Catalina Tomás, que nació en el pueblecito de Valdemuzza y murió en Palma, pasó toda su vida en la isla de Mallorca. Sus padres murieron cuando la niña -que era la séptima hija- sólo tenía siete años, sin dejarle nada de herencia. Se cuentan cosas muy tristes de los malos tratos que sufrió Catalina en la casa del tío paterno a cuyo cuidado había quedado; era prácticamente una esclava, a la que los mismos criados podían sobrecargar el trabajo y maltratar a su gusto. Catalina soportó esos sufrimientos con invencible paciencia y mansedumbre. Cuando tenía unos quince años de edad, las apariciones de san Antonio y su patrona santa Catalina despertaron en ella la vocación religiosa. La joven confió sus deseos a un santo ermitaño, el P. Antonio Castañeda. Para probar su vocación, el ermitaño le dijo que continuase encomendando el asunto a Dios y que él lo haría también hasta obtener la respuesta del cielo. Catalina obedeció, pero tuvo que esperar largo tiempo; la espera resultó tanto más larga, cuanto que el temor de verse privado de sus servicios hizo que su tío la maltratase aun más que antes. Sin embargo, el P. Antonio no la olvidó, a pesar de lo difícil que era encontrar sitio en un convento para una joven sin dote. Para empezar, el P. Antonio arregló que Catalina fuese a servir a una familia de Palma, donde su vida espiritual no encontraría ninguna oposición. La hija de la casa le enseñó a leer y a escribir; pero, en cuestiones de vida espiritual, se convirtió en discípula de Catalina, pues ésta, había ya avanzado mucho en el camino de la perfección.
Varios conventos abrieron sus puertas a Catalina, casi al mismo tiempo, la joven decidió ingresar en el de Santa María Magdalena de Palma, de las Canonesas de San Agustín. Tenía entonces veinte años. Desde el primer momento, se ganó el respeto de todos por su santidad, su humildad y su deseo de ser útil a los demás. Durante algún tiempo, Catalina no se distinguía en nada de sus fervorosas connovicias; pero pronto fue objeto de una serie de extraordinarios fenómenos, que se cuentan detalladamente en su vida: Todos los años, desde un par de semanas antes de la fiesta de santa Catalina de Alejandría, entraba en un profundo trance. Inmediatamente después de comulgar, le sobrevenía una especie de éxtasis, que duraba buena parte del día, cuando no varios días y aun dos semanas. Algunas veces era como un estado cataléptico en el que desaparecía toda señal de vida; otras veces, la santa avanzaba con los pies juntos y los ojos cerrados, conversando con los espíritus celestiales y totalmente abstraída del mundo exterior. Sólo en algunos casos podía responder a las preguntas que se le hacían. También poseía el don de profecía.
La santa se vio además sujeta a tremendas pruebas y asaltos del enemigo. No sólo tuvo que sufrir los malos pensamientos que le sugería el demonio, sino también alarmantes alucinaciones y aun ataques materiales del espíritu del mal. En tales ocasiones, sus hermanas oían terribles gritos y ruidos y observaban los efectos de los ataques en la santa, pero no veían al enemigo y tenían que cotentarse con tratar de aliviar los sufrimientos de Catalina. La santa trató siempre evitar que esto le impidiese el puntual cumplimiento de sus deberes. Su muerte, que ella misma había predicho, ocurrió cuando no tenía más que cuarenta años de edad. Fue beatificada en 1792 y canonizada en 1930.
En la bula de canonización, Acta Apostólicae Sedis, vol. XXII, 1930, pp. 371-380 se hallará un resumen de la vida de Santa Catalina y una narración detallada de los milagros probados en la última parte del proceso. Las primeras biografías se deben al canónigo Salvador Abrines, confesor de Santa Catalina, y al P. Pedro Caldes. En los documentos del proceso, cuya primera parte fue probablemente impresa en 1669, hay numerosas citas de esas biografías. En la época de la beatificación se publicó en Roma una obra titulada Ristretto della Vita della Beata Catarina Tomas.