En el siglo III, los godos cruzaron el Danubio y se establecieron en las provincias romanas de Dacia y Moesia. De ahí partían a sus expediciones al Asia Menor, especialmente a Galacia y Capadocia, de las que traían muchos esclavos cristianos, tanto sacerdotes como laicos. Los prisioneros empezaron pronto a convertir a sus amos y construyeron varias iglesias. El año 370, uno de los jefes godos emprendió una persecución contra los cristianos para vengarse, según se cree, de la declaración de guerra del emperador romano. Los martirologios griegos conmemoran a cincuenta y un mártires de esa persecución; los dos más famosos son san Sabas y san Nicetas. Sabas, que se había convertido al cristianismo cuando era muy joven, trabajaba como cantor o lector en la iglesia. Al principio de la persecución, los magistrados dieron la orden de que los cristianos comiesen la carne ofrecida a Ios ídolos; pero algunos paganos, que querían salvar a sus parientes cristianos, persuadieron a los guardias de que los hiciesen comer carne que no había sido ofrecida a los ídolos. Sabas denunció valientemente este método ambiguo; no sólo se negó a comer la carne, sino que declaró que quien la comía era reo de traición. Algunos cristianos aplaudieron su manera de proceder, pero otros se rebelaron y le obligaron a salir de la ciudad. Sin embargo, el santo pudo volver pronto.
Al año siguiente, la persecución volvió a desencadenarse y algunos de los principales personajes de la ciudad se ofrecieron a jurar que no quedaba ya ningún cristiano. Cuando estaban a punto de prestar el juramento, se presentó Sabas y dijo: «No juréis por mí, pues yo soy cristiano». El juez preguntó a los presentes si Sabas era rico; al saber que lo único que poseía eran los vestidos que llevaba puestos, le dejó en libertad, diciendo despectivamente: «Este pobre diablo no puede hacernos bien ni mal».
Dos o tres años más tarde, se recrudeció nuevamente la persecución. Tres días después de la Pascua, llegó a la ciudad un pelotón de soldados, al mando de un tal Ataridio. Inmediatamente se precipitaron a la casa del sacerdote Sansala, donde Sabas se hallaba descansando, después de las fiestas. Los soldados maniataron a Sansala en el lecho y le arrojaron en un carro; a Sabas le sacaron también de la cama, le arrastraron desnudo sobre unos arbustos espinosos y le molieron a palos. A la mañana siguiente, Sabas dijo a los perseguidores: «¿No es cierto que me arrastrasteis anoche sobre las espinas? Pues, como veis, no hay en mi cuerpo ninguna herida ni cicatriz». Los perseguidores, en efecto, no pudieron descubrir el más leve rasguño en su piel. Decididos a hacerle sufrir, le ataron de brazos y pies a las rejas de un carro y le torturaron gran parte de la noche. Cuando se cansaron de ello, la mujer en cuya casa se alojaban, movida a compasión, desató a san Sabas, pero éste se negó a huir. A la mañana siguiente, los verdugos le ataron de las manos a una de las vigas de la casa. Después pusieron delante de Sabas y Sansala la carne ofrecida a los ídolos. Ambos se rehusaron a comerla y Sabas exclamó: «Esta carne es tan sucia e impura como Ataridio, quien nos la ha enviado». Entonces uno de los soldados le golpeó con su jabalina, con tal violencia, que todos creyeron que le había matado. Pero el siervo de Dios no sintió el golpe, y dijo: «¿Creías haberme matado? Pues te confieso que si tu jabalina fuera de lana, no me habría hecho más daño».
En cuanto Ataridio se enteró de lo ocurrido, mandó que ahogasen a san Sabas en el río. Al llegar a la orilla, uno de los soldados dijo a sus compañeros: «Dejemos escapar a este inocente, pues su muerte no hará ningún bien a Ataridio». Pero Sabas increpó al soldado que no quería cumplir las órdenes que había recibido, diciéndole: «Yo veo lo que tú no ves. Del otro lado del río hay una multitud que está esperando a mi alma para conducirla a la gloria; lo único que hace falta es que mi alma se separe del cuerpo». Entonces los verdugos le sumergieron en el río y le mantuvieron debajo del agua con una losa atada al cuello. Según parece, el martirio de san Sabas tuvo lugar en Targovisto, al noroeste de la actual ciudad de Bucarest.
El relato del martirio de san Sabas, en forma de carta, recuerda ciertas frases de la carta en que los habitantes de Esmirna describieron el martirio de san Policarpo; sin embargo, Delehaye considera que el documento es sustancialmente auténtico y fidedigno. Dicho autor publicó una revisión crítica del texto griego en Analecta Bollandiana, vol. XXXI (1912), pp. 216-221; en las pp. 288-291 hay algunos comentarios importantes. El P. Delehaye demostró, entre otras cosas (cf. Analecta Bollandiana, XXIII (1904), pp. 96-98, que la hipótesis de H. Boehmer-Romundt de que el autor de las actas de san Sabas es Ulfilas, Neue Jahrbücher, etc., vol. XI, p. 275, es inadmisible. El texto puede verse también en la edición que hizo G. Krüger de las Ausgewühlte Martyrerakten de R. Knopf, en 1929.