San Agustín dedicó varias de sus obras, entre las que se cuenta la «Ciudad de Dios», a su amigo Marcelino, secretario del emperador Honorio. Se conservan, además, los panegíricos que sobre el mártir pronunciaron el mismo San Agustín y San Jerónimo. El año 409, el emperador concedió la libertad de culto a los donatistas. Se trataba de un movimiento de puritanos católicos que se negaban a admitir a la comunión a quienes habían caído en pecado mortal después del bautismo y, en particular, a los que habían renegado de la fe durante la persecución. Los donatistas del norte de Africa, habían aprovechado esto para abusar de los católicos ortodoxos, quienes apelaron al emperador. Marcelino fue a Cartago a presidir una reunión de obispos católicos y donatistas y a juzgar el asunto. Después de tres días de discusiones, resolvió la cuestión en favor de los católicos. El emperador revocó los privilegios que había concedido a los donatistas y dio la orden de que volviesen a la comunión de la Iglesia católica. A Marcelino y su hermano Agripino se confió el encargo de hacer ejecutar el decreto. Los dos hermanos se dedicaron a ello con una severidad que tal vez estaba justificada por la ley, pero que provocó las protestas de san Agustín. Para vengarse, los donatistas los acusaron de haber participado en la rebelión de Heracliano; el general Marino, a quien se había confiado la represión de la rebelión, los tomó prisioneros. San Agustín fue a visitarles en la prisión y trató en vano de salvarlos, pues fueron ejecutados sin que hubiese precedido ningún juicio. El emperador censuró severamente la conducta de Marino y calificó a san Marcelino de «hombre de gloriosa memoria». El cardenal Baronio introdujo el nombre del mártir en el Martirologio Romano.
Ver Acta Sanctorum, abril, vol. I, donde se encontrarán los principales pasajes de las cartas y escritos de san Agustín y san Jerónimo sobre san Marcelino.