Ciertamente, en la soledad es más fácil echar loa fundamentos de la vida interior. En la soledad se prepara el alma para la vida activa y se fortalece para resistir las distracciones del mundo. San Hugo aprendió en la soledad de la Cartuja a dominar sus pasiones y acumuló allí los hábitos de las virtudes, que son el arma esencial de los ministros de Cristo. Hugo nació en Borgoña en 1140. Su padre, que era señor de Avalon, se distinguía como soldado y más aún como cristiano. La madre de Hugo, Ana, murió cuando éste tenía ocho años. A partir de entonces, el niño se educó en el convento de los canónigos regulares de Villard-Benoit. Guillermo de Avalon se retiró al mismo tiempo al mencionado convento y allí terminó sus días, entregado a la devoción y a la penitencia. Hugo hizo la profesión religiosa a los quince años de edad y recibió el diaconado a los diecinueve. Inmediatamente, empezó a distinguirse como predicador. Sus superiores le pusieron al frente del pequeño monasterio de Saint-Maximin, que dependía de aquél en el que hasta entonces había estado. En cierta ocasión, Hugo acompañó a su superior a visitar la Gran Cartuja. El recogimiento y silencio que reinaban en ese sitio, así como la devoción y contemplación de los monjes, despertaron en Hugo un gran deseo de abrazar ese género de vida. El superior de los cartujos hizo al joven una alarmante descripción de las dificultades de esa vida y, poco después, su propio superior le instó a hacer un voto de no abandonar el monasterio de Villard-Benoit. Pero después, al considerar las cosas con calma, Hugo comprendió que había hecho el voto con demasiado apresuramiento y, movido por la emoción. Así pues, seguro de que Dios le llamaba a la Cartuja, retornó al monasterio y tomó el hábito. Aunque la vida de un cartujo en su celda solitaria ofrece poca materia al biógrafo, sabemos que cuando Hugo trabajaba en su huerto, acudían a verle las ardillas y los pájaros, a los que amaba mucho y sobre los que tenía un poder notable.
Al cabo de diez años de vivir en una celda aislada, se le confió el cargo de procurador del monasterio. Desempeñó el oficio durante siete años y al fin, cuando tenía cuarenta de edad, su vida cambió de rumbo súbitamente. Enrique II de Inglaterra fundó en Witham de Somersetshire el primer convento de cartujos de dicho país para hacer penitencia por el asesinato de santo Tomás Becket; pero las dificultades se acumularon y el monasterio no prosperó bajo el gobierno de los dos primeros superiores. Entonces, el monarca envió a la Gran Cartuja a Reginaldo, obispo de Bath, a pedir que se enviase como superior al santo monje Hugo, que un noble francés había recomendado al rey. Después de mucho discutir. los monjes de la Gran Cartuja llegaron a la conclusión de que la caridad cristiana no permitía reservar a un solo convento un bien que otros conventos necesitaban más urgentemente; así pues, por más que Hugo protestó que era inepto para el cargo, el capítulo le ordenó que partiese a Inglaterra con los legados. Al llegar a Witham, se encontró el santo con que ni siquiera se había empezado a construir el monasterio y que no se había tomado ninguna medida para compensar a aquéllos que iban a ser desalojados de sus tierras a fin de dejar el sitio a los monjes. El santo se negó a iniciar el ejercicio de su cargo, antes de que el rey pagase «hasta el último céntimo». Cuando la construcción estaba ya casi terminada, san Hugo volvió a dar la orden de interrumpirla, porque Enrique II no había pagado todas las deudas. Finalmente el santo consiguió superar esa dificultad con gran tacto y se terminó el primer convento de cartujos de Inglaterra. A fuerza de humildad, mansedumbre y santidad de vida, san Hugo fue ganándose a los que se oponían a la fundación, y poco a poco el monasterio fue poblándose de hombres que deseaban servir a Dios en la soledad, bajo la dirección del santo. Como en el caso de tantos otros monjes extraordinarios, la fama de la santidad y del talento de san Hugo se extendió mucho más allá de los muros del claustro. En particular, Enrique II jamás dejaba de visitarle cuando iba a cazar por aquellos parajes. Citemos sólo un ejemplo que muestra la confianza que tenía en san Hugo: A la vuelta de la campaña de Normandía, se abatió sobre los navíos del rey una furiosa tempestad. La situación parecía desesperada, cuando Enrique exclamó en voz alta: «¡Oh, Dios, a quien el prior de Witham sirve tan sinceramente, te rogamos que, por su intercesión y sus méritos, te apiades de nosotros en esta angustia, aunque nuestros pecados merecen tu castigo!» El viento amainó casi al punto y el viaje terminó con bien. Naturalmente ello confirmó y aumentó la confianza que el rey tenía en san Hugo.
El santo no vacilaba en reprender al monarca cuando era necesario, como, por ejemplo, en el caso de la costumbre que tenía el monarca de conservar las sedes vacantes para disfrutar de sus rentas. Un ejemplo escandaloso era el de la sede de Lincoln, donde en un lapso de dieciocho años sólo durante dieciocho meses hubo un obispo. Un sínodo reunido en la abadía de Eynsham en 1186, ordenó al deán y al capítulo que eligiesen obispo. La elección recayó sobre san Hugo, gracias a la influencia del rey y del primado. El santo se opuso a la elección, pero el superior de la Gran Cartuja le mandó aceptar la consagración episcopal. Naturalmente, después de tan largo abandono, la diócesis de Lincoln necesitaba urgentemente una reforma. San Hugo empezó por rodearse de un grupo de sacerdotes sabios y piadosos y empleó toda su autoridad episcopal en restablecer la disciplina entre el clero. En sus sermones y converaciones privadas trataba de despertar el espíritu de fe y de mover al amor de Dios; pero ello no le impedía ser un hombre muy abierto y dicharachero, amante de los chistes, alegre, entusiasta y de carácter muy vivo, según le describe Giraldo Cambrense. A veces pasaba días enteros, de la mañana a la noche y sin probar alimento, administrando los sacramentos y consagrando iglesias. Reprimía con especial severidad todo intento del clero de sacar dinero a los fieles y, el día de su entronización, se negó a dar estipendio al archidiácono de Canterbury, que había oficiado en la ceremonia. Amaba con predilección a los niños pobres, a los enfermos y solía visitar los lazaretos y asistir personalmente a los leprosos. Cuando su canciller le hizo notar que san Martín curaba a los leprosos al tocarlos, san Hugo replicó: «San Martín los curaba besándolos. En cambio los besos a los leprosos curan mi alma». El santo se divertía mucho con los niños. Su biógrafo, que era también su capellán, cuenta varias anécdotas encantadoras a este propósito y narra algunos milagros realizados por el santo en favor de los pequeños.
Durante la persecución de los judíos, que estalló en Inglaterra en la época de la tercera Cruzada, san Hugo los defendió encarnizadamente. En Stanford, en Northampton y en su propia catedral de Lincoln, se enfrentó solo a una chusma armada y logró que no se hiciese daño a los perseguidos. En cuanto a su sentido de justicia en lo que tocaba a su grey, el mejor ejemplo es su actitud en lo concerniente a los bosques reales: Pedro de Blois, contemporáneo de los hechos, escribía: «Los guardabosques y sus subordinados cazan a los pobres como si fuesen fieras salvajes y los devoran como si fuesen presas». San Hugo tuvo ciertas dificultades con los guardabosques de Witharn. En cierta ocasión, cuando éstos se apoderaron de un habitante de Lincoln, con el pretexto de un delito sin importancia, el santo excomulgó al jefe de la pandilla. El rey tomó muy a mal esta medida. Sin embargo, disimuló su resentimiento y, poco después, pidió al obispo que concediese un beneficio vacante a uno de sus cortesanos. San Hugo leyó la petición del rey y dictó inmediatamente su respuesta al mensajero: «Esos beneficios son para los clérigos, no para los cortesanos. El rey no carece de medios para premiar a sus súbditos». Naturalmente, el rey se enfureció más que nunca y mandó llamar a san Hugo. El santo encontró al rey sentado entre sus cortesanos, en un prado del castillo de Woodstock. Por orden del rey, todos los cortesanos fingieron que no se daban cuenta de la llegada del obispo, mientras que continuaba en la ocupación de vendar una herida que tenía en un dedo. San Hugo le miró un momento en silencio y luego dijo con voz suave: «En esa postura, Vuestra Majestad se parece muchísimo a su pariente cuando estaba en Falaise (Guillermo el Conquistador, bisabuelo de Enrique II, era hijo natural de Roberto de Normandía y de la hija de un peletero de Falaise). Esa broma atrevida disipó el mal humor del rey, quien escuchó atentamente al santo mientras éste le explicaba que, al proceder así en el asunto del beneficio, sólo le había guiado el deseo de servir a Dios y de cumplir con su deber. El monarca quedó, o fingió quedar, perfectamente satisfecho. Por otra parte, el guardabosques pidió perdón a san Hugo y, desde entonces, fue muy amigo suyo. San Hugo, que había encontrado en ruinas su catedral, empezó pronto a reconstruirla, y algunas veces trabajaba en ello con sus propias manos. Una parte de la magnífica catedral actual se debe al santo, quien en su lecho de muerte dictó sus últimas instrucciones al maestro de obras, Godofredo de Noiers. El éxito de la gran actividad de san Hugo se basaba en la contemplación. En efecto, solía retirarse una vez al año a su amada abadía de Witham, donde pasaba algún tiempo en la vida común, sin distinguirse de los otros monjes más que por el anillo pastoral.
La reputación de san Hugo como juez era tan grande, que dos pobres huérfanos apelaron a Roma mediante un proceso y suplicaron que el obispo de Lincoln fuese nombrado juez del caso. El santo ejerció sus funciones judiciales en lo grande y en lo pequeño. En 1197, Ricardo I quería que los obispos y los barones pagasen los gastos de la guerra contra Felipe Augusto durante un año; pero san Hugo respondió que su diócesis sólo estaba obligada a colaborar en las guerras defensivas. El único que apoyó al santo fue el obispo Herberto de Salisbury, y el rey confiscó todas las rentas y bienes de san Hugo. A pesar de ello, el santo se mantuvo firme, reprendió cara a cara al rey por esa opresión injusta y otros abusos y acabó por triunfar. Pero, en tanto que había calmado la cólera de Enrique con un chiste, venció a Ricardo con un beso. Stubbs, el historiador, dice que «fue el primer caso claro en el que alguien se negó a suministrar a la corona el dinero exigido por ésta, lo cual constituyó un precedente muy importante para las generaciones futuras». Muy poco antes de esa lucha con el rey, el Señor había fortalecido la fe y el sentido del deber de san Hugo, pues un joven clérigo había visto al Niño Jesús en las manos del santo durante la misa. Dicho clérigo había recibido anteriormente la orden del cielo de decir a san Hugo que llamase la atención del arzobispo de Canterbury sobre las malas costumbres del clero y le había prometido que una visión confirmaría sus palabras. Ciertamente no fue ésa la única visión sobrenatural que alentó y consoló a san Hugo en su difícil tarea. Dios concedió además al santo el poder de curar a los enfermos, de arrojar los malos espíritus y de convertir a los pecadores empedernidos. Después de la muerte de Ricardo I, quien había dicho a propósito de san Hugo que, «si todos los prelados fuesen como él, ningún monarca cristiano se atrevería a levantar los ojos en presencia de un obispo», fue coronado el rey Juan. Éste envió al santo a Francia al frente de una embajada, lo que aprovechó san Hugo para visitar la Gran Cartuja, donde había vivido en su juventud, así como las abadías de Cluny y Citeaux. En todas partes fue recibido con gozo y veneración, porque su fama estaba tan extendida en Francia como en Inglaterra. Por entonces, le sobrevino su última enfermedad y, a su vuelta a Inglaterra, se detuvo a orar en el santuario de Santo Tomás de Canterbury. Su enfermedad progresó de suerte que san Hugo ya no pudo asistir a las sesiones del Concilio de Londres, al que había sido convocado. La víspera del décimonono aniversario de su consagración episcopal, recibió los últimos sacramentos en su casa de Old Temple, en Holborn. Al cabo de dos meses de sufrimientos, que soportó con gran paciencia, falleció el 16 de noviembre de 1200, al caer la noche. Su cuerpo fue trasladado en triunfo a Lincoln, en cuya catedral fue sepultado el 24 de noviembre, con gran pena de todos. A los funerales asistieron el primado de Inglaterra, catorce obispos, un centenar de abades, un arzobispo de Irlanda y otro de Dalmacia, el príncipe Gruffydd ap Rhys, del sur de Gales, Guillermo el León, de Escocia y Juan de Inglaterra. También asistieron los judíos de Lincoln, quienes lloraron la pérdida de ese «verdadero siervo del gran Dios», que tanto los había protegido. Veinte años después, Honorio III canonizó a san Hugo. Su fiesta se celebra actualmente en los conventos de los cartujos y en varias diócesis de Inglaterra. La Cartuja de Parkminster, en Sussex, está dedicada al santo.
La Magna Vita, escrita por el monje Adán de Eynsham, quien fue capellán de san Hugo, es una biografía muy detallada, y pocas biografías de la Edad Media pueden compararse con ella en cuestión de valor histórico. Dimock la editó en la Rolls Series en 1864. Además existe otro escrito biográfico bastante voluminoso, debido a la pluma de Giraldo Cambrense (Rolls Series, vol. VII de sus obras), y una biografía anónima en verso, publicada por Dimock en Lincoln en 1860. Se encuentran también muchas alusiones a san Hugo en las crónicas de Hoveden, Benedict, etc., y el nombre del santo figura en varios documentos pontificios de la época. La biografía moderna más completa es la que publicaron los cartujos de Montreuil-sur-Mer en 1890. Merece también mención la biografía escrita por el anglicano R. M. Woolley (1927). Se ha escrito mucho sobre la tumba y la traslación de san Hugo; véase en particular Archaeological Journal, vol. L y LI, y Bramley, St Hugh's Day at Lincoln (1900); pero en todas las obras sobre la catedral de Lincoln se tratan estos puntos.
El cuadro es de Zurbarán, 1628, y se encuentra en el Museo de Bellas Artes de Cádiz, España.