No sabemos nada del nacimiento ni del origen de este santo. La pureza de su latín hace pensar que se trata de un romano, y su cuidado en ocultar el rango que ocupaba en el mundo, ha sido interpretado como una muestra de humildad y un indicio de su elevado linaje. Pasó la primera parte de su vida en los desiertos de Oriente; pero abandonó su retiro para ir a predicar el Evangelio en Nórico, de Austria. Primero se dirigió a Astura, actualmente Stockerau, donde encontró al pueblo endurecido en el vicio; predijo allí un castigo de Dios, y prosiguió hacia Comagéne (Hainburg), en el Danubio. Su profecía se cumplió pronto, porque Astura fue saqueada y sus habitantes decapitados por los hunos. Este vaticinio y otros milagros que realizó, hicieron famoso a san Severino. Faviana, una ciudad del Danubio, imploró su protección durante una terrible carestía. San Severino predicó la penitencia en la ciudad, y amenazó tan duramente a una mujer rica que había almacenado una gran cantidad de víveres, que ésta los distribuyó entre los pobres. Poco después de su llegada a la ciudad, se fundió el hielo que obstruía el Danubio y el Inn, y las barcas pudieron aprovisionar a la ciudad. San Severino obró numerosos milagros, pero no curó la enfermedad de los ojos que hacía sufrir a Bonoso, el más querido de sus discípulos, quien sin embargo, no dejó decaer su fervor, durante los cuarenta años que soportó ese mal. Severino no cesaba de exhortar a todos al arrepentimiento y la piedad; rescataba a los cautivos; consolaba a los afligidos; era un verdadero padre con los pobres; curaba a los enfermos; aligeraba y aun llegaba a evitar las calamidades públicas, y atraía las bendiciones del cielo a dondequiera que iba. Muchas ciudades pidieron que fuese nombrado obispo, pero Severino se opuso a ello, diciendo que ya bastante había hecho con abandonar su amada soledad para instruir y reconfortar a los fieles.
San Severino fundó varios monasterios, el más conocido de los cuales fue el de los bancos del Danubio, cerca de Viena; sin embargo, no se retiró a vivir en ninguno de ellos, sino en una ermita, donde podía entregarse libremente a la contemplación. Nunca comía antes de la caída del sol, excepto en las grandes fiestas. Iba siempre descalzo, aun en las épocas en que el Danubio estaba helado. Los reyes y príncipes bárbaros acudían a verle. Así lo hizo Odoacro, cuando marchaba sobre Italia. La celda del santo era tan baja, que Odoacro no podía estar de pie en ella. San Severino le predijo que tendría éxito en la conquista de Italia y, cuando Odoacro se vio dueño de aquel país, escribió al santo, ofreciéndole cualquier cosa que pidiera. La única gracia que éste solicitó, fue la restitución a su patria de un desterrado. Habiendo predicho su propia muerte mucho antes de que ocurriera, Severino cayó enfermo el 5 de enero. Al cuarto día de su enfermedad, cuando repetía el versículo del salmista: «Espíritus todos, adorad al Señor», le sobrevino la muerte. Esta tuvo lugar entre los años 476 y 482. Poco después sus discípulos, desterrados por los bárbaros, se retiraron con sus reliquias a Italia, y las depositaron en Luculano, cerca de Nápoles. Allí construyeron un monasterio, del que Eugipio, discípulo y biógrafo de nuestro santo, fue nombrado abad. Las reliquias de san Severino se trasladaron a Nápoles el año 910, a la abadía benedictina que lleva su nombre.
La principal autoridad por lo que se refiere a la vida de san Severino es la biografía escrita por su discípulo Eugipio. El mejor texto de ella se encuentra en la edición de T. Mommsen (1898), y en la Vienna Corpus scriptorum ecclesiasticorum latinorum, editada por Pius Knoell (1886). Ver también A. Baudrillart, St. Séverin (1908); y T. Sommerland, Wirtschaftsgeschichtliche Untersuchungen, pt. II, 1903. Sommerland aduce los motivos que existen para pensar que san Severino pertenecía a una noble familia de África, y que había sido consagrado obispo en su patria, antes de buscar refugio en la vida eremítica del Oriente.