas se llamaron a sí mismas «Hijas de Nuestra Señora de la Merced» y Benita tomó el nombre de María Josefa. Todo lo que poseían se reducía a unos cuantos muebles, cuatro colchones de paja sobre el suelo, una bolsa de patatas y unas cuantas monedas; también tenían un crucifijo y una estatua de la Santísima Virgen. La finalidad de la congregación consistía en instruir a las niñas pobres, particularmente desde el punto de vista espiritual, y en fundar hospederías, escuelas, hospitales y toda clase de obras de misericordia, de acuerdo con el dictado de la inspiración divina.
La congregación quedó canónicamente constituida en octubre de ese mismo año. La primera superiora fue la madre Ángela. La hermana Josefa quedó como maestra de novicias y limosnera. En 1840, fue a su vez elegida superiora y ocupó ese cargo hasta su muerte. La primera casa resultó pronto demasiado pequeña. La comunidad alquiló entonces una casa, alrededor de la cual creció el macizo grupo de edificios que rodean actualmente la casa matriz de Sayona. Una de las primeras pruebas que debió soportar la madre Josefa fue la muerte del bondadoso y espléndido Mons. de Mari, sobre todo teniendo en cuenta que el vicario capitular no veía con buenos ojos a la nueva congregación. Pero el obispo que sucedió a Mons. de Mari después de un largo período de sede vacante, tenía ideas semejantes a las de su predecesor. Él fue quien aprobó las constituciones en 1846, cuando la congregación tenía ya treinta y cinco religiosas. Para entonces, habían partido de la casa madre los primeros miembros de la comunidad para encargarse del hospital de Varazze y de enseñar en las escuelas del municipio. Las fundaciones se multiplicaron en el norte de Italia, no sin dificultades. En algunas ciudades las religiosas encontraron oposición; por otra parte, la madre Josefa atravesó por un período de mala salud y el obispo insistió en que se tomase un descanso. A todo esto se añadían las dificultades económicas. Estas se resolvieron en parte, gracias a dos legados, uno de los cuales, totalmente inesperado, provenía de la Sra. Monleone, amiga y antigua ama de la santa.
Mons. de Mari había soñado siempre con que las religiosas fundasen casas de refugio para las jóvenes arrepentidas. La madre Josefa no lo había olvidado. Aunque el primer ensayo hecho en Génova resultó un fracaso, la santa consiguió fundar tres casas de refugio, a las que ella llamaba Casas de la Divina Providencia. Una de estas instituciones, la de Albisola, ocupaba la casa del franciscano Fernando Isola, a quien los turcos habían matado por odio a la fe en 1648, en Escútari. Se ha dicho de la madre Josefa que, en cuanto tenía un poco de dinero, pensaba en una nueva fundación. Entre sus obras se cuenta la Casa del Clero, que tenía por finalidad fomentar las vocaciones sacerdotales y ayudar a los seminaristas. El dinamismo y la visión de la santa provocaron la oposición de muchos miembros del clero contra esta innovación. Pero ella consiguió ganarse la voluntad del obispo, Mons. Cerruti, que defendió la Casa del Clero. Su sucesor, Mons. Boraggini, apoyó positivamente la fundación. En 1875, se fundó en América la primera casa de las Hijas de Nuestra Señora de la Merced, ya que las religiosas se establecieron en Buenos Aires; San Juan Bosco las había recomendado y había bendecido la empresa. Pronto empezaron a multiplicarse en el Nuevo Mundo las escuelas, hospitales, casas de refugio y otras obras de beneficencia.
En un retrato tomado en sus últimos años la santa aparece con un rostro firmemente perfilado y lleno de energía, sereno y con un dejo de obstinación. Es una anciana típica de principios del siglo XIX. La madre Josefa fue una de esas personas que esconden la santidad bajo las apariencias más sencillas. Aquella mujer que había fundado tantos conventos y obras de beneficencia, nunca se parecía más a si misma que cuando fregaba los pisos, limpiaba mesas o lavaba la ropa. A los sesenta y cuatro años, Santa Josefa empezó a sentir los efectos de las incesantes actividades de su vida. El corazón empezó a fallarle y la santa no tardó en perder el uso de sus piernas, de suerte que se vio obligada a contentarse con supervisar cl trabajo de sus hermanas, sin poder tomar parte en él. Eso la hizo sufrir mucho y solía repetir: «Soy una carga inútil; no hago más que estorbar». A esta prueba se añadió la de «la noche oscura del alma», cuando la madre Josefa fue presa de terribles escrúpulos y se sentía condenada al infierno. Pero su fe estuvo a la altura de aquel aparente abandono de Dios y la santa decía con frecuencia a sus hijas: «Aferraos a Jesús. Sólo cuentan Dios, el alma y la eternidad. El resto no vale nada». El 7 de diciembre de 1880, María Josefa Rossello, llena de paz y humilde confianza, fue a recibir el premio de sus trabajos. Tenía entonces sesenta y nueve años. Su canonización tuvo lugar en 1949.
Existe una edición particular de la vida de Santa Josefa, escrita por Katherine Burton. Francisco Martinengo, colaborador de la santa, publicó una biografía en italiano. El Dr. Piero Delfino Sessa escribió una útil semblanza biográfica, que fue publicada en Turín en 1938. Santa Josefa figura entre los santos franciscanos, ya que perteneció a la tercera orden.