Juana Antide-Thouret nació el 27 de noviembre de 1765, en Sancey-le-Long, en las cercanías de Besançon. Su padre era curtidor. Juana era la quinta hija de una numerosa familia. A los dieciséis años perdió a su madre y, hasta la edad de veintidós, se dedicó a atender a su padre; después, Dios la llamó claramente a la vida religiosa. Ingresó en el convento de las Hermanas de la Caridad, en París. Durante el postulado y el noviciado, cayó gravemente enferma dos veces. Por otra parte, cuando estalló la Revolución, la obra de las Hermanas de la Caridad fue apenas tolerada, sufrió una constante persecución por parte de las autoridades, hasta que, en 1793, las religiosas fueron dispersadas, antes de que Juana hiciera su profesión. Pidiendo limosna, hizo a pie el viaje hasta Sancey-le-Long. Su padre había muerto ya, y uno de sus hermanos se había hecho revolucionario, cosa que causó gran pena a Juana. La santa se fue a vivir con su madrastra y abrió una escuela gratuita. Por la mañana, enseñaba a los niños del pueblo a leer y escribir y los instruía en la doctrina cristiana. El resto del día y parte de la noche, los pasaba en visitas a los enfermos y necesitados de la parroquia. Como si fuese poco, daba albergue a los sacerdotes perseguidos para que pudiesen celebrar la misa y administrar los sacramentos. Por ello, fue denunciada repetidas veces a las autoridades, pero con su encantadora franqueza desarmaba a todo el mundo. Sin embargo, en 1796, hubo de refugiarse en Suiza, donde vivió con las Hermanas del Retiro Cristiano, una congregación fundada en Friburgo por el venerable Antonio Receveur. Juana acompañó a las religiosas a Alemania y, al cabo de algún tiempo, retornó al cantón suizo de Neufelnitel, a pie y pidiendo limosna. Ahí conoció al P. de Chaffoy, vicario general de Besançon, el cual, viendo que las circunstancias habían mejorado en Francia, la invitó a volver a su patria para encargarse de una escuela. Juana se resistía al principio, alegando que carecía de una formación adecuada en la disciplina religiosa. Pero el P. de Chaffoy le respondió: «Es verdad. Y, sin embargo, estoy seguro de su capacidad para hacer lo que le pido. Lo que se necesita es valor, virtud y confianza en Dios, precisamente las cualidades que la adornan».
La escuela de Besançon se inauguró en abril de 1799. Para octubre, la fundación contaba ya con cuatro miembros, y la escuela se transladó a una casa más espaciosa, a la que las religiosas añadieron un dispensario y un comedor gratuito. En 1800, las religiosas eran ya doce, y se inició el noviciado regular. Se criticó mucho a santa Juana por haber fundado una nueva congregación en vez de volver a su antiguo instituto cuando se firmó el Concordato, en 1801, y ella no estaba del todo tranquila acerca de ese punto, hasta que el P. de Chaffoy le hizo comprender que no tenía compromiso alguno con su antigua congregación. En efecto, Juana no había llegado a hacer la profesión, la Revolución la había arrancando por fuerza a la comunidad, y la vida comunitaria no estaba aún legalmente restablecida. Por otra parte, había fundado la nueva congregación por obediencia a las autoridades eclesiásticas. A petición del prefecto de la ciudad, Juana aceptó la dirección del manicomio femenino de Belleveaux, en el que no sólo había enfermas mentales, sino también huérfanas, mendigas y criminales. Por haber aceptado la dirección de esa institución, se levantó contra ella una oleada de odio y hostilidad que, durante algún tiempo, obstaculizó el progreso de la congregación. Pero al fin, en 1807, el arzobispo de Besançon, Mons. Le Coz, aprobó oficialmente la congregación. En 1810, las Hermanas de la Caridad de Besançon tenían ya casas en Suiza y Saboya. Ese año, Joaquin Murat, rey de Nápoles, cedió a santa Juana el convento de Regina Coeli para que administrase uno de los hospitales de la ciudad. La santa se transladó a Nápoles con siete religiosas y ahí permaneció hasta 1821, ocupada en organizar la educación de las niñas, el cuidado de los enfermos y la situación económica de la comunidad. Una de las cosas que hizo, fue conseguir que se rescindiesen las leyes que dejaban a las religiosas a merced de las autoridades civiles y prohibían que las comunidades establecidas en Nápoles dependieran de una madre general extranjera.
Pío VII aprobó el instituto en 1818. Al año siguiente, lo confirmó por un breve. Desgraciadamente, en vez de regocijarse y aprovechar la nueva estabilidad que confería a la congregación la aprobación pontificia, las religiosas se dividieron. Ese cisma fue la gran pena durante los últimos años de la fundadora. En el breve de aprobación, la Santa Sede había hecho ligeras modificaciones a la regla y había dispuesto que todos los conventos de las Hermanas de la Caridad bajo la protección de San Vicente de Paul (pues tal era el nombre oficial) debían depender de los obispos locales y no del arzobispo de Besançon, como hasta entonces estaba establecido. El arzobispo de Besançon, Mons. Cortois de Pressigny, que tenía una mentalidad galicana, declaró que no estaba dispuesto a admitir esa cláusula. Así pues, separó del resto de la congregación a todos los conventos de su diócesis y aun prohibió a las religiosas que recibiesen a su fundadora y superiora general. En 1821, santa Juana fue a Francia y pasó dieciocho meses en París, tratando en vano de resolver las dificultades. Como último recurso, se presentó personalmente en la casa madre de Besançon, pero las religiosas se negaron a recibirla. Desde el punto de vista de la caridad y por el examen de los hechos, podemos suponer que las religiosas procedieron así por obediencia al arzobispo y no por espíritu de partido. Felizmente, antes de que el cisma tornase forma definitiva, muchas de las religiosas de Besançon tomaron partido en favor de su superiora y de las disposiciones de la Santa Sede. Santa Juana escribía: «Por lo que toca a los asuntos de Francia, dejémoslo todo en manos de la Providencia. Según el consejo de la Santa Sede, hemos hecho todo lo posible por restablecer la unidad y no lo hemos conseguido aún. Así pues, no nos queda más que dejarlo todo a la misericordia de Dios, en cuyas manos nos hemos puesto desde hace mucho tiempo. ¡Que todo sea para Su gloria!» La santa regresó a Nápoles. Al cabo de tres años, en los que trabajó con afán fundando nuevos conventos en diversas partes de Italia, murió apaciblemente, el 24 de agosto de 1826. Juana Antide-Thouret fue canonizada en 1934.
La mejor biografía es la de F. Trochu. Existe en francés otra biografía escrita por P. Bernard y en inglés, una escrita por Blanche Anderdon.