La santidad tiene una belleza innegable. Y de tiempo en tiempo aparece un santo que se gana la admiración del mundo, como Santa Teresita del Niño Jesús o «el santo Cura de Ars». La popularidad de este último es tanto más notable, cuanto que no se le puede rodear tan fácilmente de ese halo de sentimentalismo que, algunas devotas indisciplinadas y explotadores sin escrúpulos, colocan sobre la cabeza de santa Teresita del Niño Jesús. La primera dificultad surge ante el rostro duro del cura santo, porque no se puede crear un atractivo superficial ante una cara de Voltaire santificado. La vida de un párroco pueblerino francés es tan desconocida en el extranjero como puede serlo la vida interna en un convento del Carmelo. Juan María Vianney nació en Dardilly, cerca de Lyon, el 8 de mayo de 1780. Tres años después, estalló la Revolución Francesa, y un sacerdote que había jurado la Constitución quedó al frente de la parroquia de Dardilly, de suerte que los padres del futuro santo tenían que asistir a la misa que celebraba, de vez en cuando, algún sacerdote fugitivo. Durante el reinado del Terror, que fue tan devastador en Lyon como en París, Juan María se encargaba de cuidar el rebaño de su padre, Mateo Vianney, en ambas orillas del riachuelo de Planches. Juan María era un niño tranquilo y piadoso, que exhortaba a sus compañeros a ser buenos. Aunque no carecía de cierta habilidad en el juego de bolos, prefería generalmente jugar «a la iglesia». A los trece años hizo su primera comunión, en secreto. Poco después, se restableció en Dardilly el culto regular y, cinco años más tarde, Juan María confesó a su padre que quería ser sacerdote. El buen hombre, que no podía pagar los estudios de su hijo ni deseaba prescindir de sus servicios en el trabajo de la granja, no mostró el menor entusiasmo por el proyecto, de suerte que el joven tuvo que aguardar hasta los veinte años para realizarlo. A esa edad, partió al pueblecito de Ecully, donde el P. Balley había fundado un seminario parroquial.
Los estudios le causaron grandes dolores de cabeza, pues carecía de aptitudes para ellos y sólo había ido unos cuantos meses a la escuela que se había abierto en Dardilly cuando él tenía nueve años. El latín le resultaba tan cuesta arriba que, durante algún tiempo, tanto Juan María como su maestro creyeron que no lograría aprenderlo. En el verano de 1806, Juan María emprendió a pie una peregrinación al santuario de san Juan Francisco de Regis, que distaba más de cien kilómetros, para obtener la ayuda de Dios en sus estudios. Durante el camino vivió de limosna y pidió alojamiento por caridad. La peregrinación no aumentó sus aptitudes para los estudios, pero le ayudó a superar la crisis de desaliento. El año siguiente, recibió el sacramento de la confirmación, que le confirió todavía mayor fuerza para la lucha; en él tomó Juan María el nombre de Bautista. La gracia del sacramento llegó en un momento muy oportuno, pues esperaba al joven otra prueba muy difícil. En efecto, como su nombre no estuviese incluido en la lista de los que hacían estudios eclesiásticos, fue llamado al servicio militar. El P. Balley intentó explicar el error a las autoridades, Mateo Vianney trató de conseguir un sustituto para su hijo, pero todo fue en vano y Juan María hubo de presentarse en Lyon el 26 de octubre de 1809. Dos días después, cayó enfermo y fue internado en el hospital, de suerte que su regimiento partió a España sin él. Entonces recibió la orden de ir a reunirse con otro regimiento en Roanne, el 5 de enero por la mañana. Pero, cuando iba en camino, se detuvo a orar en una iglesia y llegó a su destino cuando el destacamento ya había partido. Las autoridades militares le ordenaron que alcanzase al destacamento en Renaison, sin más insignia militar que la mochila. Cuando se hallaba descansando un poco en las montañas de Le Forez, presentó ante él un desconocido que se echó a los hombros su mochila y le ordenó que le siguiese. Juan quedó tan desconcertado, que no discutió la orden siguió al desconocido hasta una cabaña del remoto pueblecito montañés de Les Noës. Entonces cayó en la cuenta de que el desconocido era un desertor del ejército y que en los bosques de los alrededores se ocultaban otros muchos como él. Juan María comprendió que se hallaba en una situación muy comprometida y no supo qué hacer. Al cabo de unos días de reflexión, decidió presentarse al alcalde de la localidad. El Señor Fayot era un hombre bondadoso y de gran sentido común; haciendo notar a Juan María que ya era técnicamente un desertor, le aconsejó que escogiese el menor de los males y se quedase escondido; además, tuvo la bondad de buscarle alojamiento en casa de un primo suyo. El escondite de Juan María era un gran montón de heno en el establo. Con el pseudónimo de Jerónimo Vincent, pasó catorce meses en Les Noës, entregado al estudio del latín, a la enseñanza de los hijos de su huésped y a colaborar en los trabajos de la granja; así se ganó el respeto y el cariño de todos. Los soldados estuvieron a punto de echarle mano en varias ocasiones; en una de ellas, cuando se hallaba escondido bajo el montón de heno, el sable de uno de los gendarmes le rozó las costillas. En marzo de 1810, el emperador, con ocasión de su matrimonio con la archiduquesa María Luisa, concedió la amnistía a todos los desertores. A principios del año siguiente, el hermano de Juan María se enroló como sustituto voluntario y el santo pudo volver al pueblo.
En 1811 recibió la tonsura y, a fines del año siguiente, fue a estudiar filosofía en el seminario menor de Verriéres. Naturalmente, no se distinguió en los estudios; pero trabajó con tal humildad y tesón que, en el verano de 1813, pasó al seminario mayor de Lyon. Ahí se daban todas las clases en latín y, aunque los superiores tuvieron en cuenta las cualidades de Juan María y le facilitaron las cosas todo lo posible, éste no pudo dar pie con bola. A fines del primer trimestre, abandonó el seminario y se trasladó a Ecully para estudiar bajo la dirección personal del P. Balley. Tres meses después, se presentó al examen y, en el oral lo hizo tan mal, que los examinadores no pudieron por menos de reprobarle. En consecuencia, no se le podía admitir para el sacerdocio, pero le aconsejaron que intentase conseguir la ordenación en otra diócesis. El P. Balley fue entonces a ver al P. Bochard, uno de los examinadores, quien aceptó acompañar al rector del seminario en una entrevista privada con Juan María. Los dos sacerdotes quedaron muy bien impresionados con la conversación y fueron a presentar al vicario general el caso del «seminarista menos sabio y más devoto de Lyon». El P. Courbon, que gobernaba la diócesis en ausencia del obispo, sólo les preguntó una cosa: «¿Es bueno el señor Vianney?». «Sí, es un verdadero modelo», fue la respuesta. «En tal caso, puede ordenarse tranquilamente; Dios hará el resto». El 2 de julio de 1814, Juan María recibió las órdenes menores y el subdiaconado y volvió a Ecully a proseguir sus estudios. En junio de 1815, recibió el diaconado y, el 12 de agosto, se le confirió el sacerdocio. Al día siguiente, cantó su primera misa y fue nombrado vicario del P. Balley, a cuya intuición y perseverancia debe la Iglesia, después de Dios, el que Juan María Vianney haya recibido el sacerdocio.
El vicario general de Lyon había dicho en la ordenación de Juan María: «La Iglesia no necesita sólo sacerdotes sabios, sino también sacerdotes santos». Y Mons. Simon, obispo de Grénoble, había predicho que sería «un buen sacerdote». En efecto, Juan María sabía todo lo que un sacerdote necesita saber, aunque no lo hubiese aprendido en los libros. Por ejemplo, por lo que toca a la teología moral, el P. Bochard le había examinado a fondo sobre «casos» difíciles y el santo había respondido muy acertadamente, basándose en el sentido común, pues la auténtica casuística no es más que una aplicación del sentido común. Poco después de haber sido nombrado vicario de Ecully, Juan María recibió las facultades para oír confesiones. Su primer penitente fue su propio párroco, y su confesionario empezó pronto a llenarse de fieles. Más tarde, había de pasar las tres cuartas partes de la jornada en el confesonario. Sin hacer alarde de ello, el párroco y el vicario empezaron a emularse en la austeridad y vivían como monjes de la Tebaida, aquél acusó a éste ante el vicario general, de «sobrepasar todos los límites», y el vicario acusó al párroco de practicar mortificaciones excesivas. El P. Courbon no pudo menos de sonreír y de manifestar que los fieles de Ecully podían considerarse felices de tener dos sacerdotes que hiciesen penitencia por ellos. En 1817, murió el P. Balley, cosa que produjo una pena enorme a su vicario. A principios del año siguiente, el P. Vianney fue nombrado cura de Ars-en-Dombes, una remota aldea de 230 almas, «que era, en todos los sentidos de la palabra, un verdadero agujero».
Se ha exagerado mucho la decadencia espiritual de Ars en la época en que el P. Vianney llegó a la aldea, como se ha exagerado también la «ignorancia» del párroco. En realidad, la población de Ars no era mejor ni peor que la de cualquier aldea a principios del siglo XIX: ni el vicio, ni la inmoralidad se practicaban abiertamente, pero tampoco existía una religiosidad muy pronunciada; podría decirse que el gran pecado de Ars era, ni más ni menos, «el mortal escándalo de la indiferencia en la vida ordinaria». Por lo demás, había varias familias profundamente cristianas, entre las que se contaba la del alcalde y la de «la señora del castillo». Dicha señora era la Srta. Garnier des Garets («Mademoiselle d'Ars»), dama sinceramente piadosa, aunque su piedad tenía algo de ostentoso. El nuevo cura (que en realidad no era entonces más que una especie de capellán o vicario aislado) no sólo continuó, sino que redobló sus penitencias, sobre todo el empleo de la disciplina. Durante los seis primeros años, no comió prácticamente nada más que patatas, para hacer penitencia por sus «débiles ovejas». Los malos espíritus de la impureza, la embriaguez y la injusticia «sólo se arrojan con el ayuno y la oración»; ahora bien, como el pueblo de Ars no parecía muy dispuesto a orar y ayunar, el santo cura se propuso hacerlo por su grey.
Una vez que hubo visitado todas las casas de la localidad y organizado el catecismo de los niños, el P. Vianney decidió emprender a fondo la reconversión de Ars. Para ello se valió del trato personal con los habitantes, de la dirección espiritual en el confesonario y de la predicación. Preparaba cuidadosamente sus sermones y los pronunciaba con naturalidad y fervor («¿Eran largos los sermones del Señor Cura? -preguntó Mons. Convert. Sí, muy largos, y siempre versaban sobre el infierno... Hay quienes dicen que no hay infierno; pero el Señor Cura era de los que de veras creen en él»). Las gentes del lugar estaban demasiado preocupadas por los asuntos materiales y demasiado habituadas a la indiferencia para convertirse de golpe. Por otra parte, en aquella época todavía se dejaba sentir la influencia del jansenismo en la doctrina y los métodos de muchos teólogos y directores espirituales, ortodoxos pero demasiado rigoristas. Así pues, nada tiene de extraño que el cura de Ars haya sido muy estricto. Había en la población muchas tabernas, en las que se gastaba inútilmente el dinero, se practicaba la embriaguez y se charlaba en forma inconveniente. Las dos tabernas más próximas a la iglesia fueron las primeras en cerrar sus puertas por falta de clientes. Más tarde, desaparecieron otras dos. Cierto que se abrieron luego otras siete, pero todas fracasaron. El señor cura luchó con todas sus fuerzas contra la blasfemia, la mundanidad y la obscenidad y, como no vacilaba en pronunciar desde el púlpito las expresiones que ofendían a Dios, nadie podía llamarse a engaño. Durante más de ocho años predicó la perfecta observancia de las fiestas de la Iglesia, que no consistía simplemente en asistir a la misa y a las vísperas, sino en suprimir todo trabajo que no fuese absolutamente necesario. Pero, sobre todo, declaró guerra a muerte al baile, pues lo consideraba como una ocasión de pecado para los que bailaban y para los que veían bailar. El P. Vianney se mostraba implacable con los que bailaban, tanto en público como en privado; si no prometían renunciar definitivamente al baile y no cumplían su palabra, les rehusaba la absolución. La batalla contra el baile y la falta de modestia en el vestir, duró veinticinco años, pero el santo Cura acabó por ganarla. Incluso pintó sobre el arco de la capilla de San Juan Bautista estas palabras: «Sa téte fut le prix d'une danse!» (su cabeza fue el precio de un baile).
En 1821, el territorio de Ars fue convertido en parroquia sufragánea y, en 1823, pasó a formar parte de la nueva diócesis de Belley. Con esa ocasión, los enemigos del P. Vianney (pues su celo no dejaba de crearle algunos) le acusaron ante el obispo, quien envió al deán del cabildo a investigar. Mons. Devie quedó pronto convencido de la inocencia de su súbdito; con el tiempo, llegó a tener gran confianza en él y aun le ofreció una importante parroquia, pero el P. Vianney se negó a aceptarla, después de mucho cavilar. La fama de santidad y eficacia del Cura de Ars se había ido difundiendo; varios párrocos le pidieron que fuese a predicar misiones en sus parroquias, y las gentes asaltaban su confesionario. En 1824, el P. Vianney inauguró en Ars una escuela gratuita para niñas, regenteada por Catalina Lassagne y Benita Lardet, a quienes él mismo había enviado a formarse en un convento. De dicha escuela nació tres años más tarde la famosa institución de «La Providencia», que era un asilo para niños y jóvenes huérfanos o abandonados. No se aceptaba un céntimo de ninguno de los pupilos, ni siquiera de los que podían pagar, y las directoras y colaboradoras no percibían salario alguno. Se trataba de una institución de caridad, que vivía de limosnas y se preocupaba sobre todo por la salvación de las almas. En algunas temporadas, el número de pupilos llegaba a sesenta y el P. Vianney tenía que sudar para sostener a su gran familia. En cierta ocasión, el granero se llenó milagrosamente de trigo; en otra oportunidad, el cocinero aseguró que había hecho diez panes de veinte libras cada uno con sólo unas cuantas libras de harina, gracias a las oraciones del P. Vianney. Esos milagros fueron transformando poco a poco la actitud de los fieles de Ars, y los visitantes se hacían lenguas del orden y la excelente conducta que reinaban en «La Providencia». Pero el elemento decisivo del cambio que se operó en la aldea fue el ejemplo del P. Vianney: «Nuestro cura es un santo y tenemos que obedecerle»; «No somos mejores que las gentes de otros pueblos, lo que pasa es que tenemos a un santo entre nosotros». Algunos llegaban hasta a decir: «Lo que él nos manda es la voluntad de Dios y, por ello, debemos obedecerle». Pero aun ésos obedecían, en realidad, porque el P. Vianney era un hombre de Dios.
En tanto que el pueblo se convertía lentamente a la vida cristiana, el Cura de Ars era objeto de una verdadera persecución por parte del demonio. En toda la hagiología no existe un solo caso en el que la acción del demonio haya sido tan larga, variada y violenta. Los fenómenos iban desde los ruidos y voces hasta los ataques personales. En cierta ocasión, el lecho del párroco se incendió inexplicablemente. La persecución que comenzó en 1824, duró más de treinta años, con algunas intermitencias. Por lo demás, varias personas tuvieron ocasión de presenciar sus efectos. Pero el P. Vianney tomaba la acción del demonio con tal naturalidad, que parecía considerarla como parte normal de la jornada. El P. Toccanier le dijo una vez: «Seguramente que os asustáis mucho en algunas ocasiones». El P. Vianney replicó: «A todo se acostumbra uno, amigo mío. El diablo y yo somos ya casi compinches». Además de la persecución del demonio, el Cura de Ars tuvo que soportar los ataques de los que, si la naturaleza humana no fuese lo que es, nos sentiríamos tentados a calificar de preternaturales. Algunos de sus hermanos en el sacerdocio (generalmente no los mejores ni más inteligentes), incapaces de apreciar la santidad del P. Vianney, recordando sus fracasos intelectuales en el seminario y prestando oídos a las hablillas, criticaban su «celo indiscreto», su «ambición» y su «presunción», y llegaban hasta a tratarle de «charlatán» e «impostor». El P. Vianney comentaba a este propósito: «¡Pobre curita de Ars! ¡Qué cantidad de cosas desagradables se imaginan sobre él! Hay quienes por hablar de él se olvidan de predicar el Evangelio». Pero los enemigos del cura no se limitaron a criticarle en la sacristía, sino que le denunciaron al obispo de Belley. El P. Vianney se negó a defenderse y Mons. Devie le dejó en paz, tras de hacer algunas investigaciones. En cierta ocasión en que un sacerdote calificó de «loco» al Cura de Ars, Mons. Devie, haciendo alusión a ello, dijo a su clero durante el retiro anual: «Señores, confieso que me sentiría muy orgulloso si todos vosotros tuviéseis algo de esa locura».
Otro de los hechos extraordinarios que deben mencionarse es que Ars se convirtió en un sitio de peregrinación en vida del santo. Y los peregrinos no iban para visitar el santuario de «su querida santa Filomena», que él había construido, sino para ver al párroco. Indudablemente que había una parte de curiosidad en esas peregrinaciones, pues es imposible mantener secretos los hechos extraordinarios como el de la multiplicación de los panes y los ataques del demonio. Pero la causa principal de las peregrinaciones, que fueron haciéndose cada vez más frecuentes y numerosas, era el deseo de recibir los consejos del Cura en el confesonario. Y eso era sobre todo lo que enfurecía a los sacerdotes que no querían al P. Vianney, algunos de los cuales llegaron incluso a prohibir a sus feligreses que fuesen a ver al Cura de Ars. Desde 1827, empezaron a acudir a Ars los peregrinos del exterior. Entre 1830 y 1845 hubo un promedio de trescientos peregrinos por día. En Lyon se abrió una oficina especial para los viajeros que iban a Ars y se puso a la disposición del público una serie de billetes de ida y vuelta por ocho días, pues era imposible conseguir hablar con el santo Cura en menos tiempo. Ello significaba que el P. Vianney tenía que pasar doce horas diarias en el confesionario durante el invierno y dieciséis horas durante el verano. No contento con eso, en los quince últimos años de su vida predicaba todos los días a las once de la mañana. Se trataba de sermones muy sencillos, pues el santo no tenía tiempo para prepararlos, pero llegaban al corazón de los los hombres más cultos y de los más endurecidos. Ricos y pobres, sabios y sencillos, buenos y malos, clérigos y laicos, obipos, sacerdotes y religiosos, todos acudían a Ars a arrodillarse en el confesonario del santo Cura y a sentarse en los bancos del catecismo. El P. Vianney no perdía el tiempo en dar consejos largos; generalmente sólo decía unas cuantas palabras, una sola frase, pero esa frase tenía toda la autoridad de un santo y revelaba con frecuencia un conocimiento sobrenatural del estado del alma del penitente. Muchas veces, el santo corregía el número de años que habían pasado desde la última confesión del penitente, o le recordaba algún pecado que había olvidado. El arzobispo de Auch manifestó que lo único que le dijo el P. Vianney había sido: «Amad mucho a vuestro clero». Al superior general de un instituto religioso consagrado a la enseñanza dijo únicamente: «Amad mucho al buen Dios». Durante la confesión de los pecados, el santo repetía constantemente: «¡Qué pena, qué pena!» y lloraba sin cesar. Las gentes hacían viajes de centenares de kilómetros y esperaban a veces día tras día en la iglesia para poder confesarse con él. Y las conversiones se multiplicaban.
Al principio, el santo trataba a los forasteros con el mismo rigor que a los habitantes de Ars, pero con los años adquirió experiencia sobre las necesidades y posibilidades de cada alma y un conocimiento más profundo de la teología moral, de manera que el rigor fue cediendo ante la compasión, la bondad y la ternura. Desaconsejaba a las almas la multiplicación de las devociones y recomendaba sobre todo el Rosario, el Angelus, las jaculatorias y las oraciones de la liturgia. Solía decir: «La oración privada es como un poco de paja encendida que se arroja al viento y arde con llamas muy pequeñas. En cambio, la oración litúrgica es como si se juntase en un haz toda la paja; entonces arde de veras y el fuego sube al cielo como una columna». «En el P. Vianney no había afectación ninguna, nada de exclamaciones, suspiros y trances; cuando estaba muy conmovido, se limitaba a sonreír o a llorar».
Hemos hecho mención de su poder de leer en las almas; su conocimiento de los hechos pasados y futuros no era menos extraordinario que sus milagros. Aunque con frecuencia se critica irreflexivamente la inutilidad de los milagros de los santos, ciertamente no se puede hacer ese reproche a los del Cura de Ars. Sus profecías no se referían a los asuntos públicos, sino a la vida de los individuos y siempre iban dirigidas a ayudar y consolar a las almas. En cierta ocasión, dijo el santo que el conocimiento de los hechos ignorados se le presentaba en forma de recuerdos. Así, por ejemplo, narró lo siguiente al P. Toccanier: «En una ocasión dije a cierta mujer: ¿Sois vos la que abandonó a su marido en un hospital y se niega a ir a verle? Ella me preguntó: ¿Cómo lo sabéis, puesto que yo no lo he dicho a nadie? Ante tal réplica, yo quedé todavía más sorprendido que ella, pues tenía la impresión de que ella misma me había contado toda la historia». La baronesa de Lacomblé, que era viuda, se hallaba muy agitada porque un hijo suyo de dieciocho años estaba decidido a casarse con una joven de quince. Así pues, decidió ir a consultar al Cura de Ars, a quien nunca había visto. Cuando entró en la iglesia la encontró tan llena de gente, que le cruzó por la mente el pensamiento de que nunca llegaría a hablar con el párroco e inició el movimiento para retirarse. Pero súbitamente, el P. Vianney salió del confesionario, se dirigió a la baronesa y le murmuró al oído: «Dejadlos que se casen. Van a ser muy felices». El señor cura dijo a una sirvienta que en Lyon le aguardaba un grave peligro; gracias a este aviso, la joven pudo escapar, unos cuantos días más tarde, de las manos de un criminal que se dedicaba a asesinar a las jóvenes y aun presentó testimonio en el proceso que se instituyó contra él. En 1854, el Cura de Ars anunció con gran convicción al obispo de Birmingham, Mons. Ullathorne: «Estoy persuadido de que la Iglesia va a recobrar su antigua grandeza en Inglaterra». Un día preguntó en la iglesia a una joven forastera: «¿Vos me habéis escrito, hija mía?» «Sí, Padre». «Entonces no tengáis ningún cuidado, porque pronto entraréis en el convento; la superiora os escribirá dentro de algunos días». Así sucedió, en efecto, aunque el P. Vianney no había dicho una palabra a la superiora. La Srta. Henry, que tenía una tienda en Chalon-sur-Saone, fue a Ars a pedir al P. Vianney que rogase por la salud de una tía suya que estaba enferma. El santo le aconsejó que volviese inmediatamente a su pueblo. «Mientras vos estáis aquí -le dijo- os están vaciando la tienda». En efecto, la joven encontró a su ayudante robando la tienda. Su tía recobró la salud.
El Cura de Ars acostumbraba atribuir las curaciones que obraba a la intercesión de santa Filomena. Lo primero que exigía de los que solicitaban un milagro, era una fe ferviente y él mismo practicaba en grado sumo esa virtud cuando creía conveniente pedir un milagro para sostener sus obras de caridad en los momentos difíciles. Pero las profesoras de la escuelita de Ars sabían perfectamente cuál era el mayor de los milagros del santo; haciendo eco a lo que se decía en otro tiempo de san Bernardo, decían: «La obra más difícil, extraordinaria e impresionante del Cura de Ars fue su propia vida». Cada día, cuando el P. Vianney salía de la iglesia a la hora del Angelus del mediodía para ir a tomar en la casa parroquial los alimentos que le enviaban de «La Providencia», había personas que querían demostrarle su agradecimiento, respeto y amor. A veces tardaba más de veinte minutos en recorrer el corto espacio que separaba la iglesia de la casa parroquial. Los enfermos de cuerpo y alma se arrodillaban para pedirle que los bendijese y orase por ellos; no sólo le tomaban por la mano, sino que le arrancaban trozos de la sotana. Ello constituía una gran mortificación para el sacerdote, quien repetía: «¡Qué devoción tan mal encauzada!» Naturalmente, el santo suspiraba por la soledad y la quietud, sin embargo, por extraordinario que parezca, el buen cura estuvo en Ars contra su voluntad los cuarenta y un años que pasó ahí, y toda su vida tuvo que luchar contra su deseo personal de entrar en la Cartuja. Tres veces huyó de Ars. En 1843, después de haber sufrido una grave enfermedad, el obispo y el señor de Garets tuvieron que emplear toda su diplomacia para hacerle volver.
En 1852, Mons. Chaladon, obispo de Belley, nombró al P. Vianney canónigo honorario; pero hubo que imponerle la muceta casi por la fuerza y, no conforme con quitarse la vestidura y olvidarla, la vendió por cincuenta francos, que dedicó a una obra de caridad. Tres años más tarde, algunos altos personajes, bien intencionados pero poco acertados, consiguieron que se nombrase al P. Vianney caballero de la orden imperial de la Legión de Honor. Pero él se rehusó absolutamente a aceptar la imposición de la cruz imperial y jamás la portó sobre la sotana: «Si me presento con esta clase de juguetes ante Dios a la hora de la muerte, Él puede decirme que ya recibí mi premio en la tierra. Verdaderamente no sé cómo pudo ocurrírsele al emperador enviarme esta cruz, a no ser que haya querido condecorarme como desertor». En 1853, el santo cura intentó por última vez huir de Ars. Es conmovedora la narración de su regreso a la parroquia, cuando se le dijo que le aguardaba en ella una multitud de pobres pecadores que le necesitaban. Catalina Lassagne declaró con ingenua sorpresa: «Seguramente pensaba que ésa era la voluntad de Dios». Y tal vez ésa era en realidad la voluntad de Díos, que concedió a su siervo unos cuantos años de paz y reposo para que se consagrase de lleno a la contemplación, que ya había producido en él sus más altos frutos de éxtasis y visiones. Es posible que el obispo, Mons. Chalandon, haya cometido un error al no permitirle renunciar a la cura de Ars, pero el P. Vianney no lo consideró así y se consagró con mayor celo que nunca al ministerio. En el año de 1858, más de 100.000 peregrinos fueron a Ars, cuando el párroco era ya un anciano de setenta y tres años, y el esfuerzo que debió realizar para atenderlos acabó con su salud. El 18 de julio de 1859 comprendió que se acercaba el fin y, el 29 del mismo mes, se metió en cama para no levantarse más. «Ha llegado el fin de un pobre hombre -declaró-, mandad llamar al párroco de Jassans». Todavía oyó en el lecho algunas confesiones. Cuando se esparció la noticia de su gravedad, acudieron a Ars gentes de todas partes. Veinte sacerdotes acompañaron al P. Beau cuando éste llevó los últimos sacramentos al santo Cura, quien comentó: «Es triste recibir la comunión por última vez». El obispo de Belley llegó a toda prisa el 3 de agosto. A las dos de la madrugada del día siguiente, en medio de una tormenta de truenos y relámpagos, el santo Cura de Ars exhaló apaciblemente el último suspiro. Pío XI canonizó a San Juan María Bautista Vianney en 1925 y, en 1929, le proclamó principal patrono del clero parroquial.
La biografía del Cura de Ars escrita por Mons. F. Trochu (1928), se basa en un cuidadoso estudio de los documentos del proceso de beatificación y canonización y será probablemente la mejor en mucho tiempo. Dicha obra arroja luz sobre muchos puntos oscuros de las biografías escritas por el P. Monnin (1899) y José Vianney (1911): en la introducción y en las notas el autor da la referencia detallada de las fuentes que utilizó. La voluminosa obra de A. M. Zecca, Ars e il suo curato (1929) no es tanto una biografía cuanto una recopilación muy amena de las impresiones de los peregrinos de Ars. Con ocasión del «Año sacerdotal» (2009), SS Benedicto XVI trazó una semblanza de la figura del Cura de Ars destacando los aspectos no sólo ejemplares sino proféticos de su ministerio.