Luego de que fue ordenado sacerdote el 4 de enero de 1905 y que fue designado a distintas parroquias, peregrinó a Tierra Santa, en donde recogió sus impresiones en la obra “Mi viaje a Jerusalén”; allí consigna que en el lugar donde según la tradición el Verbo se hizo carne, pidió, como una gracia, el martirio. El 20 de marzo de 1925 fue designado Cura interino de Unión de Tula, y desde ese lugar oró en diversas ocasiones por esa misma gracia, además de pedirles a sus llegados que en sus oraciones pidieran por él en ese sentido.
Primogénito de doce hermanos, niño aún, ingresó al Seminario Auxiliar establecido en Sayula, Jalisco, su lugar de origen, en donde tuvo un notable aprovechamiento. A los 50 años de edad –nació el 13 de marzo de 1875- ya en Unión de Tula, conquistó la simpatía y el respeto de quienes lo trataron. Paciente y caritativo con el prójimo, se preocupó por instruir y catequizar a sus fieles, fundando asociaciones de laicos.
Escaso tiempo pudo estar al frente de su parroquia, pues al decretarse la suspensión del culto público en agosto de 1926, el Presbítero Aguilar decidió permanecer en los límites de su parroquia y el 12 de enero de 1927, la autoridad civil giró una orden de aprehensión en su contra, considerando delito el ejercicio de su ministerio. El Cura huyó a un rancho próximo a la cabecera municipal, pero su huésped lo denunció: apenas pudo escapar a Ejutla, Jalisco, donde llegó el 26 de enero.
Se refugió en el Colegio de San Ignacio, de las religiosas Adoratrices de Jesús Sacramentado. Desde los corredores del inmueble, siempre que podía celebraba la misa y administraba los sacramentos. Hasta él acudían sus feligreses de Unión de Tula, a quienes atendía en sus necesidades espirituales, renovando cada semana la Reserva Eucarística, gracias a la valiente cooperación de una religiosa. La mañana del 27 de octubre de 1927, una columna de soldados del ejército federal invadieron Ejutla; un grupo de soldados tomó el convento de las adoratrices, cuya superiora yacía en cama, gravemente enferma. Los presbíteros Rodrigo Aguilar, Juan de la Mora y Emeterio Covarrubias, se disponían a practicar un examen de lengua latina al seminarista Jesús Garibay cuando advirtieron la presencia de los soldados en las inmediaciones del convento y apenas lograron escapar.
El Padre Aguilar, sin embargo, antes de huir, destruyó la nómina de alumnos del Seminario, invirtiendo en ello minutos muy valiosos. El estudiante Rodrigo Ramos ayudó al párroco en su intento de escapar, pues se encontraba lastimado de los pies; los soldados lo sometieron. El Padre Aguilar, extenuado, dijo a su asistente: “Se llegó mi hora, usted váyase”. Un militar le pidió identificarse: “Soy sacerdote”, respondió. En la redada había sido capturados el seminarista Garibay y algunas religiosas. Sabedor de su suerte, con ánimo sereno, el Padre Aguilar se despidió de las religiosas: “Nos veremos en el Cielo”. Su semblante no manifestaba turbación, antes bien, se mantenía sereno. Dos religiosas adoratrices pudieron cruzar palabra con el reo. Amablemente, tranquilo y atento, les dijo: “Tengo hambre, tráiganme, si pueden, unos taquitos de frijoles. Los jefes me exigen documentos para demostrar por escrito que soy inocente, pero no tengo ninguno”.
Donato Aréchiga, quien encabezaba el contingente bélico, odiaba al párroco por haber impedido un matrimonio irregular, por que obtuvo la pena de muerte para Rodrigo Aguilar. A la media noche del 28 de octubre de 1928, el Padre Aguilar fue llevado a la plaza central de Ejutla; tranquilo, las horas transcurridas las invirtió orando. En una rama de un robusto árbol de mango, los soldados descolgaron una soga, uno de cuyos extremos tomó el Padre Aguilar, lo bendijo y en voz alta perdonó a sus verdugos. Luego de ponerle la soga al cuello, uno de estos le gritó en pleno rostro: “¿Quién vive?”... “Cristo Rey y Santa María de Guadalupe”, contestó con firmeza el interpelado. La soga fue tirada con fuerza y la víctima suspendida en el aire. A punto de asfixiarse fue bajado para repetirle la pregunta, su respuesta fue la misma; nuevamente fue colgado por el cuello y vuelto a bajar, y aún muy lastimado de la garganta, arrastrando las palabras, su pronunciamiento fue el mismo: Cristo Rey y Santa María de Guadalupe. Vuelto a colgar se le provocó la muerte por asfixia.
Por la tarde, unos vecinos descolgaron el cadáver, lo trasladaron al cementerio municipal y lo sepultaron. Cinco años después, los restos del Padre Aguilar fueron exhumados para ser depositados en uno de los cruceros del Templo Parroquial de Unión de Tula.