San Froilán fue uno de los hombres que forjaron la España medieval en las difíciles horas del siglo IX. Dos grandes tareas se imponían a los hombres de aquella época para librarse del angustioso aniquilamiento que les amenazaba: la reconquista del suelo patrio de manos de los árabes y la inmensa obra de colonización que a la Reconquista seguía. Por fortuna, se conserva una corta biografía del «ortodoxo varón Froilán, obispo legionense», copiada en elegante minúscula visigótica por el diácono Juan, contemporáneo suyo. Esa copia es del año 920, quince años después de la muerte del santo obispo (905). Ignoramos quién fue su autor. A pesar de su estilo lacónico y de sus adherencias legendarias, podemos reconstruir los rasgos fundamentales de su vida y carácter.
Nace el año 833 en los arrabales de Lugo. Allí recibe durante sus primeros años la enseñanza que los concilios exigían a los candidatos para el sacerdocio. Al llegar a los dieciocho años su vida interior entró en crisis. Dudó entre la vida retirada del desierto o la actividad apostólica. El futuro fundador de cenobios y gran predicador de muchedumbres opta por la soledad de los montes. Pero mientras él gozaba de los encantos de la soledad, estallaba en la España musulmana una violenta persecución contra los cristianos. El año 850 comenzó a florecer de nuevo con el rito solemne de la sangre el martirologio cordobés.
Tal vez la voz poderosa de esta sangre inocente retumbó entre los montes donde Froilán se escondía y le empujó a organizar una cruzada. Tal vez en el diálogo familiar con Dios sintió la invitación a la vida activa. Nos cuenta su biógrafo, con la ingenuidad de nuestros cantares de gesta y, sin duda, imitando los inicios de la predicación de Isaías, que al joven eremita le acuciaba la duda de si debía permanecer por más tiempo en aquellas soledades. Para liberarse de ella se sometió a la prueba del fuego. Si Dios suspendía las leyes, era señal evidente de su voluntad divina. Froilán introdujo unas brasas encendidas en su boca. El fuego no le causó la más mínima quemadura. Dios había hablado. De los montes se lanzó a los poblados a propagar entre los hombres otro fuego que le ardía dentro. Su vida nos dice escuetamente que recorría las ciudades predicando sin cesar la palabra divina con gran aplauso de todos.
En sus triunfos pastorales sentía irresistiblemente el atractivo de la soledad para reponer sus energías. Acompañado del sacerdote Atilano torna a su retiro. Ambos se escondieron en los montes de Curueño (León). Pero los pueblos en masa le seguían a su celda solitaria. Con las muchedumbres iban magnates y obispos que anhelaban oír su palabra. Entre sus oyentes se despertaron numerosos seguidores cautivados por sus ejemplos. Ante los ruegos insistentes se ve forzado a bajar a la ciudad de Veseo. Allí erige su primer monasterio, que llenará pronto con 300 monjes. Es el comienzo de una nueva etapa: fundador de cenobios. Su fama salta los montes de León y llega a oídos de Alfonso III en Oviedo. El rey le envía mensajeros ordenándole venir a su corte. Honda impresión causó en Alfonso la presencia de aquel monje. Se fija en él para la gigantesca obra de repoblación que había comenzado su padre, Ordoño I. Las zonas fronterizas a ambos lados del río estaban despobladas y devastadas por los reyes asturianos. Lo exigía así la táctica militar. Pero había que ir empujando la frontera más abajo. Para eso, en la zona norte del Duero era necesario levantar los poblados destruidos y poner en explotación las tierras abandonadas. Ninguna fuerza más cohesiva para dar vida a estas preocupaciones regias que la acción colonizadora de los monasterios. Esto lo comprendió cabalmente Alfonso III y concedió al santo amplias facultades para visitar todos sus dominios y levantar cenobios a cuyo amparo se acogiesen los nuevos poblados. Estas agrupaciones humanas, así formadas, constituían una unidad política cuyo jefe era el abad, y sus agentes y maestros los monjes, que enseñaban las artes de la paz e infundían el espíritu de cruzada en la guerra de reconquista. Froilán puso en juego de nuevo su capacidad de iniciativa y se dio a recorrer las tierras del reino alfonsino. Su beligerante actitud le llevó a fundar dos grandes monasterios cerca de la frontera, a pocos kilómetros de Zamora.
El primero fue el de San Salvador de Tábara. En él se congregaron 600 monjes de ambos sexos. Era uno de esos monasterios llamados dúplices, donde las monjas, aunque rigurosamente separadas, tenían la ventaja de la asistencia sacerdotal y de la defensa en caso de invasión. Fue éste, en el siglo x, uno de los más famosos monasterios por el arte refinado de su escritorio. No sobreviven ruinas del edificio, pero, afortunadamente, un códice de su escritorio nos la conserva parcialmente. En el último folio aparece la torre del monasterio, «alta y lapídea», de sillería policroma, con ventanales de arcos de herradura. Sobre el tejado, dos airosas torrecillas con sendas campanas. A los lados de los últimos ventanales, dos balcones voladizos se asoman al horizonte. Tres hombres suben a la torre por unas escaleras de mano y otro hace sonar las campanas tirando de una cuerda. Adosado a la torre está el escritorio. Un pergaminero aparece sentado en un taburete cortando el pergamino con grandes tijeras. En un aposento inmediato están el monje Senior, copista, y Emeterio, escriba y pintor, discípulo predilecto de Magio. Fue Mágio la gloria cultural más notable del monasterio tabarense. Contemporáneo en su niñez de Froilán, elevó a alturas maravillosas el arte de la miniatura. Son todos los datos que poseemos de esta espléndida fundación.
Del segundo monasterio tenemos aún menos noticias. Según el citado biógrafo, lo levantó en un emplazamiento alto y ameno junto a las aguas del Esla, al parecer cerca de Moreruela (Zamora). Sólo una frase añade a este laconismo: «...se reunieron allí 200 monjes consagrados a la ascesis de la vida regular». Aquellos cronistas medievales, avaros del tiempo, no nos cuentan nada de los métodos de dirección espiritual del santo cenobiarca ni del ambiente de perfección que, sin duda, reinaba en estos monasterios. Pero se siente palpitar en estas breves páginas biográficas la dinámica incontenible de Froilán, su temperamento emprendedor, su espíritu sobrenatural lleno de ardorosa elocuencia, su recia personalidad de caudillo espiritual. Esa era la fama que corría de pueblo en pueblo y de comarca en comarca y que cada día ganaba más admiradores. Por eso no es extraño que, al quedar vacante la sede de León, se alzase unánime la voz del clero y del pueblo, reclamando por obispo al abad Froilán. El rey, que no había logrado convencerle para que aceptase el oficio pastoral, se alegró sobremanera. Vencida su resistencia, fue consagrado obispo de León el día de Pentecostés, 19 de mayo del 900. Ese mismo día recibía también la consagración episcopal para la sede de Zamora su inseparable y santo amigo Atilano. Estas dos lumbreras, dice emocionado el autor anónimo, puestas sobre el candelero, iluminaron con la claridad de su luz eterna todos los confines de España. La Iglesia de León, que estaba dedicada, según una donación de la época, «a los señores, santos, gloriosos y, después de Dios, fortísimos patronos Santa María Virgen, Reina celeste, y San Cipriano, obispo y mártir», recibía ahora clamorosamente por obispo al que había de ser su Patrono hasta el día de hoy. Sólo la gobernó cinco años, pero el heroísmo de sus virtudes y el triunfo de su santidad la aureolaron para siempre.
Resumido del artículo de Año Cristiano, BAC, Madrid, 1966, firmado por Quintín Aldea Raquero, S.I., Bibliografía: Acta sanctorum Oct., III, p 228-235, Florez, E, España sagrada, XXXIV Vita, p 422 425, 159-203; Gonzalez Fernandez, J, San Froilan de León (León 1946); Xiz Ramil, San Froilan (Santiago de Compostela, 1999).