El último de los católicos que murieron por la fe en Tyburn y el primero de los mártires irlandeses que alcanzaron la gloria de la beatificación nació en 1629 en Loughcrew, en el condado de Meath. Por parte de su padre, estaba emparentado con el conde de Fingall y con los barones de Dunsany y Lodcrif, en tanto que por la línea materna de los Dillon, era pariente próximo del conde de Roscommon. El santo pasó su juventud en las confusas luchas de partido que siguieron a la rebelión contra el rey Carlos I de Inglaterra. Naturalmente, los Plunket, que formaban parte de la nobleza, estaban en favor de las prerrogativas regias y de la libertad de Irlanda. Oliverio, que se sentía llamado al sacerdocio, hizo sus estudios eclesiásticos bajo la dirección de su pariente Patricio Plunket, abad del monasterio benedictino de Santa María, en Dublin. En 1645, cuando tenía dieciséis años, pasó a Roma con otros cuatro jóvenes, a quienes el P. Pierfrancesco Scarampi había elegido para ser educados allá. Dicho oratoriano había sido enviado, en 1643, por el Papa Urbano VIII al consejo supremo del partido de la Confederación Irlandesa. Oliverio hizo estudios muy brillantes en el Colegio Irlandés que los jesuitas acababan de fundar en Roma, siguió los cursos de derecho civil y canónico en la «Sapienza» y fue ordenado en 1654. La situación de Irlanda no le permitió volver inmediatamente a trabajar en la misión irlandesa; así pues, gracias al apoyo del P. Scarampi, fue nombrado profesor de teología en el Colegio de Propaganda Fide. Al principio, se alojó con los oratorianos y por entonces, el P. Marangoni dijo que era «uno de los personajes más ilustres de cuantos habían adornado la casa con sus virtudes». El P. Oliverio fue más tarde nombrado consultor de la Sagrada Congregación del Índice y procurador de los obispos irlandeses ante la Santa Sede. Así pasó doce años en Roma, consagrado al trabajo y la devoción.
En marzo de 1669, murió, desterrado en Francia, Edmundo O'ReilIy, arzobispo de Armagh y primado de Irlanda. El Papa eligió para sucederle al doctor Oliverio Plunket, «hombre de virtud probada, de larga experiencia y de maduro saber». Mons. Plunket fue consagrado en Gante en noviembre de ese mismo año. En seguida se trasladó a Londres. Como el mal tiempo no le permitiese proseguir el viaje a Irlanda, el P. Felipe Howard, O.P. (más tarde cardenal) le escondió en su propia casa. El dominico era capellán de la esposa de Carlos II, Catalina de Braganza. La reina se mostró muy bondadosa con el nuevo arzobispo, e hizo cuanto pudo por obtener una mitigación del rigor, por no decir el espíritu de venganza, con que se aplicaban las leyes penales en Irlanda. Mons. Plunket llegó a Dublin en marzo de 1670 y fue muy bien acogido por sus nobles parientes y por su antiguo tutor, Patricio Plunket, que era entonces obispo de Meath. Los únicos obispos que quedaban entonces en el país eran Patricio Plunket y el anciano obispo de Kilmore. Los otros tres obispos que vivían aún se hallaban desterrados. Mons. O'ReilIy, el predecesor de Oliverio Plunket, sólo había podido pasar en Irlanda dos de sus doce años de episcopado. Veinte años antes, el nuncio papal, Rinuccini, había informado a la Santa Sede sobre el desorden y abandono de las diócesis y los temores del clero. La situación no había hecho sino empeorar. Tres meses después de su instalación, Oliverio Plunket reunió un sínodo provincial, llevó a cabo dos ordenaciones y confirmó a diez mil cristianos de todas edades; a pesar de ello, todavía quedaban otros cinco mil sin confirmar. Los dos primeros años fueron bastante pacíficos, gracias a la lealtad y moderación del virrey, Lord Barkeley de Stratton, quien era tolerante con los catálicos y amigo personal del nuevo arzobispo. Desgraciadamente, como ha sucedido tantas veces en la historia, una disputa entre católicos acabó con la era de paz. En este caso, la disputa, que versaba sobre la extensión de la primacía de la sede de Armagh, opuso a san Oliverio y a su primo, Pedro Talbot, arzobispo de Dublin. No se trataba simplemente de una cuestión de amor propio, sino de un problema canónico de gran importancia para la Iglesia en Irlanda. El santo, interpretando su primacía como algo más que un simple título, había tratado de imponer su jurisdicción primacial a sus metropolitanos. Pero Mons. Talbot creía que se trataba de una primacía puramente titular. Según escribió entonces Juan Brennan, que fue más tarde arzobispo de Cashel, «ambos personajes son muy pundonorosos y de temperamento violento». Esto nos ayudará a comprender el mérito que tuvieron ambos obispos en no exceder los límites de la caridad y de la humildad. Así, por ejemplo, san Oliverio impidió en 1671, que el virrey desterrase a Mons. Talbot, como tenía la intención de hacerlo por motivos personales.
Aquellos dos años constituyeron un período de intenso y difícil trabajo. Desgraciadamente, el primado no iba a recoger personalmente la cosecha de progreso espiritual que había sembrado. El sínodo de Clones promulgó una legislación muy rigurosa contra los abusos del clero y de los laicos. Mons. Plunket hizo un viaje a las montañas de Ulster para hacer entrar en razón a los «tories» (opositores), que se habían entregado al bandolerismo para poder vivir y, entre los cuales había más de un personaje indeseable; el arzobispo logró que algunos cambiasen de vida y envió a otros al extranjero. Por otra parte, estableció en Drogheda a los jesuitas, quienes fundaron un colegio y un seminario. El santo trató también de ayudar espiritualmente a los católicos de lengua galesa de tierra firme y de las islas de Escocia, pero no pudo superar los obstáculos que se oponían a la empresa. Como si todo esto fuese poco, el arzobispo se preocupó por mantener la disciplina entre su clero, por ejecutar los decretos del Concilio de Trento, por impedir la infiltración del jansenismo que provenía de Francia y de Flandes, por mejorar la observancia religiosa entre los monjes y las relaciones entre los seculares y los regulares y, entre las diversas órdenes, pues las autoridades civiles promovían la discordia entre los dos cleros por motivos políticos. En medio de este trabajo pastoral abrumador, Oliverio corría constantemente peligro de incurrir en las penas del «praemunire» por reconocer la jurisdicción pontificia y acudir a la Santa Sede y además compartía con sus hermanos en el episcopado y con su clero, una «increíble pobreza» -a este respecto, una reflexión suya puede aplicarse a los obispos en todos los países no católicos: «La pobreza de los obispos les impide codearse con los protestantes, lo cual haría mucho bien a la causa católica»-. El bealo Oliverio estaba en buenos términos con la jerarquía protestante y con los habitantes de Ulster, quienes le profesaban gran respeto y se mostraban tolerantes con los católicos. El sínodo de Clones expresó a la Santa Sede su gratitud por haber enviado «a un pastor tan constante en las buenas obras y de vida tan ejemplar, que ha ganado para sí y para todo su clero el cariño y el respeto de los mismos enemigos de nuestra fe».
En 1673, la política bien intencionada pero tortuosa de Carlos II provocó una nueva persecución. Mons. Talbot fue desterrado y el arzobispo de Tuam huyó a España. Aunque los perseguidores no molestaron por el momento a san Oliverio, éste se escondió con Mons. Brennan, obispo de Waterford, quien en 1676 fue ascendido a la diócesis de Cashel. Ambos corrían constantemente peligro de ser arrestados y vivían en circunstancias materiales muy penosas, tratando de cumplir lo mejor posible con sus deberes pastorales. La tarea del santo era particularmente difícil, ya que una facción de católicos, prácticamente cismáticos, dirigidos por el franciscano Fray Pedro Walsh, se había rebelado contra él con el apoyo de algunos partidarios de los «tories». El P. Fitzymons y otros descontentos habían hecho ciertas acusaciones contra el primado y la Santa Sede encomendó a Mons. Brennan que investigase los hechos. Su informe disipó toda sospecha contra san Oliverio.
En agosto de 1678, estalló la abominable conspiración de Titus Oates, en la que se acusaba al clero católico de estar tramando una conspiración contra el rey. El pánico que produjo en Inglaterra, tuvo repercuciones en Irlanda, donde se promulgó el decreto de destierro para todos los obispos y sacerdotes del clero regular y se incitó al pueblo a «delatar a todas las personas mezcladas en aquella siniestra conspiración papista». Hetherington (agente de Lord Shaftesbury), MacMoyer (un franciscano expulsado de su orden) y Murphy (un sacerdote diocesano excomulgado), se unieron para «dar testimonio» contra Oliverio en Londres. El ministro de justicia dio inmediatamente la orden de arrestarle. El 6 de diciembre de 1679, el santo fue encarcelado en el castillo de Dublin. Ahí tuvo oportunidad de asistir a su antiguo adversario, Mons. Talbot, en su lecho de muerte, ya que, a su vuelta del destierro, el arzobispo de Dublin había sido detenido por su pretendida complicidad en la «conspiración papista», a pesar de que se hallaba moribundo. San Oliverio fue juzgado en Dundalk por haber conspirado contra el Estado, al tratar de que desembarcaran en Irlanda 20.000 soldados franceses y al exigir a su clero un impuesto para poner en pie de guerra un ejército de 70.000 hombres, según decían los cargos. Durante los dos primeros días del juicio, no se presentó un solo testigo; finalmente, compareció MacMoyer, quien estaba ebrio y pidió un plazo para reunir a los otros testigos. Ello convenció a Lord Shaftesbury de que jamás conseguiría probar en Irlanda la culpabilidad de Mons. Plunket con acusaciones tan absurdas; así pues, mandó trasladar al reo a la prisión de Newgate, en Londres. El arzobispo sólo tenía derecho de hablar con sus guardias; éstos fueron quienes narraron a otro prisionero, el benedictino Mauro Corker, que Oliverio había empleado casi todo el tiempo de sus nueve meses de prisión en hacer oración, que había ayunado varios días por semana y que se había mostrado siempre alegre y cortés. En la primera sesión del juicio ante la Suprema Corte, no se pudo probar nada contra el arzobispo. En vez de ponerle en libertad, los jueces aplazaron la siguiente sesión hasta junio de 1681, para que los testigos tuviesen tiempo de trasladarse a Londres; pero ni así llegaron a tiempo los testigos. Entre los indignos irlandeses que estaban dispuestos a participar en la condenación de su primado, la acusación eligió a nueve. Los dos principales eran MacMoyer y su cómplice, Duffy, a quienes el santo describió diciendo que eran «dos frailes a quienes he tratado de corregir durante siete años; dos renegados de nuestra religión, dos infames apóstatas». La jurisdicción de aquella corte sobre los subditos irlandeses es más que dudosa; por otra parte, el juicio se llevó a cabo sin la menor apariencia de justicia, de suerte que Lord Campbell no exageró al escribir que el juez, Francisco Pemberton, era «una verdadera desgracia para su país y para sí mismo». El jurado declaró al acusado culpable de alta traición. La sentencia, que se aplazó una semana, condenó al santo a ser ahorcado, desentrañado y descuartizado. En la fórmula de la sentencia Pemberton no pudo ocultar que la razón básica de la condenación era el odio a la fe católica: «...vuestra traición se debió, en último término, a vuestro deseo de propagar vuestra falsa religión ... que es la más deshonrosa e injuriosa que pueda concebirse entre las religiones o pseudoreligiones que existen ... No se puede cometer un crimen más grave contra Dios que el de propagar esa religión...». Resta recordar, como ya hemso señalado en otros artículos, que poco después fue descubierta la propia falsedad de las acusaciones de Titus Oates, y su autor ahorcado.
Las autoridades permitieron al P. Mauro Corker visitar al arzobispo durante sus últimos quince días. Las cartas que ambos escribieron a sus amigos y superiores eclesiásticos, dan testimonio de la extraordinaria serenidad del mártir; en particular, una de esas cartas rinde un glorioso tributo a la generosidad y fidelidad de los católicos ingleses. La ejecución se llevó a cabo el viernes l de julio de 1681. El mártir protestó de su inocencia y de su fidelidad al rey delante de la inmensa multitud que se había congregado en Tyburn, y oró por sí mismo y por sus enemigos. Cuando el verdugo cortó la cuerda de la horca, el santo estaba ya muerto. El cadáver, mutilado, fue sepultado en el atrio de la iglesia de St. Giles-in-the Fields. En 1648, los restos del mártir fueron trasladados a la abadía benedictina de Lampspring, en Westfalia y, dos siglos más tarde, a la abadía de Downside, donde reposan actualmente. La cabeza de san Oliverio se halla en la iglesia de San Pedro de Drogheda. La beatificación tuvo lugar en 1920 y fue canonizado por SS pablo VI el 12 de octubre de 1975. La fiesta de Oliverio Plunket se celebra en Irlanda, Australia y Nueva Zelandia, así como en la diócesis inglesa de Clifton, en la que se halla su santuario.
La primera biografía de san Oliverio fue la que escribió Mons. Patricio Moran, más tarde cardenal, quien se basó en todos los documentos disponibles. La primera edición de dicha obra, titulada Memoirs of the Most Rev. Oliver Plunket, apareció en 1681; en 1895, se publicó una edición revisada. Para entonces, ya habían visto la luz la biografía indiana de Marangoni (1712) y las noticias biográficas compuestas por Dodd y por Challoncr. Los principales documentos pueden verse en el Spicilegium Ossoriense del cardenal Moran.