Serafín nació en 1540 en Montegranaro, en las Marcas, hijo de Jerónimo Rapagnano y Teodora Giovannuzzi, de humilde condición pero fervorosos cristianos. A causa de la pobreza familiar trabajó cierto tiempo en calidad de mozo en casa de un campesino para cuidar el rebaño como los cohermanos contemporáneos San Pascual Bailón y San Félix de Cantalicio, en la soledad de los campos supo aprender a leer, siendo analfabeto, en el gran libro de la naturaleza y elevar su alma a Dios.
A los 18 años tocó a la puerta del convento de Tolentino. Después de algunas dificultades, fue aceptado como religioso no clérigo en la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos, hizo el noviciado en Jesi. Peregrinó, puede decirse que por todos los conventos de las Marcas, porque, a pesar de su buena voluntad y su máxima diligencia que ponía en el cumplimiento de los oficios que le encomendaban, no lograba satisfacer ni a superiores ni a cohermanos, que no le ahorraban reproches y castigos, pero él siempre mostró gran bondad, pobreza, humildad, pureza y mortificación. En los oficios que ejercitó de portero y limosnero, en contacto con las más variadas personas, sabía encontrar palabras oportunas y una exquisita delicadeza de sentimientos para conducir las almas a Dios.
A ejemplo del Seráfico Padre, amó la naturaleza, que le hablaba al corazón y lo elevaba a Dios. En muchos episodios de su vida parece que se reviven algunas de las más características páginas de las “Florecillas”. Desde 1590 Serafín permaneció en Ascoli Piceno. La ciudad se aficionó de tal manera a él, que en 1602, al difundirse la noticia de un traslado suyo, las autoridades escribieron a los superiores para evitarlo. Verdadero mensajero de paz y de bien, ejercía un influjo grandísimo entre todos los estratos sociales y su palabra lograba componer situaciones alarmantes, apagar odios inveterados, enfervorizar para las virtudes, mitigar las costumbres, logrando una eficaz reforma en el espíritu del concilio de Trento.
Oración, humildad, penitencia, trabajo y paciencia, mucha paciencia porque los reproches siempre eran abundantes para él. Y Dios se encargó de ayudarlo supliendo sus capacidades, en la cocina, en la portería, en el huerto, en la limosna, con milagros, intuición de corazones, el don de saber consolar a todos en forma inimitable. Por su parte siempre permaneció contento de amar a Dios, conociendo y estudiando sólo dos libros: el crucifijo y la corona del rosario.
Tenía 64 años y ya la fama de su santidad se difundía por Ascoli, cuando él mismo pidió con insistencia el viático, pero nadie creía en su próximo fin. La muerte le sobrevino el 12 de octubre de 1604. Después que expiró, simple también en la muerte, la voz del pueblo que lo llamaba santo, llegó hasta los oídos del Papa Pablo V, el cual autorizó que se encendiera una lámpara sobre su tumba. Fue canonizado por Clemente XIII el 16 de julio de 1767.