El sucesor de san Cirilo en el patriarcado de Alejandría fue un hombre sin principios, llamado Dióscoro, que patrocinó la herejía de Eutiques y propagó sus errores. El jefe del partido ortodoxo era Proterio, sacerdote ordenado por san Cirilo. Dióscoro, que sabía la gran estima en que el pueblo tenía a Proterio y quería ganárselo, le había nombrado arcipreste y le había confiado el cuidado de su Iglesia; pero Proterio se opuso a Dióscoro, en cuanto éste empezó a apoyar abiertamente a los herejes. El Concilio de Calcedonia condenó y depuso a Dióscoro en 451; Proterio fue elegido para sucederle. La ciudad de Alejandría, tumultuosa y violenta, se dividió en dos partidos: el de Proterio y el que pedía la restitución de Dióscoro. Dos sacerdotes acaudillaban la facción cismática: Timoteo Eluro y Pedro Mongo. Estos dos conspiradores provocaron tantos disturbios durante el gobierno de Proterio, que el santo vivió en perpetuo peligro de ser víctima de la violencia, no obstante la decisión del Concilio de Calcedonia y las órdenes del emperador.
A la muerte de Dióscoro, Eluro logró ser consagrado para la sede episcopal y su partido le proclamó obispo legítimo de Alejandría. Las tropas del emperador echaron a Eluro de la diócesis. Esto encolerizó tanto a los eutiquianos, que san Proterio tuvo que refugiarse en el bautisterio de la iglesia de San Quirino para librarse de sus amenazas. Pero los herejes no respetaron el derecho de asilo, sino que penetraron en la iglesia y le acabaron a puñaladas, durante la Semana Santa del año 457. No satisfechos con esto, arrastraron su cadáver por las calles, lo descuartizaron, quemaron sus restos y dispersaron las cenizas. Los obispos de Tracia, en una carta que escribieron poco después al emperador, declararon que consideraban a Proterio como mártir y que confiaban en su valiosa intercesión ante el Señor.
No existe una biografía especial de Proterio, pero en el Acta Sanctorum, febrero, vol. III, los principales textos, cartas, etc., referentes al santo, han sido compiladas. Véase también Hefele-Leclerq, Cantiles, vol. II, p. 858.