El libro de Joel es pequeño, apenas cuatro capítulos, o casi mejor se diría tres y medio, a juzgar por la brevísima extensión del capítulo tercero. Pero los problemas que plantean las alusiones históricas y las muchas alusiones literarias que contiene, justifican que al autor se lo haya situado en una época tan temprana como el siglo VIII aC. o tan tardía como el III. Sí, así de indeterminado se nos presenta el autor, del que sólo sabemos su nombre y filiación: Joel, hijo de Petuel (o Fetuel). Sobre su persona nada más podemos decir con certeza. Podemos deducir que se trata de alguien de elevada cultura, porque maneja el idioma y las convenciones poéticas con fluidez. Se ha tratado de relacionarlo con los «profetas cultuales», profetas sacerdotes o estrechamente relacionados con el culto del templo, pero nada hay de decisivo al respecto en el libro.
Lo más interesante, sin embargo, no es su persona sino el libro mismo, la mirada que propone. Abre con una grandiosa visión de la naturaleza: el profeta contempla una plaga de langostas, seguida de una sequía. la descripción es completamente realista, como de quien verdaderamente ha visto aquello de lo que habla. Sin embargo, las referencias a estos hechos naturales, van mezclando frases que ya no se refieren a la devastación de la naturaleza, sino a la devastación sufrida por el pueblo de Dios, arrasado por los enemigos. Una y otra referencia se entretejen:
«El campo ha sido arrasado, en duelo está el suelo, porque el grano ha sido arrasado, ha faltado el mosto, y el aceite virgen se ha agotado. ¡Consternaos, labradores, gemid, viñadores, por el trigo y la cebada, porque se ha perdido la cosecha del campo! Se ha secado la viña, se ha amustiado la higuera, granado, palmera, manzano, todos los árboles del campo están secos. ¡Sí, se ha secado la alegría de entre los hijos de hombre! ¡Ceñíos y plañid, sacerdotes, gemid, ministros del altar; venid, pasad la noche en sayal, ministros de mi Dios, porque a la Casa de vuestro Dios se le ha negado oblación y libación!»
A la enormidad de toda esta destrucción en la naturaleza y en la tierra de Yahvé, el profeta le opone un tercer plano: el «Día de Yahvé», en el que él se levanta para destruir a su vez a sus enemigos, los enemigos de Israel, e instaurar definitivamente su Reino. Llega finalmente la paz, llega la restauración definitiva, pero no suavemente, sino por una lucha que el poeta describe con imágenes y alusiones que se hunden en el lenguaje de los demás profetas. Si, por ejemplo, Isaías describía la gran instauración del reinado de Yahvé con estas palabras: «Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas» (Is 2,4b), Joel no deja de lanzar esta advertencia: «Forjad espadas de vuestros azadones y lanzas de vuestras podaderas», en clara alusión inversa al dístico de Isaías.
La visión inicial, naturalista de Joel adquiere, en conjunto, un tono apocalíptico, que bien conocemos por otros poetas apocalípticos de la misma Biblia y de fuera de ella también: «Y realizaré prodigios en el cielo y en la tierra, sangre, fuego, columnas de humo. El sol se cambiará en tinieblas y la luna en sangre, ante la venida del Día de Yahveh, grande y terrible.» (Jl 3,3-4). La destrucción y el juicio, sin embargo, no son más que el prólogo de la instauración de una paz y una comunión con Yahvé como hasta ahora nunca han tenido los hombres: «Sucederá después de esto que yo derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Hasta en los siervos y las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días.» (Jl 3,1-2) Promesa que retoma el Martirologio para relacionarla con la efusión del Espíritu en Pentecostés.
El libro está muy presente en la liturgia, ya que se leen en ella muchos versículos, sea en la misa, o en las horas del oficio. Sin embargo, esas lecturas fragmentarias, aunque logran extraer el tono de grandiosidad y esperanza de la promesa divina, pierden un poco el sentido de unidad de este poema, que mezcla todo el tiempo los tres planos, de la naturaleza, de la historia de Israel, de la escatología del mundo, en una unidad que vale la pena percibir.
En el escrito doy por sentado que se trata de una visión unitaria con tres planos de mirada; no todos están de acuerdo con esa manera de enfocarlo, para algunos autores hay un corte entre los capítulos 1-2 y el 3-4, de modo que incluso se puede llegar a hablar de dos autores distintos. La cuestión está sujeta a discusión, y en la pequeña bibliografía que sigue pueden encontrarse argumentos a favor y en contra de cada postura, así como detalles más amplios, y más bibliografía, sobre cada aspecto del problema. Véase «Comentario Bíblico San Jerónimo», tomo II, pág. 273ss. Más amplio y detallado, en «Los profetas», de Alonso Schökel y Sicre Díaz, tomo II, pág 923, donde también puede leerse una versión directa del hebreo hecha con mucho cuidado. En los Cuadernos bíblicos de Verbo Divino, está tratado en el que se dedica a «Los últimos profetas» (cuaderno nº 90). Como siempre señalo: cualquier lectura complementaria sin la lectura del propio profeta es algo enteramente inútil. La imagen reproduce el fresco de Miguel Ángel sobre el profeta, en la Capilla Sixtina.