Julio fue elegido el 6 de febrero del 337, después del pontificado de san Marcos, que muere el 7 de octubre del 336. ¿Por qué necesitaron los romanos cerca de cuatro meses para dar un sucesor a Marcos? No se sabe, pero tan lenta elección produjo un buen resultado: Julio I dejaría en la historia del Papado una huella bastante más profunda que la de sus dos predecesores. Fue el primer obispo de Roma a quien se atribuyó el título de Papa, hecho enteramente ocasional que se originó en unas cartas llegadas de Oriente, donde ese tratamiento se daba de ordinario a los sacerdotes, obispos y patriarcas. Aunque era algo inusitado en Occidente, el título de Papa se impondría progresivamente a partir de Julio I y terminaría por quedar reservado en exclusiva al obispo de Roma desde el pontificado de san Siricio en el año 384.
Julio tuvo conciencia de sus prerrogativas y las ejercitó. Le correspondía a él juzgar a los clérigos y prohibió, por tanto, que llevaran sus causas ante tribunales civiles. Por contra, los eclesiásticos tenían derecho de apelar al Papa, por encima de los sínodos provinciales, en cuestiones importantes.
El conflicto suscitado por los arrianos proporcionará una magnífica ocasión al obispo de Alejandría, Atanasio, para hacer uso de ese derecho de apelación. En el año 339 este implacable adversario de los seguidores de Arrio había sido depuesto. Fue a Roma a presentar su protesta y reclamar justicia. Julio convocó un sínodo que rehabilitó a Atanasio y condenó a sus acusadores. Pero éstos volvieron a la carga con tal vehemencia que el Papa juzgó oportuno examinar nuevamente la causa y permitió que otro sínodo, reunido en Sárdica, se ocupara de ello. Esta asamblea confirmó la condena anterior. Sin embargo, Atanasio no pudo volver a su sede de Alejandría, ocupada por el arriano Gregorio de Capadocia, hasta tres años después. Todo ese tiempo estuvo exiliado en el sur de la Galia y, al cabo, regresó a su diócesis pasando por Roma, donde el Papa Julio le entregó una carta de recomendación para las provincias de Oriente.
El interés de todo este episodio radica en los argumentos que se utilizaron para apoyar las prerrogativas del primado de Roma, poco antes del sínodo de Sárdica, en el intercambio de escritos que hubo entre Julio I y las jerarquías de Oriente:
«Aun admitiendo y expresando su respeto por el papel preeminente de la sede romana, los obispos orientales niegan a la Iglesia de Roma el derecho de darles órdenes. La importancia de una Iglesia no se mide por la dimensión de la ciudad en que se encuentre. ¿Por qué ha de inmiscuirse el Occidente en las cuestiones privativas de las diócesis de Oriente? Antiguamente, el Oriente aceptó sin discutir las sentencias de Occidente sobre los problemas planteados por Novaciano y Pablo de Samosata. De ahora en adelante será distinto. Y empeñarse en lo contrario supondría la ruptura.»
El obispo de Roma insistió con firmeza:
«¿No sabéis que la costumbre manda contar con nosotros, en primer lugar, para que la justicia se administre desde aquí?»
Estos dos párrafos son interesantes porque revelan la concepción que ambas partes tenían acerca de los derechos del obispo de Roma. El Oriente se imagina que el Papa fundamenta su potestad en el prestigio de la ciudad en que tenía su sede. Y el pontífice, por su parte, no apela a su condición de sucesor de san Pedro -que será luego el argumento decisivo- sino, simplemente, a la costumbre.
Después de las tensiones originadas por este enfrentamiento, las aguas volvieron a su cauce... en apariencia. El Papa murió el 12 de abril del 352 sin poder imaginar que el conflicto en torno a Atanasio se recrudecería con mayor violencia en los años siguientes, bajo su sucesor, Liberio (el primer papa que no será reconocido como «santo» por la tradición posterior).
De «Los Papas, de San Pedro a Juan Pablo II», de Jean Mathieu-Rosay, Rialp, Madrid, 1990, pp 64. Las dos cartas de Julio I que conocemos, la primera de ellas muy elogiada por la crítica como modelo de escrito pastoral, están transcriptas en la obra de Atanasio «Apología contra arrianos»; los apolinaristas hicieron circular otras cartas que atribuyeron fraudulentamente a san Julio I. Ver Di Berardino, Patrología, BAC, III, 1981, pág. 707.