Pedro de Ribera, el padre de don Juan, fue uno de los más encumbrados grandes de España. Cuando fue elevado a duque de Alcalá, poseía ya otros muchos títulos y cargos de importancia. Durante catorce años fue virrey de Nápoles, pero sobre todo, fue un excelente y devoto cristiano. Gracias a ello, su hijo recibió una educación esmerada. La Divina Providencia parece haberse empeñado en proteger su virtud de todos los peligros, durante sus brillantes estudios en la Universidad de Salamanca. Cayendo en la cuenta de los riesgos a los que se hallaba expuesto, el santo se entregó a la penitencia y a la oración, cuando se preparaba a recibir las órdenes sagradas. En 1557, a los veinticinco años de edad, don Juan fue ordenado sacerdote. Después de unos años de impartir la enseñanza de la teología en Salamanca, fue nombrado por san Pío V, muy contra su voluntad, obispo de Badajoz, en 1562. Cumplió con gran celo y escrupulosa fidelidad sus deberes de obispo y, seis años más tarde, por voluntad de Felipe II y del mismo Sumo Pontífice, fue promovido a la dignidad de arzobispo de Valencia. Pocos meses después, desalentado por la falta de fe y las costumbres relajadas de su provincia, que era el principal reducto de los moros, escribió al Papa rogándole que aceptara su renuncia, pero el Pontífice se rehusó. Durante cuarenta y dos años, hasta su muerte, acontecida en 1611, se esforzó por soportar gozosamente el peso de una responsabilidad que le abrumaba. En sus últimos años el peso aumentó todavía más con el cargo de virrey de Valencia, que le impuso Felipe III.
El arzobispo veía con gran alarma las peligrosas actividades de los moros y judíos, cuya prosperidad material envidiaban todos. Debido a la universal ignorancia de los principios de economía política que reinaba en aquella época, Ribera consideraba a los moros como «esponjas que absorbían toda la riqueza de los cristianos». Hay que hacer notar, sin embargo, que en esto no hacía sino compartir la opinión de la época, profesada igualmente por un hombre de la talla intelectual de Cervantes. En todo caso, está fuera de duda que san Juan de Ribera fue uno de los consejeros responsables del edicto de 1609, que desterró de Valencia a los moros. Recordemos por nuestra parte, que el decreto de beatificación versa únicamente sobre las virtudes y milagros del siervo de Dios, y que no constituye una aprobación de sus actos públicos, ni de sus opiniones políticas. El arzobispo murió poco después de la tragedia de la deportación. Recluido en el colegio de Corpus Christi, que él había fundado y dotado, terminó sus días el 6 de febrero de 1611, tras una larga enfermedad soportada con gran paciencia. A su intercesión se atribuyen muchos milagros. Fue beatificado en 1796 y canonizado por S.S. Juan XXIII el 12 de junio de 1960.
Ver V. Castillo, Vita del B. Giovanni de Ribera (1796); M. Beda, Vida del B. Juan de Ribera (1802); y P. Boronat y Barachina, Los Moriscos Españoles y su Expulsión (1901). En el sitio del Vaticano puede leerse completa la hermosa homilía de SS Juan XXIII en la misa de canonización de Juan de Ribera.