Como introducción a la vida de Gregorio VII, los bolandistas hacen notar, en Acta Sanctorum, que el santo fue muy perseguido en vida y muy calumniado después de su muerte. Sin embargo, hemos de decir con gran satisfacción que, si en una época estuvo a la orden del día denigrar al gran Pontífice como si hubiese sido un tirano, los historiadores modernos admiten por unanimidad que el motivo que inspiró a Gregorio VII no fue la ambición sino un celo incontenible por hacer reinar la justicia en la tierra.
San Gregorio nació en la aldea de Rovaco, en la Toscana, cerca de Saona. Su nombre de bautismo era Hildebrando. No sabemos nada sobre sus padres. Cuando joven, fue a vivir en Roma, al cuidado de un tío suyo, que era superior del monasterio de Santa María, en el Aventino. Hizo sus estudios en la escuela de Letrán. Uno de sus maestros, Juan Gracián, estimaba tanto a su discípulo que, al ser elevado al trono pontificio con el nombre de Gregorio VI, le escogió como secretario. Después de la muerte de aquel pontífice, acontecida en Alemania, Hildebrando se retiró, según cuenta la tradición, a la abadía de Cluny, donde san Odilón era abad y san Hugo prior. Hildebrando hubiese querido terminar ahí sus días; pero el obispo de Toul, Bruno, que fue elegido Papa, le pidió que volviese con él a Roma. Hildebrando desempeñó entonces el cargo de «economus» de san León IX y restableció el orden en la ciudad y en la tesorería pontificia; además apoyó al Papa en todas las reformas que éste emprendió. Como fue también el consejero principal de los cuatro sucesores de san León IX, muchos le consideraban como «el hombre del poder». Así pues, a nadie sorprendió el hecho de que el cardenal archidiácono Hildebrando fuese elegido Papa, por aclamación, a la muerte de Alejandro II, en 1073. Hildebrando adoptó el nombre de Gregorio VII.
El nuevo Pontífice tenía razones para sentirse abrumado ante la tarea que le esperaba. Una cosa era denunciar los abusos que pululaban en la Iglesia, como lo hacía su amigo san Pedro Damián y aun blandir la espada de la justicia al servicio de otros papas, como él mismo lo había hecho antes, y otra, muy distinta, sentirse como vicario de Cristo en la tierra, responsable ante Dios por la supresión de dichos abusos. No había en la Iglesia nadie mejor preparado que Gregorio VII para desempeñar esa tarea. Guillermo de Metz le escribió: «En vos, que habéis alcanzado la cumbre del poder, están fijos todos los ojos. El pueblo cristiano sabe los gloriosos combates que habéis sostenido en puestos menos importantes y espera, unánimemente, oír de vos grandes cosas». Esa esperanza no se vio frustrada.
Gregorio no podía soñar con el apoyo de las autoridades para llevar a cabo las reformas que proyectaba. De los monarcas de la época, el mejor era Guillermo el Conquistador, por más que en ciertos momentos había dado muestras de gran crueldad. En Alemania reinaba el emperador Enrique IV, joven de treinta y tres años, disoluto, sediento de oro y tiránico. En cuanto a Felipe I de Francia, se ha dicho que «su reinado fue el más largo y desastroso de los que conservan memoria los anales de su patria». Las autoridades eclesiásticas no estaban menos corrompidas que los príncipes seculares, a los que se habían esclavizado; los reyes y los nobles vendían los obispados y las abadías al mejor postor, cuando no las concedían a sus favoritos. La simonía era práctica general, y el celibato clerical estaba tan de capa caída, que en muchas regiones los sacerdotes llevaban abiertamente vida conyugal, utilizaban los diezmos y limosnas de los fieles para el sostenimiento de sus familias y, en algunos casos, llegaban incluso a legar sus beneficios a sus hijos. Gregorio VII iba a pasar el resto de su vida entregado a la lucha heroica por libertar y purificar a la Iglesia suprimiendo la simonía y la incontinencia de los clérigos y aboliendo el sistema vigente de las investiduras. Según ese método, los laicos podían conceder beneficios eclesiásticos y ser investidos para obtenerlos, mediante la presentación del báculo y el anillo pastorales.
Poco después de su acceso al trono pontificio, Gregorio depuso al arzobispo de Milán, Godofredo, que había comprado su beneficio. En el primer sínodo romano que se llevó a cabo bajo su pontificado, el nuevo Papa publicó decretos muy severos contra la simonía y el matrimonio de los sacerdotes. Esos decretos no sólo privaban de jurisdicción y de todo beneficio eclesiástico a los sacerdotes casados, sino que ordenaban a los fieles que se abstuviesen de recibir los sacramentos de sus manos. Naturalmente esto provocó gran hostilidad contra Gregorio VII, sobre todo en Francia y en Alemania. Una asamblea, reunida en París, declaró que los decretos pontificios eran intolerables e irracionales, ya que hacían depender la validez de los sacramentos de la virtud personal de quien los administraba. Pero San Gregorio no se amilanó ante la oposición, ni se desvió de la línea de conducta que se había fijado. En el siguiente sínodo romano fue todavía más lejos, puesto que suprimió de golpe las investiduras de los laicos y lanzó la excomunión contra «toda persona, aunque se tratase del emperador o del rey, que osare conferir investiduras relacionadas con cualquier beneficio eclesiástico». Para promulgar y poner en práctica dichos decretos, Gregorio envió legados a toda la cristiandad, pues no podía confiar en los obispos. Los legados, que generalmente eran monjes a quienes el Papa conocía y había probado suficientemente, le sirvieron con gran valor y eficacia en aquella época excepcionalmente difícil.
En Inglaterra, Guillermo el Conquistador se negó a renunciar al derecho de conferir investiduras y a rendir vasallaje al Pontífice. Como se sabe, en aquellos tiempos varios príncipes cristianos habían puesto sus reinos bajo la protección de la Santa Sede. Pero en cambio, aceptó los otros decretos pontificios y Gregorio VII, que según parece, tenía confianza en él, no insistió en que renunciase al derecho de investidura. En Francia, gracias a la energía del legado, Hugo de Die, las reformas fueron aceptadas y puestas en práctica poco a poco; pero la lucha fue larga y el Papa tuvo que deponer a casi todos los obispos. Sin embargo, quien opuso mayor resistencia fue el emperador Enrique IV, el cual levantó contra el Papa al clero de Alemania y del norte de Italia, así como a los nobles romanos de tendencias antipapistas. Gregorio VII fue hecho prisionero mientras celebraba la misa de Navidad en Santa María la Mayor, y estuvo en manos de sus enemigos varias horas, hasta que el pueblo le rescató. Poco después, un conciliábulo de obispos, reunido en Worms, hizo varias acusaciones al Papa; los obispos de Lombardía le rehusaron obediencia, y el emperador envió a Roma un legado para que informase a los cardenales de que Gregorio era un usurpador y que él estaba decidido a arrojarle del trono pontificio. Al día siguiente, Gregorio excomulgó solemnemente al emperador y desligó a sus subditos de la obligación de obedecer a Enrique IV. Fue ése un acto que iba a tener una repercusión inmensa en la historia del Papado.
También fue una oportunidad para los nobles germánicos, que deseaban deshacerse del emperador. En octubre de 1076, celebraron una reunión y decidieron que el emperador perdería la corona si antes de un año no recibía la absolución pontificia y no comparecía ante un concilio que Gregorio VII iba a presidir en Augsburgo, en febrero del año siguiente. Enrique IV resolvió salvarse, fingiendo someterse. Acompañado de su esposa, su hijo y un servidor, cruzó los Alpes en lo más crudo del invierno y se presentó en el castillo de Canossa, entre Módena y Parma, donde se hallaba el Papa. Este se negó a recibirle, y el emperador pasó tres días a la puerta del castillo, vestido con hábito de penitente. Algunos historiadores han tachado de cruel y arrogante la conducta del Pontífice; pero, probablemente Gregorio VII había reflexionado ya sobre lo que debía hacer. En realidad, Gregorio VII no tenía más alternativa que suponer la buena fe del emperador, pues éste había ido como penitente; así pues, acabó por recibir a Enrique IV, a quien dio la absolución después de haber oído su confesión.
La expresión «ir a Canossa» se ha convertido en el símbolo del triunfo de la Iglesia sobre el Estado. Pero en realidad, aquel fue un triunfo de la astucia política de Enrique IV, ya que, por una parte, el emperador no renunció nunca a su pretensión de conferir las investiduras eclesiásticas y por otra, los acontecimientos posteriores llevaron a Gregorio VII casi a la ruina. A pesar de la resistencia que opuso Enrique IV, en 1077, algunos de los nobles eligieron a su cuñado, Rodolfo de Suabia, para que le sustituyese en el cargo. San Gregorio trató de permanecer neutral durante algún tiempo; pero, finalmente, tuvo que excomulgar de nuevo a Enrique IV y apoyar la candidatura de Rodolfo, quien murió en una batalla. Por su parte, Enrique IV promovió la elección de Guiberto, arzobispo de Ravena, como antipapa y, después de la muerte de Rodolfo de Suabia, se dirigió a Italia a la cabeza de un ejército. Roma cayó al cabo de tres años de sitio. San Gregorio se retiró al castillo de Sant' Angelo y permaneció ahí hasta que fue a rescatarle el duque de Calabria, Roberto Guiscardo. Sin embargo, los excesos de las tropas de Roberto provocaron la furia del pueblo romano y san Gregorio, que había llamado en su auxilio a los normandos, fue víctima de la antipatía del ejército de Roberto. A consecuencia de ello, tuvo que retirarse a Monte Cassino primero y después a Salerno, humillado, enfermo y abandonado por treinta de sus cardenales. San Gregorio lanzó un último llamamiento a todos los que creían «que el bienaventurado Pedro es el padre de todos los cristianos y su jefe y pastor en nombre de Cristo y que la Santa Iglesia Romana es la madre y maestra de todas las Iglesias». Al año siguiente murió, el 25 de mayo de 1085. En su lecho de muerte, Gregorio perdonó a todos sus enemigos y levantó las excomuniones que había fulminado, excepto la de Enrique IV y la de Guiberto de Ravena. Sus últimas palabras fueron las siguientes: «He amado la justicia y odiado la iniquidad; por ello muero en el destierro».
San Gregorio VII fue ciertamente uno de los Papas más grandes, aunque no dejó de cometer algunos errores. Sus fallas, que lo fueron más bien del mundo en que vivió, le han ganado la antipatía de numerosos historiadores. Lo que sí se puede afirmar a ciencia cierta, es que no fue ambicioso y que consagró todos sus esfuerzos a purificar y fortalecer a la Iglesia, porque veía en ella a la Iglesia de Dios y quería convertirla en un refugio de paz y caridad sobre la tierra. El cardenal Baronio introdujo el nombre de Gregorio VII en el Martirologio Romano, dándole el título de beato y no de santo. El Papa Benedicto XIII, en 1728, elevó la conmemoración de san Gregorio a la categoría de fiesta de la Iglesia universal, con gran indignación de los galicanos franceses.
En Acta Sanctorum (mayo, vol. IV), además de otros materiales, hay tres documentos que pueden ayudarnos a apreciar a Hildebrando como Papa y como santo. El primero es la biografía escrita por Pablo Bernried, en 1128, que se basa en un estudio de las actas de su pontificado y de las memorias de quienes conocieron personalmente a Gregorio VII; el segundo es un informe que se debe probablemente a la pluma de Pandulfo. El tercero es una adaptación del Liber ad Amicum, que Bonzio escribió en vida del santo Pontífice, hecha por el cardenal Boso. Pero Gregorio VII pertenece a la historia universal. El estudio de los documentos oficiales y, en particular, de la parte del Regesta que se conserva, puede ayudarnos a conocer mejor su carácter. En Lives of the Popes de Mons. Mann, vol. vn (1910), pp. 1-217, se encontrará un magnífico estudio del pontificado de Gregorio VII, sobre todo por lo que se refiere al aspecto externo de su gobierno. Ahí mismo hay una bibliografía; en ella Mons. Mann recomienda, con razón, la obra de J. W. Bowden, Lije and Pontificóte of Gregory VII, a pesar de que fue publicada en 1840. La literatura sobre el tema es muy considerable y ha aumentado mucho desde que Mons. Mann publicó su obra en 1910. Hay que mencionar los trabajos de Mons. Batiffol (1928) y H. X. Arquiliére (1934). En la colección Les Saints hay un admirable esbozo biográfico de A. Fliche, quien se basó en una multitud de obras. El mismo autor publicó una obra completa sobre el tema, titulada La Reforme grégorienne (1925); cf. acerca de ella Analecta Bollandiana, vol. XLIV (1926), pp. 425-433. Véase también W. Wühr, Studien zu Gregors VII Kirchenreform (1930); Fliche y Martin, Histoire de ÍEglise, vol. vm. Acerca del problema de las Regesta de Gregorio VII, consúltense los estudios de W. M. Peitz y E. Caspar. En 1932 se publicó una traducción inglesa de la correspondencia de san Gregorio, hecha por E. Emerton. En Roma empezaron a publicarse, en 1947, los Studi Gregoriani (ed. G. B. Borino).