La figura del papa san Siricio pasó mucho tiempo eclipsada por el juicio negativo que dan acerca de él las obras del gran san Jerónimo, que es un personaje por muchos aspectos excepcional, en especial por su vasta cultura, pero que con facilidad cae en juicios temerarios, inspirados por la simpatía o antipatía personal, como saben los que han leído sus vivísimas cartas. Se puede decir que la antipatía del gran erudito hacia Siricio ha pesado sobre este papa durante casi catorce siglos, puesto que sólo en 1748 san Siricio fue admitido en el Martirologio Romano por el Papa Benedicto XIV, suficientemente firme como historiador y como canonista, como para poder disentir de la secular prevención de San Jerónimo.
Siricio fue el sucesor de san Dámaso, y ejerció el pontificado de 383 a 399. Dámaso había sido el gran protector de san Jerónimo, pero también Siricio tuvo un muy fuerte campeón en quien apoyarse, y su elección fue de lo más acertada, ya que recayó en san Ambrosio, obispo de Milán. Esta ciudad se había convertido en la capital del Imperio de Occidente, y el obispo Ambrosio había llegado a poseer una autoridad sin precedentes. Un Papa mezquinamente celoso habría dudado en aumentar el prestigio de ese personaje, ante quien el obispo de Roma quedaba probablemente en segundo lugar. En cambio, el romano Siricio, deseoso sobre todo del bien de la Iglesia, confia en Ambrosio gran parte de la dirección de los asuntos eclesiásticos, lo que lo hace casi un socio en el gobierno de la Iglesia. Por su parte, Ambrosio no se aprovechó de esa posición y mantuvo siempre una respetuosa actitud hacia el obispo de Roma. San Sirico, por su parte, fue el papa de la moderación y el equilibrio. Se sentía verdaderamente padre -o más bien servidor- de todos los fieles, y rehuía de los particularismos que a menudo dividían a las diversas iglesias: «Nosotros -decía con hermosa expresión- llevamos la carga de todos los que están cargados, o mejor dicho, es el bienaventurado apóstol Pedro quien la lleva en nosotros». El fogoso san Jerónimo, que se lanzaba como una catapulta contra adversarios reales o supuestos, no podía llevarse bien con este Papa enemigo del extremismo y la intemperancia.
A Siricio le tocó también la lucha contra la herejía, en particular (aunque no únicamente) contra la expresada por un monje romano, Joviniano, que se oponía al mayor mérito de las buenas obras, y de la vida célibe; Joviniano sostenía la identidad (frente a le redención) del buen y del mal obrar, negaba la virginidad perpetua de María y el mérito en la vida de la Virgen. Encontró algunos adeptos entre los monjes y monjas de Roma, pero en el 390-392, el Papa celebró un sínodo en Roma, en el que Joviniano y ocho de sus seguidores fueron condenados y excluidos de la comunión de la Iglesia. La decisión fue enviada a san Ambrosio, quien celebró un sínodo de los obispos de la Alta Italia, que en aceptación de la medida del Sínodo Romano, condenó también a estos herejes.
En el Oriente Siricio intervino para resolver el cisma de Melecio en Antioquía; este cisma había continuado a pesar de la muerte en el 381 de Melecio en el Concilio de Constantinopla. Los seguidores de Melecio había elegido a Flaviano como su sucesor, mientras que los partidarios del obispo Paulino, después de la muerte de este obispo (388), eligieron a Evagrio. Evagrio murió en 392, y a través de gestiones de Flaviano no se eligió a ningún sucesor. Por mediación de san Juan Crisóstomo y Teófilo de Alejandría, una embajada -encabezada por el Obispo de Acacio de Berea- fue enviada a Roma para persuadir a Siricio a que reconociera a Flaviano y lo readmitiera a la comunión de la Iglesia.
En cuanto a la disciplina, san Siricio la reforzó en la carta que escribió para responder a ciertas preguntas del obispo Himerio de Tarragona. Esa instrucción, que San Siricio mandó comunicar a los demás obispos por medio de Himerio, es el primer decreto pontificio que se conserva íntegro. Entre otras cosas, el Papa mandó que los sacerdotes y diáconos casados cesen de cohabitar con sus esposas. Este es el documento más antiguo que se conoce acerca de la actitud de la Santa Sede en la cuestión del celibato eclesiástico, que sin embargo tardó mucho más tiempo en generalizarse en la Iglesia latina.
Siricio fue también el papa que consagró la basílica de San Pablo Extramuros, que había sido ensanchada por el emperador Teodosio I. El nombre del Pontífice se conserva todavía en una columna que no fue destruida por el incendio de 1823. Y fue también quien asumió para el obispado de Roma el nombre de «Papa», que se venía utilizando no de manera formal. A su muerte, en el 399, fue enterrado en la Cementerio de Priscila, en la Via Salaria.
Basado en el artículo sin firma de Santi e Beati, y en datos extraídos de la Catholic Encyclopedia y del Butler-Guinea, tomo IV, pág. 422. Estos textos remiten como una de las fuentes importantes al Liber Pontificalis (ed. Duchesne), vol. I, pp. 217-218. Véase H. Jedin, Manual de Historia de la IGlesia, Herder, tomo II, 1980, pág. 350ss. La selección de los escritos auténticos y atribuidos, extraidos del Migne PL, puede consultarse en Documenta Catholica Omnia