Este elocuente misionero jesuita se distinguió por su ilimitado celo en favor de la conversión de los pecadores y por su amor a los pobres, los enfermos y los oprimidos. Los habitantes de las dos Sicilias le veneran como «el apóstol de Nápoles». Francisco era el mayor de siete hermanos; había nacido en Grottaglie, cerca de Taranto, en 1642. Después de hacer su primera comunión, a los doce años, ingresó en la casa de unos sacerdotes diocesanos de la localidad que vivían en comunidad. Los buenos padres cayeron pronto en la cuenta de que Francisco no era un niño ordinario; primero le confiaron el cuidado de la iglesia, después le dedicaron a la catequesis y, finalmente, le concedieron la tonsura a los dieciséis años de edad. Francisco fue a Nápoles a estudiar derecho civil y canónico, acompañado por su hermano, que iba a estudiar pintura. En 1666, recibió Francisco la ordenación sacerdotal; para ello hubo de obtener una dispensa, pues aún no había cumplido los veinticuatro años. Durante los cinco años siguientes, enseñó en el «Collegio dei Nobili», que los jesuitas tenían en Nápoles. La mejor prueba de la veneración que le profesaban sus discípulos es que le llamaban «el santo sacerdote». A los veintiocho años, Francisco consiguió vencer la oposición de sus padres e ingresó en la Compañía de Jesús.
En el primer año de su noviciado, los superiores le sometieron a pruebas excepcionales; en ellas dio tales muestras de virtud que, en cuanto terminó el noviciado, le enviaron a ayudar al célebre predicador Agnello Bruno en su trabajo misional. De 1671 a 1674, los dos misioneros trabajaron infatigablemente; el éxito que tuvieron entre los campesinos de Otranto fue enorme. A Francisco se le envió entonces a terminar sus estudios de teología, al término de los cuales hizo la profesión. Los superiores le nombraron predicador en la iglesia del Gesú Nuovo, de Nápoles. Francisco se ofreció para ir al Japón, pues se hablaba entonces de enviar un contingente de misioneros al Extremo Oriente, donde se había exterminado a todos los predicadores del Evangelio; pero sus superiores le respondieron que Nápoles era para él un verdadero Japón. En efecto, la ciudad iba a ser el escenario de la incansable labor del santo, hasta su muerte, durante los cuarenta años que Dios le iba a conceder todavía en este mundo.
Desde el primer momento, la predicación de Francisco le conquistó gran popularidad. Los resultados que obtuvo fueron tan notables, que pronto empezó a preparar a otros misioneros para la tarea. Predicó por lo menos cien misiones en las regiones de los alrededores, pero los habitantes de Nápoles no le dejaban ausentarse por mucho tiempo. A donde quiera que iba, su confesionario y las iglesias en que predicaba estaban siempre llenos. Se dice que por lo menos cuatrocientos pecadores endurecidos se reconciliaban anualmente con la Iglesia, gracias a sus esfuerzos. Francisco visitaba las prisiones, los hospitales y aun las galeras; en una de ellas, que pertenecía a la flota española, convirtió a veinte prisioneros turcos. Ni siquiera vacilaba en seguir a los pecadores hasta los antros del vicio, donde algunas veces fue brutalmente maltratado. Con frecuencia predicaba en las calles, según la inspiración del momento. En cierta ocasión, en medio de una furiosa tempestad que se desató durante la noche, se sintió irresistiblemente movido a salir a predicar en un barrio aparentemente desierto. Al día siguiente, se presentó en su confesionario una joven de mala vida que se había sentido tocada por la gracia al oír, desde su ventana, la conmovedora predicación de san Francisco. Sus penitentes pertenecían a todas las clases sociales. Tal vez la más notable de ellas era una francesa llamada María Elvira Cassier, quien había asesinado a su padre y había servido en el ejército español, disfrazada de hombre. El santo la movió a penitencia y, con su dirección, la condujo a un alto grado de perfección.
A la elocuencia de san Francisco se añadía la fama de sus milagros; pero él negaba siempre que Dios le hubiese concedido poderes sobrenaturales y atribuía todos sus milagros a la intercesión de san Ciro (31 de enero), de quien era muy devoto. San Francisco murió a los setenta y cuatro años de edad, al cabo de una penosa enfermedad. Fue sepultado en la iglesia de los jesuitas de Nápoles, donde se hallan todavía sus reliquias. Su canonización tuvo lugar en 1839. Se conserva todavía el interesante documento que el santo escribió a sus superiores para darles cuenta de las extraordinarias manifestaciones de la gracia que había visto en sus cincuenta años de misionero.
Existen dos biografías italianas escritas por jesuitas compañeros del santo: la de Stradiotti vio la luz en 1719 y la de Bagnati en 1725. Entre las biografías modernas, tal vez la más popular es la del P. degli Oddi, Vita di San Francesco di Girolamo; pero la de J. Bach, Histoire de S. Frangois de Gerónimo es la más completa. Ver también Raccolta di Avvenimenti singolari e Documenli autentici del canónigo Alfonso Muzzarelli (1806), y la biografía que escribió C. de Bonis. A. M. Clarcke publicó una biografía en Quarterly Series (1891), y en la Catholic Encyclopedia hay un admirable artículo del P. Van Ortroy.