Rabano, que nació alrededor del año 784, probablemente era nativo de Mainz (Maguncia), aunque algunos escritores creen que fue escocés o irlandés. Sus padres fueron sus primeros maestros, y quienes después lo llevaron al cercano monasterio de Fulda, que san Bonifacio, el apóstol inglés de Alemania, había fundado. La escuela del monasterio que se hallaba bajo la dirección del abad Bangulfo era muy famosa, y Rabano correspondió con mucho ahínco a la instrucción. Pronto llegó a ser la admiración de sus maestros y condiscípulos, por su gran talento y la rapidez con que aprendía. Para completar su educación, fue enviado con su amigo Hatto a estudiar un año en Tours, bajo el cuidado de otro gran inglés, el docto consejero de Carlomagno, Alcuino. En él encontró un maestro ideal y un segundo padre. Alcuino le cobró mucho afecto y le apodó Mauro, por el discípulo favorito de san Benito, y cuando el joven había regresado a Fulda, le escribió cartas conmovedoras llenas de consejos. «Sé un padre para los pobres y necesitados», le dice en una de ellas, «sé humilde al servir a los demás, generoso al otorgar beneficios y así descenderán sobre ti sus bendiciones».
En Fulda había una magnífica biblioteca fundada por Carlomagno y enriquecida por el celo de los amanuenses monásticos. Allí trabajaba Rabano, buscando cómo comprender y poder explicar las Sagradas Escrituras, sobre las que después escribió muchos comentarios. Aprendió el griego, el hebreo, algo del siríaco y estudió a los Padres e hizo una sinopsis de sus enseñanzas. Cerca del año 799, recibió la ordenación de diácono y fue nombrado director de la escuela del monasterio. Por ese mismo tiempo compuso unos versos métricos en forma de acróstico en honor de la Santa Cruz. En 805 los monjes tuvieron una época muy dura, cuando al hambre siguió la peste. Más duro se le hizo a Rabano abandonar sus amados libros para dedicarse a un trabajo manual, para el cual era bastante inepto. El abad Ratgar había dado la orden de que todos los monjes trabajaran en la obra de construcción. Se ordenó de sacerdote en 815, y bajo el abad Egilius, reanudó su labor escolástica como profesor. Nunca omitió ninguna de las prácticas prescritas por su orden, aunque sus labores de enseñar y de escribir le llevaban mucho tiempo. En 822, llegó a ser abad y probablemente fue entonces cuando escribió la mayoría de sus obras, particularmente las sesenta y cuatro homilías que han llegado hasta nosotros y que ilustran su competente método de enseñar, (aunque se quejaba tristemente de que «es un gran impedimento el procurar que estos jóvenes tengan lo suficiente para comer»). Era tan obediente a la Santa Sede, que se le llamaba «el esclavo del Papa», y aborrecía de tal modo la herejía, que para él todo hereje era un anticristo; se basaba en la autoridad de los Padres para todo lo referente a asuntos dogmáticos y desconfiaba de las innovaciones. Su fama se había extendido tanto, que lo encontramos continuamente en sínodos y concilios, en diversas ciudades. Acabó los edificios del monasterio y construyó iglesias y oratorios en todas las fincas que pertenecían a su casa. También construyó uno o dos monasterios. Renunció a su cargo en favor de su amigo Hatto y parece que vivió algún tiempo en el recogimiento, pero en 847 fue nombrado arzobispo de Mainz, a pesar de tener en esas fechas ya setenta y un años de edad.
De ahí en adelante, Rabano vivió quizá más activamente que nunca: jamás suavizó su antigua regla de vida, no bebía vino ni comía carne. Tres meses después de haber sido elegido arzobispo, convocó un sínodo, que dio por resultado una serie de resoluciones referentes en su totalidad a una observancia más estricta de las leyes de la Iglesia. Estas reglamentaciones le ganaron adversarios al nuevo arzobispo; se formó una conspiración contra su vida, pero se descubrió, y él perdonó a los conspiradores magnánimamente. Un segundo sínodo tuvo lugar en 852 y Rabano contribuyó a que se condenaran las doctrinas del monje Gottschalk, que había estado difundiendo doctrinas heréticas sobre la gracia y la predestinación, basado sobre una exageración de las enseñanzas de san Agustín. Rabano conservó sus energías casi hasta el fin. Viajaba por la diócesis con sacerdotes letrados, enseñando, predicando y reconciliando a los pecadores con Dios. Cierta vez que hubo hambre en la región, alimentó diariamente a 300 pobres en su casa y continuó en sus trabajos y sus escritos hasta que su salud se quebrantó por completo. Poco antes de su muerte, en 856, tuvo que guardar cama. Rabano fue uno de los hombres más ilustres de su época.
Se ha reimpreso muchas veces una vida de Rabano escrita por su discípulo Rodolfo (e.g. en Migne, PL., vol. CVII; en Acta Sanctorum febrero, vol. I; y en Monumenta Germaniae Historica, Scriptores, vol. XV, pp. 329-341). Se puede encontrar un bosquejo aceptable de su vida en la edición Knofler de su De institutione dericorum (1900), pp. IX-XVI; cf. Huack, Kirchengeschichte Deutschlands, vol. II, pp. 620 ss., y Sitzungsverichte de la Academia de Berlín, 1898.
Vale también la pena leer la Catequesis que el Papa Benedicto XVI dedica a la figura de Rabano, «el maestro de Alemania», el 3 de junio de 2009.
Imagen: Rabano (a la derecha) entrega el «De laude Crucis» a Gregorio IV (ilustración de Canterbury, siglo X).