A pesar de que fue hijo de un caballero de rancio linaje del Lancashire, los escasos bienes de la familia obligaron a Juan Rigby a ingresar en el servicio doméstico para ganarse la vida. Era un católico fiel que moraba en el seno de una familia protestante, y a menudo se encontraba en situaciones muy difíciles para practicar su religión, en vista de las rigurosas leyes establecidas para combatir al catolicismo. Por esta causa, algunas veces se vio obligado a asistir a los servicios de la iglesia autorizada, una muestra de debilidad que lamentó con toda sinceridad posteriormente. Al sentir remordimientos por su culpa, fue a pedir confesión a un sacerdote encarcelado en la prisión de Clink y, a partir de entonces, llevó una vida cristiana irreprochable. Juan fue el instrumento de que se sirvió Dios para reconquistar a muchos católicos renegados, incluso a su propio padre.
Mientras servía como criado de confianza en la casa de Sir Edmund Huddlestone, su amo le envió a la sala de sesiones del tribunal de Old Bailey, para informar que la hija de Sir Edmund, la señora Fortescue, estaba enferma y no podía comparecer ante esa corte, a donde había sido citada para un caso judicial. Hasta aquel momento no había acusaciones en contra de Juan Rigby, pero uno de los magistrados entró en sospechas y comenzó a interrogarle respecto a su religión. El noble criado acabó por reconocer que era católico, que no pensaba poner un pie en las iglesias protestantes y que se negaba a reconocer la supremacía religiosa de la reina. Acto seguido se ordenó que fuese encerrado en la prisión de Newgate.
Un amigo suyo conservó para la historia el interesante relato que escribió Juan sobre sus experiencias en la prisión y las pruebas que debió soportar. Es evidente que algunos de sus jueces, sobre todo el señor Gaudy, quedaron muy favorablemente impresionados por el valor, la resistencia y la sinceridad del reo; aquellos magistrados estaban bien dispuestos a dejarle en libertad, sólo le pedían que hiciese acto de presencia en la iglesia autorizada para cerrar su caso; pero Juan les respondía invariablemente: «Si ése es el único delito que he cometido y no hay otra manera de remediarlo que la de asistir a la Iglesia, no quisiera dejar a Su Señoría en la creencia de que, tras de haber ascendido algunos escalones hacia el Cielo, esté ahora dispuesto a tropezar y caer escaleras abajo hasta los abismos del infierno. Tengo la firme esperanza de que Jesucristo me fortalecerá para sufrir mil muertes si acaso tengo mil vidas para perder. Deje, Su Señoría, que la ley siga su curso».
Al cabo de prolongadas deliberaciones entre ellos, los jueces decidieron condenarlo. El juez Gaudy no pudo dominar el temblor de su voz al leer la sentencia de muerte, pero Juan Rigby la escuchó con absoluta serenidad. El 21 de junio se le informó que iba a ser ajusticiado y él repuso con sencillez, casi con alegría triunfante: «¡Deo gratiasl Es el mayor premio que se me ha otorgado desde que vine al mundo». Cuando le transportaban dentro de una jaula de cañas, sobre la carreta, hacia Saint Thoma's Waterings, el sitio de la ejecución, el conde de Rutland y el capitán Whitlock se le acercaron para instarle a «hacer lo que la reina mandaba y salvarse», pero fue en vano. Ya en el cadalso, Juan entregó al verdugo una moneda de oro y le dijo: «Toma esto como prenda de que sinceramente te perdono, a ti y a todos los que han sido causa de mi muerte». La ejecución se llevó a cabo con lujo de crueldad, puesto que fue desmembrado y se le sacaron las entrañas cuando aún tenía vida. Sus últimas palabras fueron: «¡Dios los perdone! ¡Jesús, recibe mi alma!». San Juan Rigby tenía alrededor de treinta años de edad cuando fue martirizado. Fue canonizado por SS. Pablo VI, con los «25 mártires de Inglaterra y Gales», en 1970.
Contamos con una narración muy interesante y detallada sobre la detención, los procesos y el martirio de san Juan. Ese relato que, como ya dijimos arriba, él mismo escribió en la prisión, fue a dar a manos del Dr. Thomas Worthington, rector del Colegio de Douai y fue él quien lo imprimió y editó en el extranjero, a fines del año 1601, en un librito titulado: «A Relation of Sixtene Martyrs glorified in England in twelve months». El mismo texto de Rigby, con una introducción y notas complementarias, fue admirablemente editado por el padre C. A. Newdigate en un folleto que tituló: «A Lancashire Man: the Martyrdom of John Rigby at Southwark» (1928).