San Pablo de la Cruz, fundador de los Pasionistas, nació en Ovada, en la República de Génova, en 1604, casi al mismo tiempo que Voltaire. Pablo Francisco era el hijo mayor de Lucas Danei, hombre de negocios de buena familia. Tanto éste como su esposa eran excelentes cristianos. Siempre que Pablo empezaba a llorar por cualquier motivo, su madre le mostraba el crucifijo y le hablaba de los sufrimientos de Cristo. Así, fue formando poco a poco en el niño, la gran devoción a la Pasión, que había de distinguirle toda su vida. El padre de Francisco leía en familia las vidas de los santos y exhortaba a sus hijos a guardarse de los peligros del juego y de los pleitos. Aunque Pablo era una de esas almas selectas que se entregan a Dios desde la infancia, a los quince años, un sermón que oyó le dejó convencido de que no correspondía suficientemente a la gracia. Así pues, luego de hacer una confesión general, emprendió una vida de austeridad: dormía en el suelo, pasaba varias horas de la noche en oración y tomaba severas disciplinas. En estas prácticas le imitaba su hermano, Juan Bautista, dos años menor que él. También fundó una especie de sociedad de santificación mutua con sus amigos, varios de los cuales entraron más tarde en la vida religiosa. En 1714, Pablo partió a Venecia para responder al llamado del Papa Clemente XI, quien había pedido voluntarios para la guerra contra los turcos; pero un año después se dio de baja, convencido de que no estaba hecho para la vida militar. Sintiendo que Dios no le llamaba tampoco a una vida ordinaria en el mundo, rechazó una cuantiosa herencia y un matrimonio brillante. Pero antes de que él o sus directores lograsen descubrir su verdadera vocación, vivió varios años en casa de sus padres, en Castellazzo de Lombardía, donde mediante la práctica de la oración constante, alcanzó un alto grado de contemplación.
En tres extraordinarias visiones que tuvo, en 1720, observó un hábito negro sobre el que estaba grabado el nombre de Jesús, en caracteres blancos, bajo una cruz, a la altura del pecho. En la tercera de esas visiones, la Santísima Virgen, vestida con el hábito negro, le ordenó que fundase una congregación cuyos miembros vistiesen ese hábito y sufriesen constantemente por la pasión y muerte de Cristo. Pablo presentó por escrito un relato de sus visiones al obispo de Alejandría, el cual consultó con varias personas de autoridad, entre las que se contaba el capuchino Columbano de Génova, antiguo director espiritual de Pablo. Conociendo la heroica vida de virtud y oración que el joven había llevado desde niño, todos declararon que se trataba, realmente, de una vocación señalada por Dios. Entonces, el obispo autorizó a Pablo a seguir el divino llamamiento y le confirió el hábito negro. La insignia de la cruz la reservó hasta que el Papa aprobase la nueva fundación. Pablo empezó inmediatamente a redactar las reglas de la futura congregación. Durante cuarenta días se retiró a una oscura y húmeda celda triangular, contigua a la sacristía de la iglesia de San Carlos de Castellazzo, donde vivió a pan y agua y durmió en un lecho de paja. Las reglas que redactó entonces, sin consultar ningún libro, son sustancialmente las mismas que observan actualmente los pasionistas.
Después de ese retiro, permaneció algún tiempo con Juan Bautista y otro discípulo, en las cercanías de Castellazzo, ayudando al clero en la catequesis y dando misiones con gran éxito. Pero pronto comprendió que, para cumplir plenamente su misión, necesitaba la aprobación de Roma. Así pues, descalzo, con la cabeza descubierta y sin un centavo en la bolsa, emprendió el viaje a la Ciudad Eterna. En Génova dejó a su hermano Juan Bautista. En cuanto llegó a Roma, se presentó en el Vaticano; pero, como no tenía credenciales, no pudo entrar. Pablo vio en ello una señal de que todavía no sonaba la hora de Dios y emprendió tranquilamente el viaje de vuelta. Pasó por las solitarias laderas de Monte Argentaro, que el mar separa casi enteramente de la península. El sitio le impresionó tanto, que poco después volvió con Juan Bautista, decidido a llevar en una de las ermitas abandonadas en aquel lugar, una vida tan austera como la de los padres del desierto. Más tarde, pasaron algún tiempo en Roma, donde recibieron las órdenes sagradas; pero en 1727, retornaron a Monte Argentaro, con la intención de fundar el primer noviciado, para el cual habían recibido ya la autorización pontificia.
En la empresa tuvieron que hacer frente a numerosas dificultades. Todos los primeros candidatos encontraron demasiado duro el régimen de vida y se volvieron atrás. Por otra parte, a causa de la amenaza de la guerra, los bienhechores no pudieron cumplir sus promesas. Finalmente, se desató una grave epidemia en los pueblos de los alrededores. Pablo y Juan Bautista, que habían recibido en Roma facultades de misioneros, se consagraron a dar los últimos sacramentos a los agonizantes, a cuidar a los enfermos y a reconciliar con Dios a los pecadores. Las misiones que predicaron por entonces tuvieron tal éxito, que pronto empezaron a llamarles de otros pueblos. Igualmente, solicitaron la admisión varios nuevos novicios (de los que no todos perseveraron) y, en 1737, se acabó de construir el primer «retiro» o monasterio pasionista. A partir de entonces, la congregación empezó a florecer, aunque las pruebas y decepciones no escasearon. En 1741, Benedicto XIV aprobó las reglas, un tanto mitigadas, e inmediatamente aumentó el número de vocaciones para la congregación. Seis años después, cuando los pasionistas tenían ya tres casas, se reunieron en capítulo general. Ya para entonces, la fama de sus misiones y de la austeridad de su vida se había divulgado por toda Italia. San Pablo en persona evangelizó casi todas las ciudades de los Estados Pontificios y la región de Toscana. El tema constante de su predicación era la Pasión de Cristo. Con una cruz en la mano y los brazos extendidos, el santo hablaba de los sufrimientos del Señor, en forma que conmovía aun a los más duros. Cuando se disciplinaba violentamente en público por los pecados del pueblo, hacía llorar aun a los soldados y a los bandoleros. Un oficial que asistió a una de las misiones confesó al santo: «Padre, yo he estado en muchas batallas, sin pestañear siquiera al tronar del cañón, pero la voz de vuestra reverencia me hace temblar de pies a cabeza». El apóstol trataba tiernamente a los penitentes en el confesionario, confirmándolos en sus buenos propósitos, exhortándolos a cambiar de vida y sugiriéndoles medios prácticos para perseverar en el buen camino.
Dios colmó a san Pablo de la Cruz de dones extraordinarios. El santo predijo el futuro, curó a muchos enfermos y, aun en su vida mortal, se apareció en varias ocasiones a personas que se hallaban muy distantes del sitio en que él se encontraba. En las ciudades, las gentes se arremolinaban a su alrededor, tratando de tocarle y de arrancarle un fragmento del hábito para guardarlo como reliquia, a pesar de que él desechaba toda muestra de veneración. En 1765, san Pablo tuvo la pena de perder a su hermano Juan Bautista, del que nunca se había separado y con quien le unía un cariño extraordinario. De temperamento muy diferente, ambos hermanos se completaban el uno al otro y luchaban juntos por adquirir la perfección. Desde que habían recibido la ordenación sacerdotal, se había confesado el uno con el otro, ejerciendo por turno el oficio de jueces. La única vez en que no estuvieron de acuerdo fue el día que Juan Bautista se atrevió a alabar a su hermano en su presencia. Ello hirió tan profundamente la humildad de san Pablo, que prohibió a su hermano que le dirigiese la palabra, lo cual resultó ser una penitencia tan dura para uno como para el otro. La nube de la desavenencia se esfumó finalmente al tercer día, cuando Juan Bautista pidió de rodillas perdón a su hermano. Jamás volvió a haber una dificultad entre ellos. En memoria de la amistad que los había unido, el Papa Clemente XIV confió, muchos años más tarde, a san Pablo de la Cruz, la basílica romana de San Juan y San Pablo.
En 1769, Clemente XIV aprobó definitivamente la nueva congregación. San Pablo hubiese querido retirarse entonces a la soledad, pues su salud se había debilitado mucho y el siervo de Dios consideraba terminada su tarea. Pero sus hijos se resistieron a cambiar de superior, y el Papa, que tenían gran cariño por el santo, quiso que pasase en Roma una temporada. Durante sus últimos años, san Pablo de la Cruz se consagró a la fundación de las religiosas pasionistas. Después de muchas dificultades, se inauguró en 1771 el primer convento, en Corneto; pero la mala salud del fundador le impidió asistir a la ceremonia y nunca llegó a ver a sus hijas espirituales vestidas con el hábito. Sintiéndose ya muy enfermo, mandó pedir al Papa su bendición, pero el Pontífice le respondió que la Iglesia necesitaba que viviese algunos años más. San Pablo mejoró un poco y vivió todavía tres años. Su muerte ocurrió el 18 de octubre de 1775, cuando tenía ochenta años. Su canonización tuvo lugar en 1867.
Aparte de los testimonios del proceso de beatificación, la aportación más importante que se ha hecho a la historia de san Pablo de la Cruz es la publicación de sus cartas en cuatro volúmenes: Lettere di S. Paolo della Croce, disposte ed annotate dal P. Amedeo della Madre del Buon Pastore (1924). Merece especial atención el diario espiritual de los cuarenta días de retiro en Castellazzo, en 1720, pues revela, más que cualquier otro documento, el trabajo de la gracia en el alma del santo. Existen numerosas biografías en varios idiomas. La primera fue la que escribió san Vicente Strambi. En 1924, apareció una edición corregida de la obra del P. Pío del Espíritu Santo.