Honrado como consejero por nueve papas, consultado y venerado por todos los soberanos de Europa occidental, director de más de doscientos monasterios, san Hugo alcanzó un prestigio inaudito durante los sesenta años en que fue abad de Cluny. Había nacido en 1204. Era el primogénito del conde de Semur. Desde niño fue tan clara su vocación a la vida religiosa, que san Odilón le recibió en la abadía de Cluny a los catorce años de edad. A los veinte recibió la ordenación sacerdotal y, antes de alcanzar la mayoría de edad, fue elevado al cargo de prior. Cinco años después, a la muerte de san Odilón, sus hermanos le eligieron abad, por unanimidad.
Algo más tarde, Hugo tomó parte en el Concilio de Reims, que presidió el papa san León IX. El joven superior de Cluny que era en el Concilio el segundo entre los abades, apoyó las reformas propuestas por el Sumo Pontífice y atacó, en términos tan elocuentes, la simonía y la relajación del celibato sacerdotal, que se ganó el aplauso de la asamblea (muchos de cuyos miembros habían comprado sus beneficios). Hugo acompañó al papa a Roma y allí tomó parte en el sínodo que condenó los errores de Berengario de Tours. En 1057, fue padrino de bautismo, en Colonia, del hijo del emperador, el futuro Enrique IV. Poco después fue a Hungría, como legado pontificio, a negociar la paz entre el rey Andrés y el emperador. En 1058, el papa Esteban X, que se hallaba moribundo, le llamó a Florencia. Al subir al trono pontificio san Gregorio VII, quien había sido monje en Cluny, se estrecharon aún más los lazos de san Hugo con el pontificado. Ambos siervos de Dios trabajaron juntos para remediar los abusos y libertar a la Iglesia de la opresión del Estado. Durante la áspera contienda entre Gregorio y Enrique IV, el santo abad hizo cuanto pudo por reconciliarles, aprovechando el cariño y la confianza que ambos le tenían. Enrique IV, muy decepcionado, escribía a Hugo poco antes de morir: «¡Qué no daríamos por contemplar una vez más, con nuestros ojos mortales, vuestro rostro angelical, por arrodillamos ante vos a fin de reposar un instante nuestra cabeza, la misma que vos sostuvisteis en la pila baustimal, sobre vuestro pecho y cofesaros nuestros pecados y contaron nuestras penas!»
A pesar de haberse visto obligado a ausentarse con tanta frecuencia de Cluny, san Hugo elevó el nivel de vida en la abadía a un alto grado de perfección y así lo sostuvo durante toda su vida. En uno de sus viajes a Francia, el asceta san Pedro Damián dio a entender que san Hugo debía gobernar más severamente. El santo abad respondió simplemente: «Venid a pasar una semana en la abadía». San Pedro Damián aceptó la invitación, pero no repitió su exhortación al terminar su estancia allí. En 1068, san Hugo redactó las reglas de toda la congregación cluniacense. Las abadías se multiplicaron en Francia, Suiza, Alemania, España e Italia, y muchas antiguas fundaciones se afiliaron a Cluny para reformarse y gozar de los mismos privilegios. Por entonces, se construyó en Lewes el primer monasterio cluniacense de Inglaterra. El mismo Hugo fundó un convento de religiosas de estricta clausura en Marcigny, del que la hermana de san Hugo fue la primera superiora. Las religiosas observaron tan fielmente la regla, que se negaron a abandonar el convento cuando un incendio destruyó un ala del edificio. El santo fundó también un hospital para leprosos, a los que iba a curar con sus propias manos, siempre que podía.
Pocas figuras de la historia han sido tan estimadas como san Hugo. El sínodo de Roma de 1081 y el Concilio de Clermont de 1095, le dieron públicamente las gracias por los servicios que había prestado a la Iglesia. Dos años más tarde, san Anselmo de Canterbury acudió instintivamente a él en sus dificultades. La posteridad ha confirmado el veredicto de sus contemporáneos. Heriberto, que fue discípulo de san Hugo, le describe así en un hermoso párrafo: «Era insaciable en la lectura e infatigable en la oración; no perdía un sólo instante para perfeccionarse o para ayudar al prójimo. Es difícil decir si su prudencia aventajaba a su sencillez o su sencillez a su prudencia. Jamás pronunciaba una palabra inútil y todas sus acciones eran irreprochables. Sólo era capaz de encolerizarse contra el pecado. En sus consejos a las personas, tenía siempre en cuenta a la comunidad. Era más padre que juez, y su clemencia era mayor que su severidad. Era alto y de porte impresionante, pero sus dotes espirituales eran todavía más grandes que su atractivo físico. Cuando no hablaba, sostenía una conversación con Dios y, al hablar lo hacía de Dios y en Dios. Jamás fracasaba en una empresa, porque se entregaba a ella en cuerpo y alma. Su amor tenía la jerarquía perfecta: Dios estaba por encima de todo, el prójimo exactamente a su altura y el mundo, bajo sus pies».
Como verdadero benedictino, san Hugo promovió ardientemente la perfección litúrgica. Él fue quien introdujo la práctica actual de la Iglesia de Occidente de cantar el «Veni Creator», en Tercia, durante el tiempo de Pentecostés [actualente sólo en el rezo latino]. San Hugo gobernó su orden hasta los ochenta y cinco años. Sus facultades mentales estaban intactas, a pesar de que sus fuerzas habían ido disminuyendo progresivamente. Cuando comprendió que se acercaba su última hora, recibió el Viático, se despidió de sus hijos y pidió que le transportasen a la iglesia. Allí murió, tendido sobre un saco, cubierto de ceniza, el 29 de abril de 1109. Fue canonizado en 1120.
Aun fuera de las crónicas se encuentran abundantes datos sobre la vida de san Hugo. Existe un esbozo biográfico escrito por Gilo (Pertz, Monumenta Germaniae Historica, Scriptores, vol. XV, pp. 937-940) ; además de una biografía más extensa escrita por Rainaldo, abad de Vézelay, y otra que se debe a la pluma de Hildeberto de Le Mans (las dos pueden leerse en Acta Sanctorum, abril, vol. III). Los documentos de menor importancia son innumerables. Ver Biblioteca Hagigráfica Latina, nn. 4007- 4015; y L'HuiIlier, Vie de St Hugues (1888); Sackur, Die Cluniacenser, vol. I. En la imagen, de un códice de pocos años después de la muerte del abad, aparece el emperador Enrique IV a los pies de san Hugo y santa Matilde de Toscana.