Uno de los más grandes controversistas de todos los tiempos y el más distinguido de los defensores de la Iglesia contra la Reforma protestante, fue Roberto Francisco Rómulo Belarmino, cuya fiesta se celebra en este día. Roberto nació en 1542 en la ciudad de Montepulciano, en Toscana. Era miembro de una noble familia venida a menos. Sus padres eran Vicente Belarmino y Cintia Cervi, hermana del papa Marcelo II. Desde niño, Roberto dio muestras de una inteligencia superior; conocía a Virgilio de memoria, escribía buenos versos latinos, tocaba el violín y así, pronto empezó a desempeñar un brillante papel en las disputas públicas, con gran admiración de sus conciudadanos. Su devoción no cedía a su inteligencia; cuando tenía diecisiete años, el rector del colegio de los jesuitas de Montepulciano escribió sobre él en una carta: «Es el mejor de nuestros alumnos y no está lejos del Reino de los Cielos». Roberto quería ingresar en la Compañía de Jesús, pero su padre, que tenía otros planes sobre él, se oponía firmemente; sin embargo, con la ayuda de su madre, el joven consiguió al fin el deseado permiso. En 1560, se presentó Roberto en Roma ante el general de los jesuitas, quien le redujo mucho el tiempo de noviciado y le destinó casi inmediatamente a proseguir los estudios en el Colegio Romano. Roberto tuvo que luchar toda la vida contra la mala salud. Al fin de los tres años de filosofía estaba tan débil, que los superiores le enviaron a tomar los aires natales; el joven religioso aprovechó su estancia en Toscana para instruir a los niños y dar conferencias de retórica y poética latinas. Un año más tarde, fue trasladado a Mondovi del Piamonte y destinado a dar cursos sobre Cicerón y Demóstenes. Roberto no conocía del griego más que el alfabeto, pero, con su obediencia y energía características, preparaba por la noche la lección de gramática griega que debía impartir al día siguiente. El futuro cardenal se oponía al castigo corporal de los alumnos y jamás lo empleó. Además de ejercer el magisterio, predicaba con frecuencia y el pueblo acudía en masa a sus sermones. Su provincial, el P. Adorno, que le oyó predicar un día, le envió inmediatamente a la Universidad de Padua para que recibiese cuanto antes la ordenación sacerdotal. Roberto se entregó ahí nuevamente a la predicación y al estudio; pero al poco tiempo, el padre general, san Francisco de Borja, le envió a Lovaina a proseguir sus estudios y a predicar en la Universidad, para contrarrestar las peligrosas doctrinas que esparcía el canciller Miguel Bayo y otros. En el viaje a Bélgica tuvo por compañero al inglés Guillermo Allen, que sería también, un día, cardenal. Belarmino pasó siete años en Lovaina. Sus sermones fueron extraordinariamente populares desde el primer día, a pesar de que predicaba en latín y era de tan corta estatura, que subía en un banquillo para sobresalir en el púlpito a fin de que el auditorio pudiese verle y oírle. Pero sus oyentes decían que su rostro brillaba de una manera extraordinaria y que sus palabras eran inspiradas.
Después de recibir la ordenación sacerdotal, en Gante, en 1570, ocupó una cátedra en la Universidad de Lovaina. Fue el primer jesuita a quien se confirió ese honor. Sus cursos sobre la «Summa» de Santo Tomás, en los que exponía brillantemente la doctrina del santo Doctor, le proporcionaban la ocasión de refutar las doctrinas de Bayo sobre la gracia, la libertad y la autoridad pontificia. Pero jamás cedió a la brutalidad de las controversias de la época, pues ni atacaba personalmente a sus adversarios, ni mencionaba sus nombres. No obstante el trabajo abrumador que tenía con sus sermones y clases, san Roberto encontró todavía tiempo en Lovaina para aprender solo el hebreo y estudiar a fondo la Sagrada Escritura y los escritos de los Santos Padres. La gramática hebrea que escribió entonces para ayuda de los estudiantes llegó a ser muy popular.
Como su salud empezara a flaquear, los superiores le llamaron nuevamente a Italia. San Carlos Borromeo trató de que le destinasen a Milán, pero fue nombrado para ocupar la nueva cátedra de teología apologética en el Colegio Romano. Durante nueve años, a partir de 1576, trabajó incansablemente en esa cátedra y en la preparación de los cuatro enormes volúmenes de sus «Discusiones sobre los puntos controvertidos». Tres siglos más tarde, el competente historiador Hefele calificaba esa obra como «la más completa defensa del catolicismo que se ha publicado hasta nuestros días». San Roberto conocía tan a fondo la Biblia, los Santos Padres y los escritos de los herejes, que muchos de sus adversarios no podían creer que sus «Controversias» fuesen la obra de un solo escritor y sostenían que su nombre era el anagrama de un conjunto de sabios e hipócritas jesuitas. Las «Controversias» de san Roberto aparecieron en el momento más oportuno, pues los principales reformadores acababan de publicar una serie de volúmenes en los que se proponían demostrar que, desde el punto de vista histórico, el protestantismo era el verdadero representante de la Iglesia de los Apóstoles. Como esos volúmenes habían sido publicados en Magdeburgo y cada tomo correspondía a un siglo, la colección recibió el nombre de «los siglos o las centurias de Magdeburgo». Baronio refutó dicha obra desde el punto de vista histórico, y Belarmino desde el dogmático. El éxito de las «Controversias» fue instantáneo: clérigos y laicos, católicos y protestantes leyeron ávidamente los volúmenes. En Londres, donde la obra fue prohibida, un librero declaró: «Este jesuita me ha hecho ganar más dinero que todos los otros teólogos juntos».
En 1589, san Roberto tuvo que interrumpir algún tiempo sus estudios para acompañar al cardenal Cayetano en una embajada diplomática a Francia, desgarrada entonces por la guerra entre Enrique de Navarra y la Liga. La embajada no produjo ningún resultado; pero sus miembros vivieron la experiencia de ocho meses de sitio en París, donde, según san Roberto Belarmino, «no hicieron nada pero sufrieron mucho». Al contrario del cardenal Cayetano, quien favorecía a los españoles, san Roberto apoyaba abiertamente la idea de pactar con Enrique de Navarra, con tal de que se convirtiese al catolicismo; pero el Papa Sixto V murió por entonces, poco después del fin del sitio, y los embajadores fueron llamados de nuevo a Roma. Algo más tarde, san Roberto dirigió una comisión a la que el papa Clemente VIII había encargado de preparar la publicación de una edición revisada de la Vulgata, según la consigna del Concilio de Trento. Ya en la época de Sixto V se había preparado una edición, bajo la supervisión del Pontífice; pero la falta de conocimientos de los exégetas y el temor de modificar demasiado el texto corriente, la habían convertido en un trabajo inútil, de circulación muy reducida. La nueva versión, que recibió el «imprimatur» de Clemente VIII, precedida de un prefacio de san Roberto Belarmino, es el texto latino que se usó hasta el siglo XX. San Roberto vivía entonces en el Colegio Romano. Como director espiritual de la casa, había estado en estrecho contacto con san Luis Gonzaga, a quien atendió en su lecho de muerte. El futuro cardenal profesaba tanto cariño al santo joven, que pidió ser enterrado a sus pies, «pues fue en una época mi hijo espiritual».
Por entonces empezó para San Roberto la carrera de los honores. En 1592, fue nombrado rector del Colegio Romano y, en 1594, provincial de Nápoles. Tres años más tarde, volvió a Roma a trabajar como teólogo de Clemente VIII. Por expreso deseo del Pontífice, escribió sus dos célebres catecismos, uno de los cuales se usó hasta hace unas décadas en Italia. Se dice que esos catecismos han sido los libros más traducidos, después de la Biblia y la «Imitación de Cristo». En 1598, muy contra su voluntad, Belarmino fue elevado al cardenalato por Clemente VIII, «en premio de su ciencia inigualable». Aunque esto le obligó a vivir en el Vaticano y a tener cierto número de criados, el santo no abandonó por ello su austeridad acostumbrada y limitó su servidumbre y Ios gastos de su casa a Io estrictamente esencial. Se alimentaba, como los pobres, de pan y ajo y ni siquiera en invierno había fuego en su casa. En cierta ocasión pagó el rescate de un soldado que había desertado y regalaba a los pobres los tapices de sus departamentos, diciendo: «Las paredes no tienen frío».
En 1602, fue inesperadamente nombrado arzobispo de Capua. Cuatro días después de su consagración, partió de Roma a su sede. Aunque fue admirable en todo, tal vez donde más se distinguía era en el ejercicio de las funciones pastorales en su inmensa diócesis. Haciendo a un lado los libros, aquel hombre de estudios, que no tenía ninguna experiencia pastoral, se dedicó a evangelizar a su pueblo con el celo de un joven misionero y a aplicar las reformas decretadas por el Concilio de Trento. Predicaba continuamente, visitaba su diócesis, exhortaba al clero, instruía a los niños, socorría a los necesitados y se ganó el cariño de todos sus hijos. Sin embargo, no iba a permanecer mucho tiempo fuera de Roma. Inmediatamente después de su elección, que tuvo lugar tres años después, Paulo V insistió en que volviese a la Ciudad Eterna, y san Roberto renunció a su diócesis. A partir de entonces, como encargado de la Biblioteca Vaticana y como miembro de casi todas las congregaciones, desempeñó un papel muy importante en todos los asuntos de la Santa Sede. Cuando Venecia abrogó arbitrariamente los derechos de la Iglesia y fue castigada con el entredicho, san Roberto fue el gran paladín pontificio en la discusión con el famoso servita veneciano, fray Pablo Sarpi. Otro adversario todavía más importante fue Jaime I de Inglaterra. El cardenal Belarmino había reprendido a su amigo, el arcipreste Blackwell, por haber prestado el juramento de fidelidad a dicho monarca, ya que en él se negaban los derechos temporales del Papa. El rey Jaime, que se consideraba como un controversista, intervino en la contienda con dos libros en defensa del juramento, a los que respondió el cardenal Belarmino. En su primera respuesta, san Roberto empleó el tono ligeramente humorístico que manejaba tan bien y se burló un poco del mal latín del monarca. En cambio, en el segundo tratado respondió en forma seria y aplastante a cada una de las objeciones de su adversario. Aunque defendió abierta y lealmente la supremacía pontifica en lo espiritual, las opiniones de Belarmino sobre la autoridad temporal no agradaban a los extremistas de ninguno de los dos campos. Como sostenía que la jurisdicción del Papa sobre los reyes era sólo indirecta, perdió el favor de Sixto V; y como sostuvo contra el jurista escocés Barclay que la monarquía no era una institución de derecho divino, su libro De potestate Papae fue quemado públicamente en el Parlamento de París.
El santo era amigo de Galileo Galilei, quien le dedicó uno de sus libros. En 1616 se le confió la misión de amonestar al gran astrónomo; pero en su amonestación, que Galileo tomó muy bien, se limitó a rogarle que propusiese simplemente como hipótesis las teorías que no estaban todavía probadas. Galileo habría ganado mucho si se hubiese atenido a ese consejo. Sería imposible mencionar aquí todas las actividades de san Roberto en sus últimos años. Siguió escribiendo hasta el fin, pero ya no obras de controversia; terminó un comentario de los Salmos y escribió cinco libros espirituales, el último de los cuales se titulaba «Arte de morir». Cuando su vida tocaba a su fin, san Roberto obtuvo permiso de retirarse al noviciado de San Andrés, donde murió a los setenta y siete años, el 17 de septiembre de 1621. Precisamente en esa fecha se celebraba la fiesta de los estigmas de San Francisco de Asís, que se había introducido a petición suya. San Roberto Belarmino fue canonizado en 1930 y declarado Doctor de la Iglesia en 1931.
Resulta casi inútil advertir que las fuentes sobre san Roberto Belarmino son demasiado numerosas para que podamos citarlas en detalle. Simplemente el hecho de que una escuela teológica, que no estaba de acuerdo con las opiniones de Belarmino, se haya opuesto a su beatificación y la haya retardado, multiplicó enormemente los documentos relacionados con el proceso. Además de estos documentos, prácticamente oficiales, y de las biografías del siglo XVII, como las de Fugliatti (1624) y Daniel Bartoli (1678), mencionaremos la breve autobiografía que escribió san Roberto en 1613 y la instancia del P. Mucio Vitelleschi. Este último documento se halla en la obra del P. Le Bachelet, Bellarmin avant son Cardinalat (1911), a la que el autor añadió una colección de documentos, titulada Auctarium Bellarminianum (1913).